Por David Noria
Península de bronce, ofreces un saludo con tu mano que el persa desconoce detrás del mar que luce oleaje cano; un mar, si ayer efebo, hoy anciano. Las ruinas de Estagira asoman en tu costa y su muralla, que azul llanura admira, la guerra olvidó y la batalla, pero queda un recuerdo que aún ensaya. Sus calles, que hoy maleza recorre vencedora, un tiempo fueron a la naturaleza obstáculo honroso que erigieron los hombres, las mujeres, los corderos. Allí donde hubo vino fría lluvia se alberga desabrida, y donde sube el pino la casa se elevaba construida de una noble ciudad llena de vida. Y aquí que sopla el viento hubo un niño precoz que recorría aquel asentamiento con mirada que sólo inquiría la razón de la noche y del día, del pájaro su canto, de la nube los rayos y el trueno, del hombre triste el llanto, la historia y la lengua del heleno; esto y más observó desde pequeño. De simple realidad extrajo Aristóteles rotundo la universalidad. Pues dedujo de ti lo más profundo, un momento, Estagira, fuiste el mundo.