Por Olivia Rico
El sigilo de una vela en la eterna porcelana se consume, vibra, palidece similar a las antorchas del pétreo retiro a las fauces del mar, en una costa francesa. En la fachada rugosa del templo la llama se agiganta, o como entre llantos suspira a la faz de la intemperie, presa por los inmunes dedos de la sal. Cuando caiga la noche sobre los húmedos riscos y en la sala se escarchen los bordados, unas manos antiguas de muchacha encontrarán el fuego, la lumbre entre los dedos que mágicamente los provocan; mas las manos ya conocen el ardor y las cenizas y como dioses obedientes van palpando las chispas bermejas, que yo sólo he de ver en rostros de albas infinitas esculpidas sobre el muro reseco de una casa. Cuando en el esplendor de la aurora la muchacha pasee por las playas del musgo y de las perlas, bendecirá los puertos, los barcos, el verde, las muchedumbres destructoras, y en silencio despreciará el fuego de su casa: mas en mi Tiempo aquel ardor son las ansiadas cenizas de Pompeya, sólo las brasas ignotas de una vela enlutan las pupilas y sólo lo antiguo de los fuegos sigue siendo antiguo, desconocido y solemne como las campanas de viejas ciudades herrumbrosas. Y en la luz sin muerte de este cuarto contemplo las flamas impías del retiro en una costa, como sólo el lector moderno contempla las ruinas de Roma.