Por Olivia Rico
Ya yo también estoy entre los otros que decían mirándonos con aire de tan fina tristeza, “vamos, jueguen”, para apartarnos. Fina García Marruz
Debo estar entrando a una ciudad de la que el regreso no es seguro; han de estar abriéndoseme sus puertas, sus oscuras paredes erigiéndose. Han de ser brumosos y hostiles sus paisajes como los páramos, las montañas, los desiertos de patrias distantes y glaciales. Pero han de ser brillantes, titilantes, las voces que ya se escuchan desde fuera como se atisban los muros carcomidos de casas antiguas y llameantes a lo lejos. Han de verse los nombres hinchados de recuerdos y sonido; ha de verse el genio majestuoso –Genio–; ha de oírse la música y tocarse el círculo del Tiempo; y ha de verse tan grande y límpida mi sombra, como ha de ver, posada ya en la tierra, el ave la de su divino cuerpo poderoso y torcido en el sueño de las sombras. Sobre la mesa dejo un lápiz y un sonido y una tinta. Sobre la tarde cae un Lunes y otra Luna su cuerpo de carbón neonato orbita. Sobre la madera dorada cierro un libro cuya luz a contraluz es polvo, y pienso en la espera que no es más que la mañana, pienso en el miedo que no es más que la mañana y siento el peso difícil de la Nada –que es un líquido denso, turbio entre las cosas– y no hallo en él mi rostro. Debo estar entrando en el bullicio en que ya nada es inconsciente, en el esplendor de los amigos, y las manos y los tiempos, y una historia, una visita, un momento en el sitio rumoroso. Debo estar entrando en el espacio en que ya se está rodeado por los otros, el espacio tan temido y tan querido finamente, el espacio del caos presuroso de jóvenes letrados tan altos en sus cumbres; y una vez allí, cercada de murmullos, alguien gritará: ¡pero tan joven!