Por Ronald Abilio Noda
Ante las mutabilidades ha de reflejarse una imperturbable búsqueda de los hechos que encierran la formulación de unas realidades concretas. La totalidad es la aspiración del sustrato humano cuya apetencia conlleva la realización de las actitudes que exploran los sentidos de la espiritualidad. Y es que en la variación hay una naturaleza específica que tiende a hallar su finalidad y constitución en una misteriosa forma de unicidad que se filtra, esparce e inquiere entre los detalles de la cotidianidad. En esto hay una intuición que se ensancha en los límites de lo humano; el conocimiento traspasa las barreras de las cosas y en cierto modo humaniza sus elementos, pero lo inalcanzable traza las direcciones de un ascenso en retrospectiva que plantea la necesidad de encontrar algo en el fondo de todo acto. El conocimiento da acceso, pero más allá debe la humanidad ir tanteando, en un proceso de definición de una sustancia por sí misma endeble y a la vez eterna, los bordes de eso que debe clarificar.
La experiencia en las Artes debe hallarse en la interacción de lo oculto y aquello que se desborda desde lo oculto para significar toda arbitrariedad de la vida, ha de percibirse la prolongación de los hechos artísticos como una existencia completa en las posibles formulaciones de la historia. No hay en la conciencia de la humanidad más que un motivo para actuar, el origen de su propia condición que transforma las especificidades en vías de acceso a una posición verídica de lo inalterable. Ahora bien, el hecho artístico o poético ha de ser la consumación de las fuerzas que se devoran ante la vista de un objeto determinado, ha de reestructurar una serie de relaciones y hacerse comprensible dentro del conjunto de lo extraordinario de las cosas más comunes. La figura del artista, al menos como se considera mayoritariamente en la actualidad, no es más que una fabulación insidiosa de aquellos a quienes concierne una tecniquería estrafalaria cuya máxima aspiración es subvertir un orden dado. Considerando que no hay ordenes que subvertir, sino únicamente la materia primitiva que se envuelve a sí misma como una visión que desde lo interno va royendo algunas luminosidades expuestas en la experiencia, debiera el artista, y también el filósofo, revelarse en su calidad de artífice, en ese espectro de emanaciones que reconducen a la estabilidad primera. No hay configuraciones de una época que logren rebajar las inclinaciones de la temporalidad total y en esto se encuentra la única certeza verdaderamente legítima. Del mismo modo que al mundo le es inherente una estructura poética, al hombre le ha sido dada la capacidad del estupor, de vislumbrar la gloria desde las minucias de su posición, algo que ha de buscarse en medio de la absoluta brutalidad sin ningún asidero, de modo que la desolación vaya creando una monumentalidad que se refugia en aquellas formas de lo fugaz para restablecer los vínculos universales de la cultura. Erial pretende esta búsqueda y no las posibles razones de una manifestación dada, ni convertirse en un actor más del juego superficial de las formalidades, las susceptibilidades y las variantes sociales de la creatividad “rupturista” y exhibicionista. Creemos que hay algo que hacer, una prolongación de la expresividad de nuestra especie, un adentramiento en la originalidad de las cosas y una consumación de las competencias creadoras en la vitalidad perenne.
La encarnación de lo universal es la materia que sustenta todo desarrollo, de ahí parte el sentido de los movimientos y en suma es la condición de las alternativas superpuestas, la forma global de las interacciones poéticas, o mejor dicho de las estructuraciones del mundo. Nada es absolutamente ajeno a ciertos destellos de una voluntad ignota que se entrega sin ninguna vacilación a las turbulencias y calmas de la vida. En parte deseamos vislumbrar algún pequeño atisbo de certidumbre y colocarnos en medio de los flujos de la expansión cronológica interna y externa. Somos conscientes de la ardua e inquietante labor que significa adentrarse en la vastedad de las consecuciones universales, pero también sabemos que únicamente de este modo podemos traspasar las veleidades que se imponen y desplazarnos hacia el englobamiento de los significados de lo que existe. La cualidad que nos ha sido dada como raza es precisamente la de elaborarnos en una vertiginosa cúspide invertida, el mismo objeto infernal es la clave para el establecimiento del paraíso. Es la laboriosidad, por tanto, una virtud inherente al desarrollo de la espiritualidad de una civilización, todo lo advenedizo carece de ella. De tal modo ha de confiarse en la dureza de lo informe y en la pequeña tenacidad de aquellos que aspiran a intentar corregirlo y entregarse al ensanchamiento de lo universal. Por otra parte, han de ser las artes una correlación de las intuiciones del hombre, una manera de observar la estructura de las relaciones factuales. La ciencia extrae, por decirlo de algún modo, lo esencial y con ello se permite describir lo natural en un intento de focalizar todas las vertientes de un objeto, pero el descubrimiento poético solo en parte focaliza todas las vertientes, pues debe la esencia poética de las cosas desdoblarse en una cantidad infinita de sucesos que se diluyen desde el nombramiento hasta la aprehensión. La ciencia nos es indispensable en cuanto satisface nuestra necesidad de lo objetivo, pero en el hecho artístico lo objetivo es una potencia emanadora de todas las necesidades en torno a los vínculos escalonados del mundo. La sensiblería es uno de los mayores vicios que ha acompañado a la tradición literaria, es el edulcorante con que se pretende engañar el apetito de la extrañeza y de ese traspaso de las realidades profundas del ser; el origen de esto es una pregunta mal enfocada por las variables de la moralidad. Del mismo modo que la sensiblería engendra la terrible plaga de las pseudociencias así mismo niega por naturaleza propia el hecho artístico. Creemos en la emoción, o sea la formulación objetiva de la experiencia en una obra artística o literaria, y tratamos de evadir, en su mayor parte, las muestras de emocionalismo. En esto dispone Erial un sentir que entraña la salida progresiva de las cosas, la determinación humana de la trascendencia.
Cierta expresión de la vanidad neciamente estática de las escuelillas de pensamiento, literatura y arte nos habla de deconstrucción y de paradigmas, de hegemonía y de alternativas, de pastiche o renovación conceptual. En ninguna medida estos términos favorecen la incisión profunda de la naturaleza de un objeto, en nada contribuyen al establecimiento de una crítica eficaz, fuera de ser una indagación de unas débiles variables sociológicas. El crítico debe constituirse en medio de captación de las disímiles vinculaciones de la materia artística con su trasfondo universal, ha de ser codeudor de los estímulos originales de la sustancia en la que se adentra, ha de crear una autonomía del pensamiento en la espesura temporal del acto mismo que le es inherente. El historicismo es el gran fallo de la crítica filológica, una muestra de que se desconocen las verdaderas potencialidades de la historia, es decir, el flujo hacia la simultaneidad se rompe en una débil comprensión de unos hechos que se siguen de forma más o menos escalonada. Este fallo tiene sus implicaciones, ha deformado la obra de arte en un adherente de las manifestaciones de un grupo social específico, ha clasificado elementalmente, en un orden progresivo, cosas que son inclasificables y ha puesto un velo sobre los valores reales de las obras. Ya sea una sinfonía de Mozart o una ópera de Britten, la Divina Comedia o un poema de Wallace Stevens es necesario una imbricación con las expresividades, la cohesión de un sentir que traspasa una época determinada engendrando las expresividades simultaneas como un ascenso de la universalidad al principio rector de la factualidad artística.
Desde las cuevas de Altamira hasta el poeta de la Ilíada, desde el emperador que construyó la gran muralla y ordenó quemar los libros hasta Wang Wei, el precio de lo humano es un sacrificio de la subsistencia natural en el inicio de un método de escalonamiento frente a un tipo de horror. La vaciedad debe llenarse en vías del humanamiento de la especie, la cultura debe soportar la expiación de sus elementos más fértiles para un retorno al principio cosmogónico. La ordenación perpetua es el último fin del hombre, aunque para ello tenga que valerse de todas las herramientas del azar y del caos. Cuando Heráclito en algún paseo recomendaba a los efesios el alegre camino de la horca, o Julio César meditaba en una cena ilustre sobre una estrategia elegante y sencilla que le permitiría ganar adeptos entre los buenos ciudadanos estaban viviendo algo, quizás deberíamos llamarlo destino epocal, que no adquiriría nombre hasta unos milenios después de su muerte, la cultura que les era congénitamente entregada sería nombrada, en una paradójica enunciación, Modernidad. Y es este mundo moderno el que se fracturó en el emplazamiento de unas dignidades y el que paralelamente se hizo acto común en sus características más extraordinarias. Contra él se deshizo una buena parte del pensamiento filosófico en un intento desesperado de dejar atrás precisamente aquello que era la razón del centralismo del hombre. La postmodernidad buscó la efemeridad como causa última, negando precisamente el sentido de lo efímero en toda su sustancialidad. Esto que era verdaderamente una paleomodernidad debido a su retroceso en el conocimiento de los principios organizativos significó el opacamiento de la razón en la verborrea simplista de una comedia que aspiraba ser eterna.
No hay ciclos ni eras que se abren o cierran, solo existe la expectativa ante el trasfondo cuya expresión nos embarga de las maneras más diversas. Erial no pretende iniciar ni terminar nada, eso se lo dejamos a los embaucadores cronológicos y anatomistas. En poco deseamos contribuir, renovar, alcanzar determinado estatus. Disponga el lector como mejor le plazca de las siguientes páginas, esperamos que pueda distinguir entre las cosas y el ocultamiento de la realidad.