Por Paul Claudel
Traducción David Noria
Dios mío, que me has conducido a esta extremidad del mundo donde la tierra no es más que un poco de arena y donde el cielo que has hecho nunca se oculta a mis ojos, no permitas que entre este pueblo bárbaro del que no entiendo la lengua, pierda el recuerdo de mis hermanos que son todos los hombres, iguales a mi mujer y a mi hijo. Si el astrónomo, con corazón palpitante, pasa las noches entre sus telescopios espiando el rostro de Marte con la misma aguda curiosidad que una coqueta estudiando su espejo ¿cuánto más que la famosa estrella no debe ser para mí tu más humilde hijo, hecho a tu imagen? La misericordia no es un don pusilánime de aquello que se posee en abundancia, es una pasión como la ciencia, es un descubrimiento como la ciencia de tu rostro en el fondo de este corazón que has hecho. Si todos tus astros me son necesarios, ¿cuánto más todos mis hermanos? No me has dado pobre que alimentar, ni enfermo que vendar, ni pan que partir, sino la palabra, que es recibida más completamente que el pan y el agua, y el alma soluble en el alma. Haz que la produzca de la mejor substancia de mi corazón como una cosecha que va brotando de todas partes donde hay tierra (espigas hasta en medio del camino), y como el árbol en una santa ignorancia, que él mismo no espera gloria ni ganancia de sus frutos, sino que da lo que puede. Y que sean los hombres quienes lo despojen o las aves del cielo, está bien. Y cada uno da lo que puede: uno el pan, y el otro la semilla del pan.
De Las cinco grandes odas