Por Janna Malamud Smith
Traducción Carlos Jaime Jiménez
Cuando tenía diecisiete años, leí Mientras agonizo, la novela de William Faulkner, acerca de una familia pobre del sur americano. Como quizás recuerden, el chico más joven, Vardamon, captura un gran pez el mismo día que su madre muere, y traspasado por la emoción del momento, en su mente la identifica con el pez que ha atrapado. Los asistentes al funeral cocinan y devoran a la criatura muerta. “Mi madre es un pez”, comienza repetir para sí mismo, un mantra enloquecido que- en medio del caos luctuoso y la incompetencia de los adultos a su alrededor- se convierte en su faro, en la historia rara y esperanzadora que se narra a sí mismo.
Tan pronto como leí esta frase, la hice mía. “Mi padre es un libro”. El paralelo era obvio…y aún así placentero. Sabía que contenía algo aún más serio en su interior, pero no tomé en consideración qué podría ser exactamente. Y mientras que en el transcurso de treinta años, continentes enteros de conocimiento- por ejemplo, prácticamente cualquier otro detalle de la novela de Faulkner- han desaparecido de mi cerebro, esa frase ha permanecido.
Mi padre real, Bernard Malamud, no el libro, murió en 1986. Algo extraño acerca de tener un padre escritor es que ellos no mueren de la misma manera en que todo el mundo lo hace. Ciertamente, existe la similitud con cualquier amor perdido, la forma en que el sufrimiento te desgarra y vapulea, hasta que comienzas a recuperarte lentamente. Pero a diferencia de otra gente, los escritores fallecidos están muertos y a la vez no lo están. La carne se pudre y las palabras permanecen. Lees una página, y es como si hubieses encontrado una parte de ellos, separada del resto, que aún tiene pulso y se mueve. Es desconcertante -como la voz de un muerto mantenida demasiado tiempo en la máquina contestadora; su mejor virtud es proveer una suerte de compañía escalofriante. Aún más, llegas a pensar que es esto a lo que siempre aspiraron. Lo no esencial se ha evaporado; la gloria de la mente permanece.
Con lo cual también quiero decir que mi padre frecuentemente se sentía incómodo con la realidad material y un tanto caótica de su vida. Creo que, en ocasiones, también prefería verse a sí mismo como un libro. Sé que durante su niñez se sintió humillado por el comportamiento errático de su madre, Bertha Fidelman, quien padecía de esquizofrenia. Y por esa razón, entre otras, cuando se hallaba acompañado, a menudo actuaba con demasiada cautela y formalidad. Si bien era gracioso y disfrutaba de socializar, uno tenía la sensación de que se sentía inseguro acerca de si una observación hecha de manera espontánea pudiera sugerir algo inaceptable o fuera de lugar. No solo eran sus padres judíos pobres emigrados de Rusia que apenas hablaban inglés y fueron incapaces de guiarlo durante su crecimiento, sino que además su madre estaba demente. Cuando le pregunté al respecto, me describió haberse sentido amado, pero, aun así, cuando estaban juntos en la calle, ella mal vestida, sombrero chillón encasquetado en su cabeza, arrastrando un carricoche que se ladeaba hacia un costado, su visión lo aterraba y mortificaba. Imagino que la condición de ella formó parte de lo que alimentó la urgencia de mi padre por contar historias. Él quería crear un manto ficticio para cubrirlos a ambos, quería reescribir su historia.
El abuelo maternal de mi padre era el shochet[1] principal de la aldea en que vivían. Puede que su bisabuelo haya sido un rabí, aunque no hay certeza de ello. Y si bien el yiddish era el lenguaje primario que se hablaba en el hogar, la transmisión de las prácticas religiosas fue interrumpida a partes iguales por la enfermedad de Bertha y por la tendencia de Max- mi abuelo paterno- a profesar ideas más seculares, específicamente su adhesión a una suerte de socialismo agnóstico. La pequeña tienda de alimentos propiedad de mi abuelo (donde además vivía junto a su familia), estaba en Flatbush, un vecindario de Brooklyn donde los judíos eran una minoría. Max se hallaba incómodo. Él era un hombre gentil, proclive a concederles a los pobres del barrio créditos que estos nunca llegaban a pagar. A veces aparecía como débil e irresoluto ante los ojos de su hijo.
Ignoro cómo se sentía mi padre durante su niñez acerca de ser judío. Al entrar en la adolescencia, hizo amigos judíos en la escuela, muchachos que venían de familias con mejor posición económica. Pasaba tiempo en sus casas, pero no los llevaba a visitar la suya. Cuando tenía alrededor de catorce años, comenzó a reclamar el por qué no había tenido aún su ceremonia de bar mitzvah, y su padre llevó a cabo la ceremonia por sí mismo. Algunos años más tarde, después de la Segunda Guerra Mundial, comenzaría a leer libros acerca de la historia y la religión judías.
Él detestaba la etiqueta de “escritor judío”. Mi madre recuerda cómo cuando visitaron México a inicios de la década del ochenta, un taxista lo identificó como judío, a lo que mi padre respondió rígidamente: “soy un profesor americano”. Sospecho que el motivo de su pedante corrección no fue simplemente la resistencia a ser etiquetado, o la renuncia del emigrante a las categorías del Viejo Mundo, sino su manera de reforzar simbólicamente un baluarte interior: No soy mi madre. Soy un escritor. Soy un profesor. Soy un libro.
Si bien reconocía abiertamente su identidad étnica y religiosa entre amigos y personas de su círculo familiar, las referencias específicas por parte de mi padre a su condición de judío y a su pasado tuvieron lugar casi exclusivamente en su escritura. En una o dos ocasiones le pregunté cosas específicas acerca de su familia, y aprendí algunos nombres e historias relativas a miembros de la misma. Para ser un hombre que amaba la narrativa, era marcadamente silencioso conmigo sobre su pasado y su religión. Nos contaba muchas historias cuando éramos niños, pero eran cómicas y exageradas, acerca de mapaches y caballeros andantes. Lo poco que conozco acerca de Kippur el Joven o Passover lo he aprendido de mis amigos. La única enseñanza directa que recuerdo haber recibido de él acerca de ser judía ocurrió cuando yo tenía ocho años y aún vivíamos en Oregon. Una noche, mientras me preparaba para dormir, terminamos hablando de Hitler. Él usó la ocasión para ofrecer lo que considero una lección muy específica, quizás meditada desde antes. “Si viviéramos en la Alemania nazi, probablemente estarías muerta”, me dijo. “Los nazis te matarían, porque eres mi hija, y eres mitad judía”. Su manera de expresar la herencia judía, no obstante, se hallaba desprovista de ribetes trágicos. Intentó inculcárnosla- a decir verdad, también mi madre no-judía participó activamente en ello- bajo la forma de un código humano acerca de cómo uno debe intentar conducir su vida: la decencia y el esfuerzo por permanecer honestos eran dos de sus pilares, así como el amor por el arte y los libros.
Papá era un lector muy lento, lo cual a menudo le causaba molestias; pero leía de manera constante. La mayoría de las noches, después de la cena, solía sentarse a solas con un libro. Subrayaba palabras o frases y ocasionalmente escribía notas en los márgenes. Envidiaba a su colega en Benington College, el crítico literario Stanley Edgar Hyman, porque Stanley era capaz de leer un libro por día, aunque- según mi padre- dicha proeza a menudo requería de una media botella de bourbon como estimulante. Creo que fue con Stanley con quien, a mediados de los sesenta, tuvo una discusión acerca de si, forzado a escoger, salvaría a un bebé o a la única copia restante de una obra de Shakespeare. Pareciera que la respuesta de cualquier literato sería “¿cuál obra?” Pero mi padre defendió tenazmente la causa del bebé -y luego, en varias ocasiones, comentaría con cierto orgullo los puntos del debate. Lo que me resulta notable ahora acerca del episodio es que dicha conversación haya tenido lugar. Dos cosas eran consideradas lo más preciado: cada vida humana, y cada gran obra de arte. Si prevaleció el bebé, fue apenas por un pelo. Sospecho que parte del deleite de mi padre estaba en que Stanley le dio la oportunidad de defender en el debate la parte de sí mismo de la cuál se sentía más orgulloso. Constantemente se hallaba angustiado en relación a cómo dividir sus energías. Siempre sostuvo a su familia a través de su trabajo como profesor. ¿Cuánto de su tiempo restante debía consagrar a la escritura, y cuánto a las personas alrededor de él?
Creo que cualquier rabí habría encontrado profundas resonancias en el debate acerca del bebé, y lo habría reconocido por lo que es -un discurso talmúdico con raíces en Salomón, una fábula moral judía parcialmente separada de su contexto. Y aunque mi madre, quizás llevada por su crianza católica, hija de inmigrantes italianos ella misma, trató de inculcar en nosotros cierto hábito formal en la práctica de la religión, enviándonos a mí y a mi hermano a la Escuela Unitaria de los Domingos, eran los libros – o al menos las ideas y la artisticidad contenidas en ellos- lo único que en mi hogar era tratado con reverencia, y conforman la mayor parte del patrimonio que heredé. De hecho, aunque nunca tuvimos nada de dinero hasta después de que mi padre publicara El reparador en 1966, cuando yo tenía catorce años, desde mucho antes mi padre había convertido en una tradición el comprarme libros. De vez en cuando me hacía sentar a leer las reseñas de libros infantiles en el Sunday Times, y me daba un bolígrafo para que marcase aquellos que yo quería leer. Su regla era que debía leer al menos cincuenta páginas de un libro antes de decidir que no quería terminarlo. En ocasiones, cronometraba cuántas palabras mi hermano y yo éramos capaces de leer en un minuto.
Por casi seis años, a partir de 1962, vivimos en una residencia para estudiantes universitarios, donde mi padre tuvo su primer estudio. También tenía un reproductor de música de alta fidelidad. Yo me sentaba en una silla, o me tiraba en el suelo, escuchando discos y mirando sus libreros, que ascendían hasta el techo, leyendo los títulos icónicos presentes en su colección. Crimen y castigo, La Guerra y la Paz, una biografía de Dickens en dos volúmenes, novelas de Faulkner, Hemingway, Fitzgerald, Joyce, Virginia Woolf. Sus estantes lucían serios. Recuerdo que El Don fluye apacible, de Mikhail Sholokhov se encontraba a la altura de mi línea de visión. Su cubierta sombreada de papel negro y marrón estaba desgastada, pero firme. Muchos libros entraban a nuestra casa, pero solo algunos permanecían. El resto eran guardados en cajas y llevados por él o por mi madre a las bibliotecas universitarias y municipales. Aquellos que conservaba pasaban a integrar un segundo árbol familiar.
Experimentaba el estudio de mi padre como una especie de santuario. Me gustaban la quietud y el silencio que reinaban cuando él no estaba ahí, y me gustaba la manera en que hablábamos cuando se encontraba trabajando y yo tocaba a la puerta y me le unía por un breve período. Mi padre podía llegar a ser rudo con respecto a las interrupciones, no obstante, yo era consciente de tener privilegios -y a menudo era recibida con una sonrisa, especialmente si venía a hablar acerca de un libro o idea, o una noción que le satisfacía. Pero a la vez, su colección de libros me resultaba imponente, una puerta de hierro que a un tiempo invitaba e intimidaba. En tanto se abría hacia el pasado, también marcaba algo más allá -algún lugar al que yo podría acceder eventualmente, o quizás no.
Los libros, la escritura, los escritores, todos confundidos en mi mente, todos magnificados. Al mismo tiempo, temía quedarme para siempre examinando su rastro y temiendo su autoridad. Durante mi etapa de veinteañera escribí un poema acerca de los sentimientos de Ariel en aquella escena de “La Tempestad” en la que es puesto en libertad por Próspero. En mi versión, Ariel se halla inseguro, consciente de que la liberación conlleva una pérdida. El poema termina, “Sin él, soy la fantasía del dramaturgo divorciada de su pluma, me alejo más rápido de lo que nadie es capaz de ver/ No hay arte sin servidumbre. No hay manera de habitar el tiempo.” Mis padres nos habían llevado a ver La Tempestad durante el festival de Ashland, en Oregon, cuando yo tenía siete años. Tuvo un gran impacto en mí. En lo más personal, se convirtió en una historia acerca de la ambivalencia de ser retenida o liberada no solamente del hechizo del amor paternal, sino también, en un sentido más amplio, de la abrumadora cualidad de su talento, de sus estándares en arte: cuán bueno debía ser algo antes de que pudiera gustarme, e indirectamente, cuán buena debía ser yo en una cosa antes de reconocerme como una creadora de la misma, o tan siquiera una admiradora.
Justo después de terminar la universidad, impartí un curso de verano en Philips Academy, en Andover. Me desempeñaba como asistente del profesor principal. El curso se titulaba “Crecer en USA”. Les indicamos a los estudiantes, todos adolescentes, leer un cuento corto publicado en Atlantic Monthly bajo el título “El día en que ningún cerdo iba a morir”. Sobre un padre que no era capaz de matar un cerdo que su hijo había criado, la historia me conmovió. De hecho, la amé, y la llevé a casa. Mi primera experiencia vinculada al enseñar había sido muy estimulante; me sentía capaz de ofrecer algo. Una mañana le di a leer la historia a mi padre, y luego le pregunté acerca de la misma durante el almuerzo. “Segunda categoría”, anunció con una irritación contenida. “Deja mostrarte cómo es que se hace”. Se levantó de la mesa, desapareció en el estudio y regresó minutos después con una copia de Jude el oscuro. Lo abrió en la escena en que la esposa de Jude, Arabella, lo manda a matar un cerdo, y Jude lo hace de manera incorrecta -la sangre debe drenar lentamente- pues no soporta ver a la criatura sufriendo. Mi padre leyó la página en voz alta. “Así”, anunció, “es como un artista de primera categoría habla acerca de matar un cerdo”.
Cuando, en el proceso de escribir esta pieza, regresé veinticinco años después a esa página de Jude el oscuro, me percaté de que la recordaba con exactitud. Su pedagogía era efectiva. A decir verdad, aún soy incapaz de leer un mal libro deliberadamente. Pueden imaginarse cuán tonta e imprudente, prácticamente kamikaze, me sentí al percatarme gradualmente de lo mucho que deseaba dedicarme a escribir. Volando hacia el sol, podía recitar mi propio augurio de autodestrucción…lo acompañaba la imagen de un cerdo siendo sacrificado.
De más está decir que en aquel momento me sentí desdeñada y disminuida- y de hecho, pasé una buena parte de mis veinte tratando de usar la ira resultante de dichos intercambios para liberarme a mí misma del nudo dorado que tejían sus influencias cerniéndose en torno a mí. Pero la pregunta que me interesa ahora es el por qué mi padre sintió la necesidad de enseñarme esa lección en aquel momento. Cuando recuerdo la escena, incluyo en ella a mi esposo, por entonces mi nuevo novio. Ciertamente, la rivalidad de otra presencia masculina podría explicar la reacción de mi padre -hasta cierto punto, un golpe simbólico en el pecho, un gesto para afirmar autoridad y dominio. Pero David, cuya memoria suele ser precisa en esas materias, no recuerda estar presente en dicho almuerzo. Así que otras fuerzas deben haber estado interactuando. Quizás lo decepcioné. ¿Cómo podía su hija casi adulta, en cuya educación él había invertido tanta energía, no ser capaz de distinguir entre el sentimentalismo manipulativo y el arte? Quizás lo tomó como un insulto, sintió que su propia labor y sacrificio estaban siendo tomados a la ligera. ¿Cómo alguien a quién él amaba podía revelar una incomprensión del propósito principal de su vocación? O quizás simplemente se sentía mal con respecto a la página que había escrito esa mañana, y yo simplemente estaba a mano para recibir su disgusto.
Hay aún otra dimensión de lo sucedido en dicho intercambio. En el momento, experimenté sus comentarios como despiadados, al menos en miniatura. Con ello me refiero a que en ese instante mi padre era completamente indiferente a cualquier sentimiento excepto los suyos propios; no le importaba causar humillación. Y, de manera coincidente, es la piedad inepta de Jude -manifestada en la fútil aspiración de apuñalar a un cerdo causando menos dolor- la cual contamina su chance de realizarse y conocerse a sí mismo, y lo condena a la oscuridad. Al igual que en el debate acerca de Shakespeare y el bebé, creo que mi padre luchaba tenazmente con el dilema de lo despiadado. ¿Hasta qué punto debes entregarte al dolor, al sufrimiento, o simplemente al abandono de las personas a tu alrededor en servicio de la creación artística? El reclamo desesperado que dirige Jude a Arabella, “ten un poco de piedad hacia la criatura”, pudiera haber sido el principio moral por el que se regía mi padre. A decir verdad, se acerca todo lo posible, teniendo en cuenta que se halla expresado en apenas una oración, a capturar la esencia moral de cómo intentaba vivir -y de cómo condujo mi crianza, estando más presente unas veces que otras. A su vez, también, había dejado atrás Brooklyn y al resto de su familia para concentrarse en la escritura.
Una vez, cuando yo tenía doce años o algo así, estábamos de visita en New York. Mi padre iba a ofrecer una lectura. Como teníamos algo de tiempo extra, salimos a cenar en un pequeño restaurant. Comiendo cerca de nosotros se encontraba una mujer anciana -vestida con varias capas de ropa mugrosa, murmurando ininteligiblemente sobre su plato de huevos fritos, claramente pobre y enloquecida. Cuando fuimos a pagar nuestra cuenta, papá solicitó pagar también por la comida de la mujer. Causó una pequeña escena. Creo que el cocinero se sintió insultado. Sospecho que la comensal enferma era una presencia habitual en el lugar, que los que allí trabajaban se ocupaban de alimentarla, y pensaron que mi padre se estaba entrometiendo. Me sentí avergonzada, convencida en aquel momento de que estaba haciendo el gesto para mi propio beneficio- otra lección para mí. Ahora, en retrospectiva, no estoy tan segura al respecto. Ciertamente, los adolescentes son rápidos a la hora de formar dichas conclusiones. Pero la pregunta captura la ligera paranoia que su creciente fama introducía en nuestra relación. ¿Qué de genuino y simple permanecía entre nosotros? Después de un día en que me leyó extractos de las cartas que escribió F. Scott Fitzgerald a su hija, Scottie, comencé a experimentar de manera diferente las ocasionales misivas que de él me llegaban. Empecé a sospechar que estaban escritas con un ojo en la posteridad -aparentemente privadas, pero con la vista fija en una audiencia más amplia. Quién sabe. Me ha tomado demasiado tiempo crecer lo suficiente para verlo desde una perspectiva justa; y a decir verdad, aunque yo tenía treinta y cuatro cuando él murió, dicho propósito era aún un trabajo no finalizado.
Las cenizas de mi padre reposan no muy lejos de donde vivo, en el Mount Auburn Cemetery, en Cambridge, Massachusetts, un cementerio con forma de jardín botánico. Cada dos años o algo así, paso a visitarlo. Su lápida se extiende plana en la hierba, bajo un árbol centenario que da a un pequeño estanque al otro lado. Cuando batallaba muy duramente para escribir mi primer libro, oprimida por el peso de su fantasma, fui de visita y me senté al lado de la tumba. “¿Hablaste con él?”, me preguntó después una amiga. Le respondí con evasivas, incómoda. La pregunta se sentía muy personal. Ella la repitió. “¿Hablaste con él?”
“Sí”, admití con cierta irritación.
“Bien, ¿qué le dijiste?”, presionó ella.
Hice una pausa, y luego confesé. “Le dije… ¡le dije que se muriera!”
Ambas nos empezamos a reír. Muchos años después regresé a hacerle otra visita, carente de motivo específico. Había finalizado un libro y me encontraba escribiendo otro a continuación. Sin saber por qué, comencé a derramar lágrimas. Toqué su lápida, en la cual ya había depositado una lila. “Gracias”, le dije.
[1] El shochet es un carnicero ceremonial que practica la shechitah, actividad que consiste en cortar la garganta del animal según indica la tradición de la Torah. El shochet debe ser capaz de cortar limpiamente garganta y esófago con un solo movimiento continuo y fluido.