Por Carlos Ávila Villamar
No fue hasta mudarse a la capital y descubrir la burocracia en sus bibliotecas que Bruno entendió la suerte que tuvo de niño. La biblioteca provincial no exigía hacer la incómoda tarjeta de asociado para poder entrar. Era un edificio moderno, de ventanas grandes y gastadas cuyos cristales rotos se cubrían decorosamente con cinta adhesiva color mostaza en forma de cruz. Uno dejaba cualquier bolso o mochila en una taquilla y le daban un ticket rústico, que cualquiera podía falsificar. Había una sala general y una sala juvenil. En ambas los libros estaban literalmente al alcance de la mano. No había que rellenar plantillas, ni esperar una hora por los bibliotecarios: de hecho, la única solicitud de aquellos amables seres era que se devolviera siempre el libro al lugar exacto del que se había tomado. Además, podían incluso ofrecer recomendaciones y esgrimir rápidas reseñas de alguna novela de dudosa calidad literaria por la que uno preguntara (era normal ver allí a mujeres mayores de cincuenta años, matando el tiempo, a la biblioteca de la capital solo iban universitarios e investigadores, gente que leía por trabajo). No obstante, Bruno en ese momento no tuvo ningún interés en las novelas ni en la poesía, solo le interesaban los libros científicos. El libro de ciencias fue su primera novela y el folleto de divulgación, su primer cuaderno de cuentos.
Sus preferencias, en orden ascendente: astronomía, geología, biología y paleontología. El placer estético de la astronomía estaba mediado por su completa incomprensión de la física, más allá de manuales que no involucraran fórmulas complejas de matemática. Sin embargo, era quizás esa incomprensión la que le provocaba un sobresalto. Las verdades de la astronomía eran abstractas, inmensas y sobrecogedoras. La geología era mucho más transparente, y su encanto yacía siempre en un único asombro arquetípico: la forma engendrada por azar. Las fuerzas tectónicas eran fuerzas ciegas, al igual que la corriente de los ríos y el soplido de los vientos (le agradaba leer la palabra soplido, recordaba que las cartas náuticas representaban los vientos como hombres que soplaban, había en esa figura de los hombres que soplaban alguna esencia misteriosa, alguna sabiduría, que no encontraba modo de explicar). Las fuerzas ciegas actuando a través de las eras engendraban formas milagrosas, el cuarzo, la bauxita, el ópalo. La geología era la crítica del arte de un dios prehistórico que no tenía forma ni intenciones humanas. La biología, en ese sentido, también era un escape de lo humano. Nunca le interesó ver en los animales actitudes humanas, de ellos le gustaba imaginar lo no humano, la conciencia primitiva que no sabe que existe. El topo, que no ve colores y cuyo mundo está hecho de tacto, del olor de otro topo, del olor temible de la lluvia que puede inundar su túnel, aunque no sepa qué cosa es la lluvia ni sepa que él mismo existirá en el futuro inmediato. Ninguna de esas ciencias, sin embargo, le provocaban sensaciones tan extraordinarias como la paleontología.
De cierto modo, la paleontología producía aleaciones poderosas a partir de lo minerales estéticos de la astronomía, la geología y la biología. La existencia del ammonite estaba separada de la del ser humano por una dimensión cósmica del tiempo, una cantidad tan exorbitante de tiempo que solo podía compararse con los números inimaginables de la astronomía. A su vez resultaba una suposición geológica, el fósil de ammonite al final no era más que una piedra marina muy extraña, que recordaba la forma de un caracol. La piedra es la forma pura, la forma por la forma. Por tanto, el fósil devolvía al molusco su condición primigenia, la de objeto (olvidamos con frecuencia que un ser vivo es solo una variedad de objeto). Al ver un cuadro abstracto se descubren el color y la forma descontaminados de figuración. Del mismo modo, la piedra nos devuelve la naturaleza en su estado original. El ammonite fosilizado le brindaba a Bruno la misma extrañeza de ver una pintura figurativa como si se tratara de arte abstracto. Y desde luego, la conciencia del ammonite en el azul jurásico del mar, atenta a los cambios de temperatura del agua, o su simplísima psicología, constituida de dos únicos conceptos contrarios, el afuera y el adentro de su concha. La conciencia del ammonite, a diferencia de la conciencia de un organismo moderno, estaba perdida para siempre y ese singular patetismo, el de la pérdida, lo conoció por la desaparición de los ammonites y trilobites y no por la novela romántica, en la cual la amada del protagonista moría tempranamente de tuberculosis. Ya que un niño no ha vivido lo suficiente como para tener algo que extrañar, la paleontología fue su primer acercamiento a la nostalgia.
Coleccionaba los complicados nombres de los seres extintos, como si de ese modo los salvara del olvido. Iba como un salvador a registrar las enciclopedias interminables de la biblioteca provincial, cuaderno de notas en mano, en busca de criaturas escondidas entre las tostadas páginas, que a veces se pegaban por la humedad y que no podían separarse sin romperse. Bruno podía recordar incluso de adulto el número de las páginas específicas de ciertas enciclopedias de su infancia que se habían pegado y cuyo contenido él nunca había logrado vislumbrar. A menudo las páginas pegadas eran cromadas, ilustraciones a las que la edición le había otorgado particular importancia. Catálogos de hongos, a todo color, o de distintos tipos de miel de abeja, negra, marrón, amarilla, o dorada, dependiendo del tipo de flor. El descubrimiento de un nuevo ser extinto lo estremecía de felicidad. Ninguna otra persona hojeaba esos libros. Estaba convencido de ser el único lector de muchas páginas de aquellos libros, es decir, de que una vez salidos de la imprenta nadie había leído muchas de las páginas de aquellos ejemplares en particular, y que el ciclo de impresión, encuadernación, distribución, archivo y mantenimiento se había dado solo para él. El nombre del ser extinto era sagrado, no podía equivocarse al copiarlo. Una vez en su cuaderno de notas, el ser ya no pertenecía más de manera exclusiva a esa forma geológica que era la biblioteca. Anotar el nombre del gliptodonte era el equivalente a sacar su esqueleto de una capa pleistocénica. No bastaba con sacar el enorme esqueleto de la tierra, ni con estudiarlo, ni con registrarlo en la enciclopedia: hasta que no apareciera en el cuaderno su lugar en la posteridad no estaba garantizado.
El nombre del dodo apareció en uno de sus primeros cuadernos, cuando tenía siete u ocho años, antes de que lo dejaran ir solo los sábados a la biblioteca provincial (recordaría luego, con especial placidez, la sensación de libertad del trayecto a pie de su casa a la biblioteca, memorizar por su cuenta las calles, las tiendas, las plazas en el centro de la ciudad, para no perderse, experiencia que luego se hace ordinaria). El dodo no resultaba en sí una especie demasiado interesante. Podía ser descrito como una gallina de un metro de alto, con un pico un tanto ridículo, parecido a la nariz de un trol, y una expresión incuestionablemente boba. Lo peculiar del dodo era haberse extinguido hacía solo quinientos años. En términos paleontológicos esa era una fecha indignantemente cercana. Los dinosaurios desaparecieron hace sesenta millones de años, e incluso los seres mitológicos más cercanos, como el mamut o el perezoso gigante, se extinguieron hace más de diez mil años (los extraterrestres y los seres extintos deberían ser clasificados como seres mitológicos: en la imaginación popular del siglo veinte, más acorde a una visión científica, el tiranosaurio se ha convirtió en el nuevo dragón). Quinientos años era tan poco tiempo que los huesos de los dodos que se conservaban ni siquiera eran considerados fósiles. Bruno encontró en el dodo una subversión de índole casi estética, semejante a la de un antiguo lector acostumbrado al rigor del soneto, al que de repente le hubieran mostrado un poema moderno, sin rima y sin métrica. Extinguirse hacía quinientos años ni siquiera contaba como extinguirse. Se trataba de una especie de extinción en falso que cuestionaba el orden de su entonces sencilla visión del mundo.
Fue ya en la biblioteca donde encontró al moa. Era pariente del avestruz, pero llegaba a medir cuatro metros de alto, sus patas eran mucho más robustas y su cuello más estilizado, y no tenía alas, ni siquiera pequeñas y atrofiadas. Los moas se extinguieron hace aproximadamente quinientos años, al igual que el dodo. Se produjeron supuestos avistamientos de moas hasta el siglo diecinueve, no obstante, e incluso se falsificaron algunas fotos. Bruno encontró una de estas fotos en una enciclopedia. Ocupaba toda la página y debajo aparecía la aclaración de su falsedad, junto a algunos datos del animal. La imponente figura del moa lo atrajo de inmediato. Se repitió el mismo asombro rupturista que sintió con el dodo. No podía ser que el moa hubiera desaparecido hacía apenas quinientos años, era como averiguar que una piedra de brillos metálicos que sobresaliera en la llanura hubiera caído del cielo hacía un par de días. El moa quedaba en el limbo entre la mitología paleontológica y la realidad. Inexistente, imposible de encontrar en una selva neozelandesa, pero demasiado real como para verlo desde la lejana nostalgia desde la cual veía a otros seres desaparecidos.