Por Ronald Abilio Noda
ויקרא אלהים לאור יום ולחשך קרא לילה ויהי ערב ויהי בקר יום אחד
Las últimas gotas del diluvio habrían de colmar las piedras en un arenoso tránsito del agua hacia la ciudad levantada contra la furia del tiempo. En medio, los tronos sostenían el ímpetu de la majestad, se trazaban los planos y se dirigía el brazo del arquero hacia el fuego sagrado que contenía en sí la palabra como una serpiente veloz que huye entre la boca de una serpiente aún mayor. El hombre que observaba todo aquello era Nimrod y su desgracia estaba por acaecer, pero todavía las lenguas de los sirvientes le entonaban sus alabanzas, puesto que en aquella época aún no había dioses, sino una historia encerrada en una vasija contra la que se levantaba un terrible monumento.
El siglo nos es desconocido ahora, pensamos que pudo haber sucedido hace unos seis mil años, pero realmente eso no importa, lo único que importa es el conocimiento de lo que fue de aquella torre levantada contra los siglos venideros. Nimrod por aquellos días jugó a ser el Único, a contener en sí la multitud de hombres que disipaban su hambre en los desiertos del mundo y a detener los astros en su humanidad plena. En todo falló, no supo nunca que el bíblico multiplicaos y fructificad, contenía la muchedumbre como mismo el fuego sagrado de la lengua (que descansaba en sus habitaciones) contenía el principio del mundo. Luego, la lengua se desbordaría y, aunque aquel señor de las ciudades no lo supiera nunca, vendría a ser la comunión dispersa del tiempo pasado y el tiempo futuro en el principio de los tiempos. El mundo pervivió en la muerte de las lenguas y el origen de todo se limitó a una palabra indescifrable, la palabra sagrada. Diez mil copistas en Asiria irían construyendo el significado del nombre, de la palabra, diez mil en Babilonia, e incontables copistas y traductores en Alejandría y Pérgamo. Nimrod habría podido ver todo aquello desde su gran habitación, mientras el edificio crecía a su alrededor, mientras salas infinitas cubrían el tiempo, y no solo la altura exponía su singularidad a los pastores dispersos en sus tiendas, sino que la anchura determinaba los corredores y las puertas en una interminable secuencia desprovista de época.
Mientras crecía Babel, los laberintos de Creta surgían fuera del tiempo y mientras Nimrod ordenaba sus instrumentos de constructor, Minos ejercía su poder en la isla como centro de la historia humana. Los laberintos cretenses seguían la ruta de los mares y el mito primigenio. Era un círculo deshecho en la penumbra del siglo, y hacia allá todo se componía en sus encerrados tránsitos, la fiesta y la palabra hacían parte de un rito único que entendía sus ciclos en el misterio de la resurrección nominal. La muerte de Minos es el nacimiento de Minos, un nombre solamente, y cada uno de los reyes cretenses que podía torcer el significado de las cosas y hacerlas en la piedra y la rectitud de la arena que caía sobre los anocheceres de un mundo que estaba destinado a desaparecer. El artificio fue completo cuando Dédalo impulsó la rueda, como un gran mecanismo de relojería las partes vinieron a formar la excusa del laberinto que se extendería hacia el mismo tiempo en una incomprensible multitud de voces. Minos había sido Nimrod antes y luego sería muchos más hasta que su nombre quedara borrado de la faz de la tierra. Esto habría de seguirse en un curso aleatorio de acontecimientos que habrían de volver sobre el primer símbolo de la torre y la vanidad de los obreros que pretendían alcanzar el todo en las fauces angélicas que se precipitaban hacia los cielos. Es así que la torre se hace innumerable, se hace multitud y ciudad levantada contra la aridez de los nómadas antiguos, contra aquellos sobrevivientes lejanos de las primeras aguas llevados contra su voluntad al misterio de la piedra y el muro imposible. Jericó surge, de este modo, hacia la unicidad cananea, hacia una metodología de la impiedad que habría de ser consumida en un holocausto sagrado. Tres ciudades, Babel, Creta, Jericó, pero la ciudad era una, el tiempo.
Cuando Josué entonó la alabanza y los shofares retumbaron en la piedra, solo entonces fue que aquellos días del diluvio vinieron a ser completos. Se detuvo entonces la medianía y sobre el cielo se alzaron a un mismo tiempo Sol y Luna, y los restos de la ciudad calcinada quedaron a la vista como remembranza de la gloria única de un Dios que ya no permitía la dispersión de su pueblo como contrapeso de la multitud engendrada en la simiente adámica del mundo.
La tierra se fundía entre las manos en una extraña mezcla de cal y barro que llagaba la piel como si fuera el antiguo fuego. Nimrod habría de mover sus manos con un toque ligero, cualquier mínimo movimiento abrupto del rey podía provocar catástrofes, las mareas saldrían de su órbita y sumirían el mundo en su abismo, la sequía devoraría las cosechas esperadas largamente en los lejanos inviernos. El rey habló entonces y sus palabras fueron recibidas como un sacramento que diluía la multitud en el ruido tembloroso de las trompetas y los tambores. En su largo discurso la palabra sagrada devolvía su esencia, se hacía principio y cabía sobre el mundo como una potencia móvil que dirigía los actos en la pronunciación de las cosas. Nimrod recurría a la etimología del mundo, esto es la creación genésica de la cual partía aquella torre, desde la cual había venido el diluvio. La estructura etimológica era en última instancia intemporal, proveniente de su propio sentido, pero su manifestación era histórica. Las largas cronologías se bifurcaban, como la torre, y llevaban hasta un centro cuyo sentido se ocultaba más allá de la palabra dicha en una inconmovible muralla que afirmaba su misterio.
Fue entonces cuando la lengua se quebró y la palabra esparcida se hizo multitud consciente de su razón, el logos se hizo múltiple sobre los pobladores de Babel como después se haría múltiple en la celebración de la fiesta de pentecostés. Aquellos pobres habitantes del mundo recibieron un don extraño que les hizo temer la cólera del símbolo. El sonido fue deshecho entonces ante sus oídos, pero habría de pervivir el ímpetu lejano de las cornisas silenciosas cuyo viento llamaba a la torre en un soplo ligero que levantaba los estruendos del mundo. Babel quedaría abandonada a la suerte de las eras, sus largos corredores comenzarían a llevar hacia la nada, de los suntuosos aposentos habrían de adueñarse la arena y la llovizna, y los pastores ubicarían sus tiendas en las antiguas plazas públicas y darían las albercas privadas como abrevaderos a sus bestias. Nimrod entonces quedaría solo ante la torre e invocaría su desgracia en un canto que duraría mil años. Comenzaría, de este modo, la rebelión de la lengua contra el mundo, el destino de su unicidad frente a los dioses invocados.
Ur de los caldeos vendría entonces de las ruinas de Babel, los príncipes establecerían el sitio de sus zigurats, la historia devoraría la lengua y desde Ur se esparciría una simiente civilizatoria en que la nostalgia por el habla común del espíritu vendría a engrandecerse sobre la multitud azarosa de comerciantes que lanzaban el dado y resguardaban la balanza.
Abraham es el primer patriarca del Libro cuyo sentido es puramente cronológico e histórico, pero en sí mismo le estaba reservada una condición lingüística que determinaba las propiedades del nombre. Abraham era el primer acercamiento del logos tras el fracaso de Babel, su significado era material como hombre concreto y espiritual en la pronunciación del padre de multitudes; era el patriarca, para sí, la dispersión indivisible como una fuerza contradictoria que se determinaba en la esterilidad y la simiente. Cuando Melquisedec le ofrece la purificación en sus signos, entonces la verbalidad habría de revelarse en toda su potencia, y los caminos abrahámicos habrían de ser descritos en sus abundantes ramificaciones. De este modo en las tribus de Edom y de Israel se prefiguraba un mundo disperso unido a la cautividad de sus nombres, es decir que la cautividad física de los semitas en Egipto tomaba cuerpo en una relación anterior entre el nombre del patriarca y el nombre sagrado. Tu descendencia será como las estrellas de la noche, había dicho Dios a Abraham y con esto no solo se signaba lo innumerable, sino también lo que se ocultaba en el vasto espacio vacío que rodeaba lo innumerable. La noche abrahámica debía ser llenada de la plenitud de la estrella, su misterio fecundaría la sangre de los hebreos y haría en ellos una manifestación carnal de la lengua que comenzaba a hacerse historia. De este modo, la ley mosaica va a determinar el paso de la acción a la quietud, de la palabra a la escritura. La ley determinaría el mundo mediante su inmovilidad, la piedra esculpida estaría por sobre el quehacer del enunciado que se anteponía al mundo y que había engendrado en sí las plagas de la liberación, las tablas del Sinaí borrarían la visión de la zarza ardiente. Pero Nimrod no despareció del todo en las multitudes de Abraham, siempre quedó al acecho como un rostro medio conocido que atormentaría a los copistas y los maestros de la ley desde el fondo de la escritura.
Heródoto, al narrar los orígenes de las disputas entre griegos y persas, menciona el hecho de que estas fueron provocadas por los comerciantes fenicios y que estos tenían por costumbre el rapto de mujeres de uno u otro bando para venderlas como esclavas a su contrario. Los cananeos inventaron, de este modo, dos mundos totalmente contrapuestos. Y uno de esos mundos, que se representaba en la multiplicidad, fue nombrado Europa, mientras que el otro, aquel que se encontraba en la señal de Nimrod, fue nombrado Asia. Allí entonces las ciudades se desprendieron de su antiguo arquetipo y se hicieron dinámicas, no eran ya el sitio de la torre aquella ni de la dispersión, sino el lugar del fuego que corrompe la materia, el terreno de los lagos de sangre que quedan a la puerta de la muralla. Es así que Troya es arrasada mil veces desde la dispersión aquea y mantiene su unicidad frente a su destino.
Pero más allá de esto había otro destino: el destino griego que venía a nombrarse en una lengua que retornaba a los signos de Babel. Homero es la concentración del logos destinal de Grecia; en la Ilíada, Helena de Troya cumple una función sacramental en la que comulgan los pueblos aqueos, es en ella que se engendra el gran mito pantocrático que sería posteriormente el destino de Roma y del imperio universal. Pero los poemas homéricos habrían de constituirse más allá de su logos como una forma de la historia. El tirano ateniense Pisístrato sería el primero en fijarlos y editarlos y con ello determinaba el curso literario de las eras subsiguientes, de este modo el cuerpo verbal se hacía materia determinada, escritura. Y su dominio se hizo entonces estructuralmente cognoscible y vinculante a una forma definida en la eternidad alfabética que era una especie de féretro que recubría la muerte de las palabras homéricas, de la lengua lejana. La tiranía como institución histórica pretendía usurpar las funciones sacramentales de la unicidad del logos, es decir que pretendía una totalidad social, una identificación jerárquica que no se correspondía con la piedad divina.
En Atenas, Sófocles habría de signar el desarraigo tiránico en el personaje de Edipo, el reino de lo aparente no se correspondía con el reino inmutable de los principios sagrado, de esto provendría la tragedia, una especie de desorden cosmológico. En algún modo, los poetas trágicos habrían de restituir el antiguo logos homérico, habrían de librarlo de su escritura, pero la unicidad había sido fragmentada y solo correspondía al curso de los tiempos la reunión de todo en una misma era contemporánea.
El gran problema de lo único y lo múltiple como cuestión histórica lo muestra Aristóteles en la Política. Al determinar las tipologías del poder, Aristóteles da cuenta del paso de lo uno a lo vario y de allí a la multitud total, pero luego hace el juego inverso, muestra la vuelta hacia lo uno. En cierto sentido esta era una descripción de la historia del mundo mediante el antiguo mito de Hesíodo. La multitud helénica estaría contenida en el reino de Macedonia, el imperio alejandrino aunaría la totalidad de las voces en un único sentido, de ahí vendrían Alejandría y Pérgamo, pero también Roma como centro universal de la humanidad. El dominio romano no interesa en cuanto a su propia historicidad, sino en cuanto a una simbología de la unificación que se representaba en los opuestos digresión-centralidad. La romanidad política se había prefigurado en César y consumado en Octavio Augusto, pero a esta seguiría la romanidad del espíritu anunciada por San Pablo y que habría de cumplirse bajo la voluntad de San Ambrosio de Milán. El imperio dejaba de ser una estructura material y militar para convertirse en una verdadera forma de jerarquía, de poder sagrado. No era este el mero poder del cristianismo, sino que iba más allá hacia una forma intelectiva que asumía el daemon platónico y el logos homérico en una única llama, la catolicidad agustiniana. Después del siglo IV, Nimrod y su torre habrían de consumarse en las voces dispersas de Europa, pero también en la sacralidad hebrea a la que retornaba el antiguo rey de Babel. El latín comenzaría el proceso de disolución que habría sufrido la lengua mítica de la unicidad, sin embargo, quedaría determinado en la unidad eclesiástica como una leve sombra que caía sobre los anchurosos monasterios y los ajetreados palacios. En tanto esto sucedía, la universalidad del mundo se disputaba en su estrechez mundana entre el papado y el imperio, el “poder celestial” y el “poder terrenal”, ambos pretendían una vuelta simbólica a la romanidad, al mito de Roma y la transmutación del orbe en urbe como la expresión de la concentración del espíritu en una experiencia total. Pero, ante la propia romanidad, se establece una esencia poética que retorna al ímpetu de la torre de Babel y cuyo planteamiento poético más conocido estaría en De Vulgari Eloquentia de Dante mientras que su expresividad iría desarrollándose paulatinamente en las lenguas europeas hasta consolidar la engañosa idea de la existencia de unas literaturas nacionales.
En el Canto XXXI del Infierno, Dante y Virgilio encuentran la sombra de Nimrod. Allí el rey intenta hablarles y sus palabras son ininteligibles, el castigo a la rebelión babélica que describe la Biblia ha sido precisamente condenarlo a hablar una lengua que nadie puede comprender, ha quedado solo en la unicidad de la torre y los destinos del mundo corren en la multiplicación de las lenguas, en el nacimiento y la muerte de los lenguajes humanos, sin embargo la lengua babélica es inmutable tanto en sus formas como en su estructura interna y con ello queda fosilizada en el ímpetu, en la rebelión cíclica y el orgullo satánico. El castigo de Nimrod parece ser el castigo de la humanidad, toda persona está condenada a hablar una lengua que será incomprensible, cada uno está en medio de la confusión aun sin apenas saberlo.
De este castigo se sigue otro cuya historicidad proviene del sentido unitario que habría surgido en Grecia y que se habría acrecentado en Roma: el destierro. La expulsión del cuerpo único, de la urbe, constituye el peor castigo posible en la Europa surgida de la romanidad, se negaba al individuo la posibilidad del acceso, no a la tierra, sino al espíritu que la sobrepasaba, al logos inmutable. El caso extremo del destierro lo había cometido Vespasiano tras la destrucción de Jerusalén y era precisamente la dispersión de los hebreos. Con esto quedaba negada la posibilidad de la unión en una comunidad que se reflejara dentro de los cursos de la historia universal, pero se abría otra posibilidad y era que aquella comunión se diera en un espíritu que retornaba al logos prebabélico. Mientras que el mundo conocido se cerraba sobre el texto, sobre el libro y su inmutabilidad, los hebreos habrían de enriquecer el corpus textual, la textualidad sería su nueva torre y la literatura midráshica volcaría la primera pronunciación sobre la letra de modo que el texto no sería aquel féretro literario que había dispuesto Pisístrato y los editores sucesivos de Homero y la palabra.
En cierto modo la poesía se liberaría de la carga de la literatura, aunque la escritura mantendría su dominio sobre el lenguaje. El destierro de algún modo era consustancial a la poesía: Ovidio, Villon, Dante, Milosz, Brodsky y tantos otros; había en ellos un rastro de hebraísmo nimródico, un desarraigo de lo aparente y un vuelco hacia la sustancia primera del nombre sagrado. Era allí desde donde se anunciaba la historia, desde donde se consumaba la idea del mundo. El Zohar contenía la letra en toda su expresión, la permutación de los significados, la explicación de la Torah y el modo de restituir la voz genésica, el destino en ultima instancia del propio Dios que se extendía mediante el símbolo a toda su creación. La idea de una poesía universal que regresa al símbolo debía ser cabalística y retornar al sentido imposible de Babel, al mito nunca acabado, a los ciclos intelectivos de Nimrod.
Ardua habría de caer la noche, el sigiloso ímpetu de los constructores continuaría entre los murmullos citadinos y la lumbre única del fuego sobre la torre. Los anchos espacios habrían de ser llenados en la penumbra del siglo, el rey habría de decir a una voz un poema sagrado que contenía su historia llevada a la posteridad que se entresoñaba en el eco sostenido entre una balanza que equilibraba la lengua universal y los ciclos de la historia. Su tragedia habría de acontecer en las bifurcaciones de los muros, en los laberintos que se ensanchaban ante su vista. Abraham o Josué darían el grito y todo aquello quedaría deshecho. Nimrod habría de quedar en un desierto que era el Sueño, la noche aniquilada en una voz inaudible, el principio, reshit, Yehi´or, y todo el universo habría de ser lleno de la diáfana claridad del día, los nombres de las cosas se elevarían a Dios en una plegaria adámica que resultaba ya demasiado incomprensible.