Por Carlos Jaime Jiménez
De los personajes de Kafka, sabemos que si tienen sexo será por pura coincidencia, o en contra de su voluntad. Esto tiene un tremendo impacto sobre sus vidas, de hecho, condiciona su relación con el mundo. Una relación disfuncional, marcada por la flaqueza y la desposesión. Creo que los personajes de Kafka -y quién sabe si también él mismo- intentan en secreto reunir fuerzas para encarar algo indefinido, sin lograrlo. Hay uno que falla especialmente en esto, un mártir de la angustia y la torpeza pospúberes. Es un judío que escribe y pronuncia ¨Amerika¨ con la ¨k¨ bien marcada. Su nombre es Karl Rossman, y si un día se deciden a hacer una adaptación cinematográfica de su historia que valga la pena, tendría que dirigirla Larry Clark. Me esforzaré para que lo que viene a continuación no sea una lectura freudiana de Kafka. De lo que sí pueden estar seguros es de que no será una lectura informada. Releí Amerika por segunda y última vez hace casi nueve años, y de Freud he olvidado prácticamente todo. Mi experiencia en America, por momentos traumática, como la de Karl, me ha acercado a algunos judíos, y ha desplazado a otros. Freud y Adorno -viejos conocidos- pertenecen a este último grupo.
Las razones por las cuáles me niego a releer Amerika se aplican a casi todas las lecturas que fueron especialmente significativas para mí en el período comprendido entre mis once y mis diecinueve años. Por el camino de Swann, Ulises, El regreso de Conejo, Demian, El corazón es un cazador solitario, son algunas otras que pertenecen a ese grupo. Cada vez que he intentado releerlas a través de los años, algo de la sensación original que me dejaron –o del recuerdo que poseo de la misma- se dispersa o se malogra. Es como si las entendiera menos, como si pudiera extraer menos de ellas. Esto se yuxtapone a otra teoría personal que tengo acerca de cómo con el tiempo me he ido volviendo objetivamente menos inteligente, pero esa es harina de otro costal. Decía que mis recuerdos de Amerika -la novela- datan de hace casi una década, son más bien reminiscencias del impacto emocional que tuvo en mí. Hay algo en específico, un mensaje que parece recorrer sinuosamente toda la novela, y que me llega de cerca, puesto que identifica también -al menos eso creo- una parte fundamental de mi experiencia no ficcional en este país.
Karl llega a los Estados Unidos en condición de fugitivo. Sus padres lo obligan a emigrar después de haber dejado embarazada a una criada. En realidad, Karl fue prácticamente forzado por la criada, mucho mayor que él, y esta es una situación que se repetirá varias veces a lo largo de la novela. Desde un principio, el sexo constituye para Karl un dominio vedado, cuyos límites transgrede de manera involuntaria, por decisión ajena. Sin embargo, como buen personaje kafkiano, el castigo que le es adjudicado es personal, hecho a la medida para él según una lógica a veces macabra, a veces tragicómica. Expulsado de Europa por haber mancillado la moral del hogar paterno, Karl cae de lleno en las fauces de America, y empieza a ser masticado sin pausa desde el momento en que desembarca en New York. Ahora me pongo a pensar en cómo Marx embarazó a una sirvienta, y Hegel embarazó a su casera. Esto me parece significativo. El creampie como gesto performático, un modo concreto -y afirmativo- de asimilarse al tejido conectivo de la historia sobre la que tanto teorizaron. En lo que respecta a Karl, no obstante, lo sexual posee siempre un carácter reactivo, antecede cada huida forzada o desplazamiento, y en cada ocasión en que se manifiesta, sus agentes o emisarios resultan más grotescos que la vez anterior.
Kafka se las arregla para lograr un efecto opuesto al de otros autores como Fielding o Dickens a la hora de narrar la historia de un adolescente lanzado al mundo. En aquellos, las tribulaciones se hallan siempre compensadas por un impulso vital, un placer exploratorio. El Tom Jones de Fielding, en particular, no dudaría en responder gozosamente a los avances de una joven luchadora llamada Klara. Karl, por su parte, se halla inerme y paralizado, experimentando por adelantado la culpa sin haber consumado el acto. El mundo a su alrededor parece estar determinado a tentar y castigar, y las acciones preventivas de Karl resultan irrelevantes en relación con esto. En realidad, la tentación, sobre todo en el ámbito sexual, es en sí una acción punitiva. Más que un acto voluntario, es una consecuencia.
Amerika posee la estructura de una narración de aventuras convencional, si descontamos su carácter inconcluso, pero las peripecias de Karl, pese a que lo llevan por diferentes regiones, contextos y situaciones en la America profunda, cuando se las rememora en lontananza, como hago yo ahora, parecen remitir inevitablemente a una sensación plúmbea y opresiva. Karl carece de control alguno sobre sí mismo o sobre su entorno. Es la viva imagen del individuo carente de centro. Su estado natural es la zozobra. Y si bien algunos filósofos posmodernos han señalado el potencial disruptivo y hasta emancipador de dicha condición, Karl parece experimentarlo más bien como un horror metafísico. La America en la que Karl se adentra está llena de circunvoluciones. Estas son pronunciadas y espaciosas, pero realmente no quieres alejarte mucho del centro. Pronto te percatas de las desventajas de hacerlo. A decir verdad, no recuerdo que el personaje se refiera a esto en sus frecuentes conjeturas, tampoco lo hace el narrador cuasi-omnisciente empleado por Kafka en la novela. Pero este es un horror que yo mismo he sentido, y más de una vez he pensado en Karl al recapitular sobre el temor estático y atenazante que me ha acompañado durante buena parte de estos últimos diez meses. Para Karl, y para mí, el núcleo de la experiencia americana ha consistido en un imperativo acuciante: conseguir trabajo para garantizar la supervivencia. Visto desde afuera este parece un fin noble, común y necesario. Pero Karl y yo carecemos de habilidades prácticas, somos mano de obra no calificada, nuestra experiencia previa y nuestro mundo espiritual incluso pueden llegar a ser un impedimento. Karl, después de muchas vicisitudes, consigue un trabajo como ascensorista en un hotel y uno de los empleados allí le explica que su posición es la más prescindible de cuántas existen en ese lugar. Uno de mis colegas de trabajo hace poco me preguntó qué hacía en Cuba. Cuando le comenté que era profesor de Historia del Arte, estuvo riéndose histéricamente durante más de un minuto, sin parar. Su nombre es Alex, es un descendiente de cubanos nacido en los Estados Unidos. “¿¡¡Historia del Arte!!?”, “¿¡¡En Cuba!?”, “Jajajajajajaja”. Es un tipo barbudo y cabezón, se iba poniendo cada vez más rojo mientras reía. Me recordó a una escultura de Daumier. Alex no es mala gente, simplemente lo tomó por sorpresa mi confesión.
Karl es un joven socialmente torpe, pero inteligente y reflexivo. Hace lo que debe para sobrevivir, encadena un día detrás del otro. Mi experiencia no ha sido ni remotamente tan difícil como la de Karl. Yo no me he visto sin hogar, ni a merced de los Robinson y Delamarche de este mundo, a cuya nefasta alianza él hubo de acogerse. Pero pienso a menudo en lo ominoso que resulta contemplar una vida donde el trabajo es la única manera de conseguir más dinero, y más trabajo. Y donde la carencia de trabajo significa un destino aún más aciago. Siento que en el fondo Karl se alegra cada vez que lo despiden, o cuando tiene que abandonar una ocupación. A mí, en lo personal, eso es algo que siempre me alegra. Un atisbo fugaz de libertad. Pero Karl nunca es capaz de elegir cuando esto sucede. Su rumbo siempre está determinado por fuerzas externas a él. Karl es un engranaje suelto en el interior de una maquinaria inexorable. Su mejor opción es poder ser recolocado en la estructura de la máquina. Welcome my son/Welcome to the machine/Where have you been?/ It’s alright we know where you’ve been.
En el fondo Karl no quiere realizar los trabajos que Amerika tiene reservados para él, y eso lo hace sentir culpable. El placer, particularmente en el ámbito sexual, es algo que no puede permitirse. Cada oportunidad aparente es una trampa, el detonador de una nueva situación opresiva y traumática. Nada es gratuito, en especial el placer. Esto lo saben -o lo intuyen- los personajes de Kafka, pero también los de Sade, Joyce, Bataille. Karl se percata inconscientemente de cómo su energía es un bien de mercado. Está forzado a intercambiarla por fines de supervivencia, y le es ofrecido canjearla también por placer. Pero Karl es demasiado avaro -o quizás cauto- para esto último. En “La parte maldita”-posiblemente su obra más extraña- Georges Bataille conceptualiza de manera indirecta el carácter trágico de la existencia, que se debate entre la acumulación y el gasto. El placer como fin en sí mismo constituye siempre un gasto, un lujo que, como especie, podemos permitirnos después de que acumulamos suficiente energía, y la transformamos en bienes materiales y estructuras sociales sostenibles. Karl, no obstante, se encuentra en una posición precaria. Se halla demasiado exhausto como para permitirse invertir energía en algo que no le sea imprescindible, su vida es demasiado azarosa como para acumular algún excedente. La situación de Karl es la del hombre común, que es parcial o intuitivamente consciente de su condición miserable, pero que al intentar cambiar esto, únicamente cosecha más sufrimiento. A su vez, el absurdo que impregna su tragedia cotidiana es un síntoma. La actitud de Karl posee un núcleo paradójico de impotencia y rebeldía simultáneas. Sospecho que esto se aplica también al resto de los protagonistas de Kafka, y sin dudas es adjudicable al propio autor.
Kafka nunca visitó los Estados Unidos, y si bien se las arregla para describirlo como una maquinaria de tortura espiritual, indudablemente experimenta cierta fascinación con el potencial para el azar y la extrañeza que es capaz de albergar este país. La última sección de su novela: “El gran teatro integral de Oklahoma”, es una suerte de miembro apenas conectado con respecto al resto del libro. Karl encuentra finalmente una oportunidad de trabajo que le resulta deseable, en una compañía de espectáculos. Será un obrero, pero su ocupación al parecer será indefinida, dinámica. Creo recordar que Karl presiente una suerte de peligro, como que algo no encaja del todo en aquella promesa de espectáculo itinerante y su colección de rarezas. Situaciones raras y gente aún más rara. Pero, aun así, siente que está en el lugar correcto. Me identifico con su sentir. Han sido los momentos extraños y los personajes pintorescos los que han hecho soportable -y a menudo emocionante- mi experiencia en la America sin tilde. El homeless man por cuyos ojos vi pasar la intención de asaltarme en una salida del metro en Washington D.C., pero que apenas se acercó un poco y me dijo con tono casual: Can´t even afford crack these days, cuh. Visitar una guarida redneck en el suroeste de Florida bajo la promesa de un threesome y encontrar a los hijos adolescentes de una de las chicas y a sus abuelos consumiendo LSD al borde de una piscina a las 4am. Deambular toda una mañana por Cambridge, Massachussets, mientras pensaba para mis adentros “si la música de Phoebe Bridgers fuese una ciudad, sería esta”. La pelea con un exconvicto que intentó apuñalarme en uno de mis primeros trabajos -yo todo el tiempo pensando en cuánto se asemejaba lo que me estaba ocurriendo a la escena de un cuento de Jack London, sin poder recordar cuál.
Hacia el final de la novela, Karl se encuentra en un tren junto a su nuevo amigo Giacomo. Viajan hacia Oklahoma. Hasta ese momento Karl no se había percatado de cuán inmensa era America. Viaja incómodo, pero la grandiosidad y lo pintoresco del paisaje lo distraen. Casi seguramente se dirige de lleno hacia nuevas pruebas de dolor y decepción, pero mientras dure el viaje, él estará bien. Cuando se está en America, es mejor permanecer en movimiento.