Por Carlos Ávila Villamar
Aquellos que sobrevivieron recordarían a menudo estos horrores con un cierto toque estético. En aquel fantasmagórico florecer micoidal del amanecer como un loto maligno y en el derretirse de sólidos hasta entonces creídos incapaces de tal derretimiento se erguía una verdad que silenciaría toda poesía por mil años. _ De niña ella inventaba juegos que incluso entonces a él le costaba seguir. Le hacía subir a la buhardilla donde en años venideros y al menos durante un tiempo plantaría cara a un mundo hasta entonces desconocido. Se sentaban en cuclillas bajo el alero y ella le tomaba la mano. Decía que estaban destinados a encontrar algo que se les ocultaba. ¿El qué?, preguntó él. Y ella le dijo: Nosotros. Lo que nos están ocultando somos nosotros. Cormac McCarthy
En diciembre de 2022, a sus 89 años, Cormac McCarthy hizo una confesión en una rara entrevista con Lawrence M. Krauss. Es ya curioso que la entrevista se produjera tras la publicación de El pasajero y Stella Maris, sus últimas novelas, y que McCarthy apenas hablara de estas. Prefirió hablar de matemática y de física. Dijo que prefería la ciencia a la literatura, y que, en última instancia, si algo podía sobrevivir en la memoria de la humanidad era la ciencia, no la literatura. Esta afirmación debe estremecernos si consideramos dos factores. El primero, que McCarthy probablemente sea el mejor novelista vivo dentro de la lengua inglesa. El segundo, que el mundo contemporáneo parece gritarnos a la cara todo el tiempo que es ese el caso. Algo nos hace negar la veracidad de ese secreto a voces que es que la escritura no tiene ningún privilegio especial con respecto a otras actividades humanas (“Sí, la belleza promete cosas que la belleza no puede cumplir. Lo he visto muchísimas veces”, dice sabiamente la abuela de Bobby en El pasajero). Se ha escrito muchísimo sobre la “importancia” de la literatura, se han escrito de hecho textos excelentes defendiendo su necesidad y por tanto su carácter trascendental, sin embargo, Cormac McCarthy le da la razón a la hipótesis más decepcionante, a una hipótesis que parece anularnos. La pregunta está formulada en la boca de uno de los personajes de El pasajero: “Pero el quid de la cuestión es: ¿somos los últimos de un linaje? ¿Seguirá habiendo niños que abriguen un deseo por algo que ni siquiera aciertan a nombrar? El legado del mundo es una cosa frágil aun con todo su poder”. Y dice Alicia en Stella Maris: “Miras todos esos nombres y el trabajo que representan y te das cuenta de que en comparación los anales de la literatura y la filosofía actuales son un erial”.
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“Dios no sabe ni sumar dos más dos. Él solo tiene a mano el cero y el uno. El resto somos nosotros”, frases como esta, de un misterio heracliteano, me hacen notar que Alicia Western es uno de los más formidables personajes que haya creado McCarthy (al lado del Juez Holden y Anton Chigurh). Una prodigio en desgracia (“Ignoraba desde luego que la palabra «prodigio» viene del latín y significa monstruo”). Digamos que las novelas El pasajero y Stella Maris se hacen bastante extrañas en su obra (los personajes de McCarthy, normalmente austeros y reservados, finalmente hablan). Su gran tema podría ser la explicación oculta de la realidad, que solo puede estar fuera de la realidad. La insuficiencia de la física. La indiferencia que la matemática parece sentir por el mundo. La locura. El amor en su sentido más sagrado. Yo sencillamente no estaba preparado para comprender de golpe que eran no solo las últimas, sino (en su conjunto) tal vez las mejores de las novelas de McCarthy. Una descripción sofisticada de las dos probablemente haría una variación de lo que decía David Foster Wallace de La amante de Wittgenstein, el libro de David Markson: que en términos de lenguaje era lo más cerca que se podía estar de la representación de un mundo bajo las leyes del Tractatus. Pero en términos de impacto en mi sistema nervioso yo preferiría describirlas como un cáncer emocional.
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Una posible lectura. El pasajero intercala episodios de la temprana esquizofrenia de Alicia con la historia de su hermano Bobby, las carreras de autos, el buceo, su errar sobre la tierra, que cada vez se va pareciendo más al fluir paranoico de un sueño, donde todo lo que se ama o se conoce va desapareciendo. En Stella Maris Alicia revela que Bobby sufrió un accidente en una carrera y que tiene muerte cerebral. Se abre la posibilidad de que todo lo que le pasó después (lo que leímos en la otra novela) ocurriera en un mundo cerrado en degeneración. Y a su vez las conversaciones de Alicia con su terapeuta en Stella Maris son imposibles: ya ella ha muerto también. Stella Maris está hecha de diálogos precisos, que levitan fueran del espacio y el tiempo. El pasajero es una narración abierta, incompleta. La verdad de la primera novela está fuera de ella. La segunda novela quiere existir por sí misma. La novela de Alicia es a la de Bobby lo que la matemática a la física. Ambas son salvajemente solipsistas. Tratan de mundos que no pueden llegar a ensamblarse. Que se tocan por instantes devastadores. Es la a la vez la más tierna de las novelas de McCarthy (“¿Usted no jugaba al cielo cuando era niña? ¿A vestirse con sábanas y eso?”). El impertinente Chico Talidomida, supuesto producto de la mente de su hermana, visita a Bobby al final de El pasajero. En el último capítulo de Stella Maris el terapeuta avisa a Alicia de que se ha acabado el tiempo. Ella inesperadamente le pide que le tome la mano. El terapeuta confundido le pregunta por qué. “Porque es lo que hacen las personas cuando están esperando el final de algo”, responde ella.
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El Chico (que como un dibujo animado tiene los dedos de las manos sin distinguir, a modo de aletas) monta infantiloides e involuntariamente bizarros espectáculos con los otros seres o cuasi seres que se esconden y se aparecen (“Números de vodevil. Chautauquas. Que luego nunca aparecían. Cosas como Los Gitanos de Poughkeepsie. O un número de varietés cuyo protagonista era el Pollo de Worcester. Próximas actuaciones que nunca se producían. Y si yo sacaba el tema él se ponía a deambular por la habitación gesticulando con sus aletas”). El objetivo del Chico es distraer a Alicia. Intenta frases afiladas usando términos que no entiende. Se mete en callejones sin salida lógicos. Evita dejarla sola. Trata de salvarla. La ingenuidad del Chico contrasta con la dolorosa lucidez de Alicia. Que es una lucidez trágica, porque le permite ver dónde están los límites (“La inteligencia verbal solo nos lleva hasta un punto. Allí hay una pared, y si no comprendes los números no ves siquiera la pared”). Supongo que así ve McCarthy a la literatura y a las artes. Como los espectáculos fallidos que nos produce el inconsciente para que sobrellevemos el estar vivos. Así ve McCarthy a sus propios libros. Piadosas alucinaciones que nos dan la mano mientras algo terrible acecha (“bajo el meollo de la realidad subyace un profundo y eterno demonium. Esto lo entienden todas las religiones”). “¿Por qué a la gente no le interesa más la ciencia?”, le pregunta el terapeuta a Alicia. “Le tienen miedo. Hay incluso personas cultas que prefieren el delirio”, contesta.
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La idea de McCarthy de la intrascendencia de la literatura al lado de la ciencia puede en apariencia ser tachada de arbitraria. Se puede argumentar que en un terreno como este no existe tal cosa como una verdad absoluta, y que se trataría sencillamente de una opinión incómoda. Pero sospecho que sí estamos impulsados naturalmente a creer en la posibilidad de una cosa cercana a la verdad, y que cuando decretamos que no existe la verdad es porque no nos gusta, del mismo modo en que algunos partidos políticos niegan la propia existencia o la posibilidad de la libertad justo en los momentos en los que no quieren darla. El gran problema, en resumen, está en que si fuera cierto que la literatura no es necesaria se trataría de una verdad bastante poco atractiva. Pero como también dice McCarthy en la entrevista, la belleza o la elegancia rara vez tienen que ver con la verdad. Las teorías físicas más elegantes suelen ser falsas (salvo unas pocas y notables excepciones). La física es imperfecta, inconclusa y asimétrica. De hecho, la matemática es una especie de refugio ante la sobrecogedora imperfección de la física (la matemática, como la literatura, es para los que prefieren la belleza a la verdad, nos dice McCarthy en la entrevista, y el Chico le dice a Alicia: “En alguna parte anotaste al margen que cuando pierdes una dimensión has renunciado a todo derecho a la realidad. Salvo a la matemática”). La literatura, la matemática, la religión, la música, no superan jamás el golpe de que nuestro mundo sea imperfecto, y tienen que crear otro, en cuyo abismo habitamos y murmuramos. Quizás el principal problema intelectual de Alicia sea que la matemática tarde o temprano tiene que someterse al diálogo con la verdad empírica, es decir, al diálogo con la física.
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Recuerdo haber tenido hace años una discusión con un amigo que estudió física nuclear. Yo era partidario de lo que podría llamarse la doctrina determinista, es decir, yo defendía la inexistencia del azar, creía que de una manera u otra el mundo era predecible, y que si no podíamos predecirlo se debía únicamente a nuestras enormes incapacidades como especie para medir la naturaleza y entender sus leyes subterráneas. Mi amigo argumentaba (desde sus propios conocimientos de la física) que las leyes que se aplicaban a la realidad inmediata no eran cumplidas por las partículas, y que las partículas eran, por así decirlo, impredecibles, y que por tanto desde ese punto de vista el azar sí existía. La física del siglo veinte (no solo la famosa teoría de la relatividad), lejos de mostrar que había una armonía secreta en la naturaleza, al parecer demostraba lo caótico e infinitamente complejo del universo (el “profundo y complejo demonium”). Esta impresión es contraintuitiva, pero cada vez me inclino más a pensar que mi amigo tenía razón. El determinismo es la tiranía de la causalidad, y nada más hay que leer lo que escribieron Hume y Kant sobre la causalidad para desconfiar de ella.
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La afilada relación entre literatura (elegancia) y ciencia (verdad), que fue el tema central de la entrevista de McCarthy, remite quizás a otra anterior: la relación entre arte y naturaleza. Ha habido muchas maneras de entenderla. Una idea posible, aunque obsoleta, es pensar el arte como imitación de la naturaleza. Según esta idea la calidad de una obra de arte está en la fidelidad con la cual reproduce la naturaleza. Más interesante es creer, por otro lado, que la literatura y las artes cultivan gustos inmanentes, naturales, puros, que ya se encuentran dentro de nosotros, y que en cierta medida son naturaleza (luego hablaremos al respecto). Otra idea es que apreciamos la naturaleza gracias al arte, que las pinturas que hemos contemplado del mar embravecido han determinado la forma en la que contemplamos un mar embravecido, y que por tanto más bien podría decirse que la naturaleza imita al arte. Una variante todavía más intrépida está en creer que la verdad no se halla en una correspondencia entre lo que pensamos y lo que comprobamos con nuestros sentidos, sino que se desoculta en el reino autónomo de la poesía o la pintura. La verdad de la ciencia no tendría mucho que ver con la verdad del arte, en todo caso. Estaríamos usando la misma palabra para conceptos distintos, pero ambos conceptos, no hay duda, descansan sobre un mismo suelo: el de que para sobrevivir debemos distinguir la falsedad de la veracidad, sea lo que sea que signifiquen ambas cosas. Para sobrevivir debemos distinguir si un vendedor está mintiendo sobre lo que vende, si aquel con quien hacemos un pacto de paz se propone cumplirlo, si es posible o no que pase un huracán sobre un campo. La especie humana tiene incorporada la noción de lo falso y lo verdadero porque sin ella no habría sobrevivido. Y ciertamente, la verdad científica parece más efectiva a la hora de tomar decisiones de supervivencia. Si la humanidad sigue existiendo dentro de cien años, en buena medida habrá sido posible en tanto haya conservado y perfeccionado la suma de conocimientos científicos que han permitido su supervivencia (cuando hablamos de ciencia nos remitimos a su etimología: conocimiento, y no a su acepción positivista moderna). La Biblioteca de Alejandría ardió múltiples veces hasta desaparecer, pero la humanidad siguió existiendo porque al menos se salvó (en otras bibliotecas, en unos casos, pero más a menudo en la oralidad) el conocimiento de en qué estación debía cultivarse cada planta, cómo se extraía el yerro de la tierra, conocimiento que hoy día podríamos llamar tecnológico-científico. Es cierto, nada garantiza que la humanidad siga existiendo en los próximos siglos, pero bien podría decirse que si lo hace será a causa de un concepto de verdad que está en la correspondencia entre lo que pensamos y lo que comprobamos con nuestros sentidos. En buena medida, podría decirse que la verdad científica preexiste a la humanidad. La pregunta es si el arte, o más específicamente la literatura, preexisten a la humanidad, es decir, son algunas de sus condiciones, o si son simples accidentes. ¿Preexisten los números a la humanidad? Alicia regresa una y otra vez al platonismo de Gödel, quien creía que “los objetos matemáticos tenían la misma realidad que los árboles y las piedras”.
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El pasajero narra una sobrevida, la de Bobby sin Alicia. Stella Maris narra otra: la de Alicia sin Bobby.
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Tal vez la semejanza que sin quererlo encontramos entre arte y naturaleza se deba a que las ciencias que nos resultan más accesibles sean las que estudian los animales, las plantas o los cambios en la corteza terrestre, y no tanto la física. “Está bien decir que la razón de que no podamos comprender del todo el mundo cuántico es porque el hombre no evolucionó en ese mundo. Pero el verdadero misterio es el que obsesionó a Darwin. Cómo llegar a saber cosas que no tienen un valor de supervivencia”, dice alguien en El pasajero. Vemos con facilidad patrones en la forma de un caracol (la proporción áurea), pero no sabemos lo suficiente de física como para entender los quarks que componen el caracol. Si la naturaleza que percibimos inmediatamente con los sentidos fuera como la física cuántica nos costaría más trabajo decir que el arte imita la naturaleza, o que la naturaleza imita el arte. No creo que nada de esto sea azar. Nuestros sentidos han evolucionado de la mano con nuestra capacidad estética, y del mismo modo en que podemos afirmar que hay belleza en el color verde de un bosque, podemos también afirmar que los bosques que contemplaron nuestros antepasados y a los cuales se adaptaron sus ojos sobreviven en el color verde. Nuestra capacidad estética natural (con la que nacemos) es lo más parecido que tenemos a un conocimiento heredado, umbilical, es un mapa que nos ha dejado la selección natural para que salgamos al aire libre en los brotes de primavera, temamos a las fieras durante la caída de la noche, nos reproduzcamos y cuidemos a nuestras crías, sin otro fin y sin otra ley (la ley es el fin, el fin es la ley) que la multiplicación del genoma. La belleza es la ciencia (conocimiento) que nos ha dado la naturaleza (la belleza es la antigua verdad de la naturaleza). La ciencia, lo que llamamos ciencia usualmente, es por tanto la imitación cultural (dígase adquirida, aprendida a posteriori) de la belleza natural. La física (la física constituye la ciencia más profunda, porque solo ella explica a las demás) es nuestra rebelión contra una verdad genética que ya no nos sirve, y en la que constantemente desconfiamos. ¿Qué es entonces el arte? Al contrario de rebelarse contra ella, el arte juega con la verdad natural, al final se somete a sus leyes (e incluso se atreve a reinterpretarlas y ponerlas al límite), pero solo para experimentar placer. La relación entre arte y verdad es la misma que hay entre sexo por placer y procreación. El arte y el sexo por placer resultan cuanto menos imperfecciones, burbujas inútiles en la ciega maquinaria evolutiva. Si existe algo así como una verdad del arte sería un regreso (por más que se alargue el camino) a nuestra fe en la verdad natural, la verdad de nuestros sentidos. El arte es el regreso a la infancia de nuestros sentidos, y por tanto todo arte es nostálgico, porque nos hace volver a sentir confianza en lo que se presenta ante nuestros ojos. Eso es, en definitiva, lo que hace una buena pintura. Pero a diferencia de otras artes la literatura no parte, según parece, de la experiencia sensorial. Lo cierto es que la literatura como la conocemos es el imperio que la poesía ejerció sobre otras formas de escritura, y la poesía es otro nombre de la música, que sí constituye una experiencia sensorial (tal vez sea la música la más misteriosa de todas las experiencias sensoriales). La literatura empezó siendo música, y el pecado original de la literatura es haberle agregado palabras a la belleza pura de las notas y de los ritmos. Una vez que el lenguaje (la herramienta cultural por excelencia) contaminó la belleza natural se engendró un monstruo, una criatura sublime pero maldita. Porque el juego que hace la literatura depende mucho menos del mapa estético con el que nacemos que otras formas de arte (y aun así depende: no solo porque las frases siguen poseyendo ritmo y sonoridad, sino porque hay una huella oculta de lo sensorial en el lenguaje, que a menudo no se muestra hasta que no se hace un exhaustivo rastreo etimológico). El lenguaje es indisociable del conocimiento adquirido (que existan unas palabras y no otras ya prueba que hay un conocimiento que se está transmitiendo de padres a hijos). Dice Alicia en Stella Maris que el inconsciente humano tuvo que espabilarse cuando el parásito del lenguaje se propagó entre nuestros antepasados. Que de hecho el cerebro nunca se adaptó del todo a esta presencia intrusa. No tuvo tiempo de hacerlo, y todavía sufre las consecuencias (“Al final este extraño código nuevo habrá sustituido una pequeña parte del mundo por lo que se puede decir de esta”). Supongo que McCarthy ha estado al tanto de las teorías de Daniel Everett. Es un hallazgo formidable para los seres humanos que podamos jugar con el conocimiento adquirido del mismo modo en que la pintura juega con las intuiciones prenatales del color o que la música juega con las intuiciones prenatales del tiempo (o que la cocina juega con las intuiciones prenatales del gusto, o que el sexo por placer juega con las intuiciones prenatales de la procración). Lo que distingue a la literatura de otras formas de arte es que juega a encontrar la verdad científica, su placer yace en la sensación de un descubrimiento. Un aforismo nos enseña una verdad de la vida que rara vez tendrá utilidad práctica. La literatura es una ciencia (conocimiento) a la que no le interesa la ciencia, es una ciencia en falso.
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Hay otra sombra, además de la del incesto, que se cierne sobre ellos. Bobby y Alicia son hijos de un científico que trabajó con Oppenheimer en la fabricación de la bomba atómica: “La piedad es dominio del individuo en solitario. Existe el odio colectivo y existe la pena colectiva. La venganza colectiva e incluso el suicidio colectivo. Pero no existe el perdón colectivo. Estás tú solo”.
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Los destinos de Bobby en El pasajero y de Alicia en Stella Maris se complementan. Ambos optan al final por el aislamiento, embisten la soledad. Bobby desde la escritura en un sitio que parece el mundo ya sin humanidad, no tan distinto del de David Markson en La amante de Wittgenstein (“el último pagano sobre la faz de la tierra, cantando en su jergón a media voz en una lengua ignota”). Alicia desde la elección voluntaria de la muerte (“me envolvería en mi manta y vería cómo los huesos se dibujaban bajo mi piel y rezaría para poder ver la verdad del mundo antes de morir”). Después de leer a McCarthy queda esta sensación de vacío profundo porque ya no hay nada que se pueda decir, no hay más ideas que articular. Solo notas inconclusas, balbuceos. Chispas agonizantes después de la extinción de un sol oscuro.
PD: Este ensayo fue publicado en Erial el 22 de mayo, poco antes de la muerte de Cormac McCarthy (13 de junio de 2023). La noticia me ha sorprendido, pero debí haberla previsto. McCarthy estuvo trabajando en las novelas El pasajero y Stella Maris durante décadas. Es evidente que puso en ellas un esfuerzo inimaginable para la mayoría de nosotros. Cuando se termina un proyecto de esta magnitud a los ochenta y nueve años se debe saber, con profundo desconsuelo, que ya no hay tiempo para emprender otro. Se debe saber con certeza que eso ha sido todo y solo queda el vacío y la espera. No creo que haya habido coincidencia. Terminar las novelas mató a Cormac McCarthy. O dicho de otra forma: de una manera muy literal, escribirlas lo mantuvo con vida…