Por José Lasaga Medina
Creían en lo que decían. Todos muestran una respetuosa deferencia hacia ciertos sonidos que cada cual y sus iguales pueden emitir. Pero con respecto a los sentimientos nadie sabe nada. Hablamos con indignación o entusiasmo; hablamos de opresión, de crueldad, de crimen, de devoción, de sacrificio, de virtud y nada sabemos de lo que hay realmente tras esas palabras. Nadie sabe lo que significa el sufrimiento o el sacrificio, excepto quizá las víctimas de la misteriosa intención de esas ilusiones Joseph Conrad, Una avanzada del progreso
Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Conrad desde el centro del mundo civilizado y Dostoievski desde su periferia, ponen en tela de juicio la bondad de los tiempos modernos y avisan: hay una forma de barbarie consustancial a la civilización, acaso más peligrosa que la barbarie del primitivo porque su poder es muy superior.
El corazón de las tinieblas[1] ataca dos mitos muy queridos por la segunda mitad del siglo XIX: el mito de la bondad de la naturaleza y el mito del progreso. Y los ataca confrontándolos en el personaje central, Kurtz, que resultará destruido justamente por dar cabida en su espíritu a ambos. Conrad sugiere en esta poderosa parábola que nada hay en los grandes principios civilizatorios que proteja contra la ominosa seducción de la selva. La naturaleza virgen deja de ser contemplada como objeto de belleza y exaltación espiritual para ser vista como el paisaje maligno que amenaza no sólo la salud física del hombre sino su salud moral: “la selva silenciosa que rodeaba este claro en la tierra se me presentó como algo grandioso e invencible, como el mal o la verdad, esperando a que pasara esta fantástica invasión” (p. 36). Se refiere a la invasión de los hombres blancos, aventureros, tenderos, hombres sin fortuna que han ido a expoliar el oro o el marfil que guarda la selva en sus entrañas. Son los “peregrinos” del progreso, honrados comerciantes que no se proponen otra cosa que propagar las “buenas costumbres” y hacer avanzar los límites de la civilización, si bien en ellos los principios de ésta apenas dan para formar una pátina superficial de “buena conducta”, y eso porque viven “bajo el sagrado terror al escándalo, la horca y los manicomios” (p. 86).
Conrad no se hacía ilusiones. Lo que vio en África no le permitió mantener esperanza alguna acerca de lo que era capaz el hombre “civilizado” una vez que desaparecían los sistemas de coacción que el Estado y la sociedad tejen, como una camisa de fuerza, en torno a él. Lo que constituye el “corazón de la tiniebla” que él percibió es justamente lo que puede desear y ejecutar ese corazón humano lejos de los controles externos de la civilización.
Los exploradores, predicadores y comerciantes que penetraban en la selva con la misión de ampliar las fronteras del progreso no se encontraron con una naturaleza amable y maleable a sus intenciones, una versión de sus ensoñaciones sobre paraísos perdidos, sino con “un demonio fláccido, pretencioso y de ojos apagados, de una locura rapaz y despiadada” (p. 36). Aquel demonio ha sido visto de nuevo en todas las empresas que la civilización ha emprendido allende sus límites. Fue visto por Francis Ford Coppola en la selva del Vietnam en su inolvidable Apocalypse now y puede darse por hecho que reaparece en todas las guerras; y en ocasiones también en operaciones de paz. De vez en cuando saltan a los medios de noticias sobre soldados de organismos internacionales en misiones de protección que se convierten en depredadores de aquellos a los que dicen proteger. Ese demonio fláccido, como todos los demonios, es una encarnación del mal: el mal como tiniebla en el corazón humano.
Conrad escribe en la época de los idealismos trasnochados. Ya se había comenzado a romper la fe en la civilización y el sacrosanto progreso ante el espectáculo de la rapiña codiciosa de los comerciantes y aventureros incitados por “las buenas intenciones” de ganar para el progreso a los pobres salvajes de África. Conrad lo resume impecablemente cuando al principio del Corazón de las tinieblas (1902) habla de “la alegre danza de la muerte y el comercio” (p. 33).
El Kurtz que retrata Conrad en esta novela, probo miembro de la “Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes”, viaja a África con la intención de hacer progresar la civilización. O eso cree. El personaje es algo más complejo que otros secundarios que pululan por la novela, como los “peregrinos” que en la cubierta del barco en el que Marlow trae de regreso a Kurtz disparan sobre la multitud de negros que se arremolina en torno al barco. Tienen en común dos cosas: creer en cierta visión depredadora del progreso en beneficio propio y estar huecos por dentro. Si la policía no está ahí para vigilar y los vecinos no acechan y murmuran, no podemos esperar responsabilidad moral, ni siquiera decencia, hacia esos nuevos prójimos de piel oscura. Este es el duro juicio que le merece a Conrad la sociedad victoriana, caminar por la ciudad ordenada “entre el carnicero y el policía…” (p. 86).
Hannah Arendt, en sus reflexiones sobre el imperialismo de la segunda mitad del siglo XIX, da por buena esta interpretación cuando señala el vacío moral que había en las entrañas de todos aquellos exploradores, comerciantes y aventureros que decían querer lo mejor para aquellos salvajes a los que había que tutelar y edificar en su propia casa. Primero llegaron los austeros administradores que Arendt describe como imbuidos de “los honestos, fervorosos y juveniles ideales de un moderno caballero andante de brillante armadura, enviado para proteger a pueblos inermes y primitivos”. Pero muy pronto, este tipo humano dio paso a otro que describe con una expresión de graves resonancias, “los hombres superfluos”, los bohemios de cuatro continentes que algunas décadas después constituirán la subclase social del “populacho”, los aliados espontáneos de los intelectuales resentidos que contribuirán a desplegar el totalitarismo alemán, como en el continente africano no dudaron en aliarse con los auténticos caballeros que huidos de la civilización no querían sino saciar su sed y jugar una partida sin fin, ignorando cualquier freno social[2].
El Freud que aloja en el inconsciente un instinto de muerte junto a Eros, y Conrad, nacido un año después que el médico vienés, coinciden en abandonar la creencia en el progreso indefinido del conocimiento y la moral (esa creencia es la espina dorsal de lo que se entendía y aún se entiende por civilización): la ciencia nos permitirá vivir cada vez mejor; el conocimiento de las nuevas ciencias sobre la sociedad humana irá poniendo fin a los conflictos entre los hombres, a la injusticia, a la desigualdad, a la insuficiente libertad.
Freud y Conrad coinciden en sospechar que la fe en el progreso pasa por alto algo desatendido, difuminado en el origen mismo del largo camino que desde la naturaleza ha emprendido la humanidad, pero que en el siglo XX se hizo notar, una presencia molesta que plantea preguntas difíciles de responder desde la fe en la Razón. La voluntad de Schopenhauer y el instinto de vida de Nietzsche iniciaron un trabajo de corrosión de los “fundamentos” de nuestra civilización. No se han extraído todas las consecuencias del desvanecimiento de la fe en la que se sostenía Europa, aunque Nietzsche acuñó la moneda que iba a correr de mano en mano: nihilismo. La brutalidad, primitivismo y crueldad que la Gran Guerra (1914-1918), desató inspiraron una visión de la naturaleza humana como la que propuso Freud en El malestar de la cultura (1930). Años antes, un médico húngaro puso de moda un nuevo miedo, Degeneración (1892) El evolucionismo darwiniano tolera tanto la interpretación de que las especies podían progresar como degenerar y desaparecer. La historia natural estaba llena de fracasos. Y en la historia humana cabía pensar que lo dejado por el progreso a su espalda, el hombre primordial, nunca se fue ni cambió, sino que persistió oculto en nuestro interior, configurado como un instinto poderoso y agresivo que solo encuentra su goce en la destrucción.
La imaginación literaria, suele suceder, se adelantó a la observación racional. Mediante una poderosa parábola, Conrad muestra que la educación y la cultura son un barniz superficial que no resiste demasiado la intemperie, en este caso, una intemperie que se manifiesta como la ominosa presión de la selva y de su silencio abrasador. Las sensaciones del viajero cuando se adentra en la masa informe que tiene delante, desembarca… “y en algún enclave tierra adentro siente que la barbarie, la más absoluta barbarie, le va rodeando; toda esa misteriosa vida de la selva que se agita en los bosques, en las junglas, en los corazones de los salvajes. No hay posible iniciación en semejantes misterios…” (p. 22). Siente, en suma, abominación ante el espectáculo pero Conrad matiza: fascinación en la abominación.
La novela se interroga sobre la resistencia que los instrumentos de la civilización tienen frente al poder disolvente de la naturaleza en estado puro, el hombre frente a la selva, el desierto o el océano. Conrad sugiere que solo si tienes algo dentro que oponer y desde donde resistir, puedes escapar a la fascinación, aunque no salir indemne, como le ocurre al narrador. Los “peregrinos” habían sucumbido antes de llegar. El tipo humano capaz de mantener la factoría funcionando en aquellas condiciones es descrito como un “hombrecillo trivial”; pero la pregunta que importa –dice el narrador– es: “qué podía controlar a semejante hombre”. Y añade: “Nunca reveló ese secreto. Quizá no había nada dentro de él. Tal sospecha le hacía a uno reflexionar, puesto que allí no había controles externos”. Quizá la civilización no sea sino eso: controles externos.
Ante la visión del “nuevo” Kurtz, “troquelado” por su experiencia en la selva, que había disuelto lo “que pertenecía a él” en “los poderes de las tinieblas” el narrador reflexiona sobre lo que queda de la “naturaleza humana” cuando la sociedad ha desaparecido. Kurtz es el hombre que, en medio de la más absoluta soledad, se mueve sin trabas, en silencio, sin oír voces que le digan lo que no debe hacer… El demonio de la selva había ahogado al demonio socrático que alguna vez habitó la civilizada conciencia de Kurtz.
Pero Kurtz no es un pusilánime o un enfermo. La primera descripción que llega a ojos del lector presenta a Kurtz como un prodigio: “Es un emisario de la compasión, de la ciencia, del progreso…” (p. 49). “Toda Europa contribuyó a hacer a Kurtz”. Ya el mismo aspecto de Kurtz resulta tan inquietante como la encarnación del personaje que años después asumirá Marlon Brando en Apocalypse Now (1979): “La selva le había pasado la mano por la cabeza y (…) quedó como una bola, una bola de marfil; le había acariciado y se había marchitado, la selva le había cautivado, le había amado, le había abrazado, había penetrado en sus venas, consumido su carne, y unido su alma a la suya, por medio de inconcebibles ceremonias de algún rito de iniciación demoníaca”. ¿Y por qué termina Kurtz viviendo en el corazón de las tinieblas? Porque la “Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes” le había confiado, muy acertadamente, la redacción de un informe que les sirviera de guía en el futuro”. El narrador asiste perplejo a la exposición que Kurtz hace de los propósitos y principios que inspiran el informe: “y al final de aquella conmovedora apelación a toda clase de sentimientos altruistas le deslumbraba a uno, luminoso y aterrador, como un relámpago en un cielo sereno: «¡Exterminar a todos los salvajes!»” (pp. 86-88).
La descripción a la vez física y moral que hace Conrad de Kurtz invita a pensar que el personaje estaba “poseído” por el demonio de la selva. Pero ese es solo un aspecto de la cuestión. ¿Hay una tesis sobre el mal en El corazón de las tinieblas? Yo creo que no. La novela se mueve, y es su privilegio, en tonos grises, evitando formular tesis con la rotundidad que corresponde a un tratado.
Rudiger Safranski en su ensayo El mal ofrece una interpretación de la novela en esta dirección: “lo salvaje precisamente en su vitalidad pululante muestra la contingencia absoluta”. “Contingente” es un término tomado de la teología tomista que significa lo opuesto a “necesario”. Solo Dios retiene la categoría de la aseidad, el ser que tiene la existencia como esencia. Los demás tendríamos la existencia prestada. Esa es la raíz de nuestra contingencia, que caducamos, que estamos destinados al no-ser, y aún peor, que siendo ahora, podemos dejar de ser en cualquier momento. Safranski se equivoca en su interpretación. Al sostener que el “mutismo [de la selva] rechaza todo sentido”[3] traduce “contingencia” por carencia de sentido. Pero carecer de sentido es una propiedad lógica, no metafísica, como es la contingencia y ni siquiera constituye un indicio de mal, a no ser que eso que guarda silencio tenga la obligación de decir. ¿Por qué tendría que hablarle la naturaleza al hombre? De hecho le habla pero no en el lenguaje que el hombre ha inventado en su largo exilio por la Historia. Safranski presume que el hombre tiene que estar acordado con la naturaleza. Pero, ¿es así? En una carta redactada por las mismas fechas que El malestar en la cultura Freud escribió a su corresponsal: “Personalmente siento profundo respeto por la razón pero, ¿lo siente la naturaleza? La razón es sólo una pequeña parte de la naturaleza y el resto parece arreglárselas muy bien sin ella”[4]. El tono irónico subraya el escepticismo de Freud en cuanto a las expectativas “humanistas” que espera que la naturaleza se dejará pensar en términos de algo parecido a la “armonía preestablecida”. La cuestión es: ¿por qué tendría que hablarle la naturaleza al hombre en un lenguaje que el hombre entienda, en su logos o razón? Sin duda le habla pero no necesariamente en el lenguaje que el hombre desea escuchar: los virus como significantes vacíos. Tampoco Conrad, más cerca de Freud en su aceptación de la contingencia como un factum de la vida humana y no como una “degradación” de la misma.
Ante el problema del mal no debe descartarse, de entrada, la hipótesis de que acaso esté en la naturaleza humana. Precisamente, el proyecto moderno de civilización puede haber aflojando los frenos y contramedidas que las religiones de la culpa y del pecado original establecieron a la voluntad humana. El mal al que se enfrenta Kurtz ancla en su propio vacío, no en el silencio o sinsentido de la selva, de la que se podría decir lo mismo que el místico dijo de la rosa, “que es sin porqué”. Conrad lo deja claro cuando, después de contar los indicios de locura, las cabezas cortadas como adornos en la cerca que rodea su cabaña, nada convenientes desde el punto de vista del comercio –“no reportaba ningún beneficio el que esas cabezas estuvieran allí”–, reflexiona sobre las razones de semejante desvarío: “Pero la selva lo había descubierto pronto y se había tomado en él una venganza terrible por la fantástica invasión. Creo que le había susurrado cosas acerca de sí mismo que desconocía, cosas de las que no tenía idea hasta que no oyó el consejo de esta enorme soledad; y el susurro había resultado realmente fascinante” (p. 100).
También Kurtz, como los peregrinos, estaba hueco por dentro: el susurro de la selva resonó tan fuerte en sus oídos “porque su corazón estaba hueco” (Ib.). Coppola hace que su Kurtz inicie el famoso monólogo diciendo: “somos los hombres huecos, somos los hombres rellenos [de paja]”; y culmine, como la novela, con la evocación del horror: “No existen palabras para describir el horror a aquellos que no saben lo que es el horror. El horror tiene rostros. Tienes que hacerte amigo del horror…”
Recordemos que Kurtz es presentado como un hombre moralmente superior al resto de los invasores. Mientras que los demás depredan lo que pueden, este cae bajo el hechizo de la vida salvaje: domina y es dominado. Es claro que Kurtz es pariente de la estirpe de los héroes demoniacos del Romanticismo pero presentado ya sin la aureola que le concedieron los poetas en los primeros lustros del XIX. Estamos más cerca de la “razón produce monstruos” de Goya o de las pesadillas dialécticas que describirán años después Adorno y Horkheimer.
¿Tiene Conrad algo con que defender al pobre ser humano ante tanta desolación? Sí. Por un lado el grave estoicismo del narrador es de alguna ayuda. Su pesimismo es mesurado: “La vida es una bufonada”, exclama Marlowe cuando quiere ocultar su superioridad moral ante los que escuchan su relato sobre el destino de Kurtz. Y añade: “esa disposición misteriosa de implacable lógica para un objetivo vano. Lo más que se puede esperar de ella es un cierto conocimiento de uno mismo –que llega demasiado tarde— y una cosecha de remordimientos inextinguibles” (p. 118). ¿De qué habla Marlowe? ¿De la razón humana, de la misma que describieron Descartes, Hume, Kant o Bentham, vista ahora como un oscuro dispositivo de autoconocimiento que llega tarde y encima fabrica dolor?
Creo que el verdadero contrapunto de Kurtz en la economía del mal es un personaje discreto, el más enigmático de la novela, el marinero ruso, vestido con un traje lleno de remiendos que le dan aspecto de arlequín. El personaje exhibe cierta simpleza espiritual y una ausencia de voluntad de poder que le preserva por igual de la mezquindad de los “peregrinos” y de la perversión de Kurtz. Surgido, como quien dice, de la nada, el narrador lo describe así: “Seguramente lo único que buscaba en la selva era espacio en el que respirar y por dónde proseguir su camino. Su necesidad era existir y seguir avanzando lo más arriesgadamente posible y con las máximas privaciones posibles. Si alguna vez el espíritu de aventura absolutamente puro, no calculador e idealista, ha dominado a un hombre, ese era este joven remendado” (p. 96).
El ruso no quiere cambiar nada ni redimir a nadie. En tal sentido se opone a la voluntad mefistofélica de Kurtz, encarnación de la vocación crítica y transformadora de la modernidad, que llega a la selva con una “misión”, la de salvar a los salvajes. Podría decirse que el arlequín ruso evoca la última metamorfosis de Zaratustra[5], cuando el león –símbolo de la crítica destructora—se transforma finalmente en el niño inocente que juega a la vera del mundo. También remite al príncipe Miskhin de El idiota (1869) de Dostoievski. Este Arlequín, como el de la Comedia del Arte, eternamente frágil y menesteroso, pero valiente y vividor, conoce sus límites y los acepta, el azar y el dolor forman parte de la condición humana, como la voluntad de poder y el oscuro pasado animal del que es imposible librarse, aunque sí mantener bajo vigilancia. El secreto de Arlequín quizá resida en tener poco y conformarse con ese poco. En su mundo las cosas valen por sí, al margen de la cantidad y de los criterios del mercado. Los peregrinos necesitan, y no digamos el rey Leopoldo II, las toneladas de marfil que arrancan con mucho sufrimiento ajeno a la selva. Arlequín se conforma con un poco de tabaco de pipa inglés.
[1] Cito por la edición de Alianza, Madrid, 1976. Doy la página a continuación de la cita.
[2] “Segunda parte: Imperialismo”, Los orígenes del totalitarismo, 252 y 257.
[3] El mal o el drama de la libertad, Barcelona, Tusquets, 2000, 190.
[4] M. Schur, Sigmund Freud, enfermedad y muerte en su vida y en su obra, vol 2, Barcelona, Paidos, 617.
[5] Así habló Zaratustra, “De las tres transformaciones”, 49 y ss. Madrid, Alianza, 1972.