Por José Alberto Fernández Simón
Según se puede leer en un papiro herculano, las últimas horas de Platón parecieran ser las de cualquier otro hombre: trascurrieron de la mano con la fiebre, probablemente una noche después de recibir su última visita. Se trataba de un caldeo, que escuchaba junto a Platón las melodías de una mujer tracia que de repente equivocó el tiempo. El filósofo hizo un gesto con el dedo y el caldeo reparó cortésmente en que “solo los griegos entendían de medida y ritmo.”
En realidad, la muerte física, la de la putrefacción de las carnes, no debió ser un problema que atormentase a Platón; no debió serlo, al menos, si presuponemos una coherencia entre sus ideas y su vida y asumimos que tenía plena convicción de las esencias de su propio pensamiento. A diferencia del hombre común, ese hombre atormentado y débil que goza el exceso del objeto y que teme cuando lo real sobreviene su mente con la violencia de un futuro exiliado pero inevitable, a diferencia de ese hombre que ha olvidado, amante de los espectáculos sensibles, el filósofo es un ser que se prepara para la muerte. Convencido de la inmortalidad del alma ha domesticado el espasmo, el estremecimiento, y se vuelve entonces hacia el diálogo íntimo y se desvincula de las torpezas del cuerpo. Si imaginamos a Platón como al Sócrates del Fedón pensamos en la serenidad de un dios que se sabe a las puertas del reencuentro con su padre. Toda la filosofía platónica, de hecho, puede ser leída a la luz de una falta engendrada y un regreso anhelado. Es, sin dudas, el más valiente de los nostálgicos. Sin embargo, su dilema, como ya se ha dicho, no es la muerte, sino aquella mujer tracia que se ha equivocado: la música jamás cesará de tentar al amo; puede, en efecto, enfermar el alma.
Según Diógenes Laercio en ese texto enmarañado y tosco que es Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, Platón en algún momento de juventud escribió composiciones líricas y trágicas. Probablemente su voz era dulce y débil. Se cuenta que una vez iba a participar en las fiestas con una obra trágica cuando de pronto escuchó a Sócrates frente al teatro de Dionisio. Justo allí habría quemado sus versos. Nada de esto lo podemos confirmar con certeza, pero su verosimilitud, todavía a salvo de las obsesionadas pesquisas históricas, es sin dudas fascinante. Nos habla de un posible desprecio íntimo y desesperado, de la obliteración violenta, fulminante, que introyecta el sujeto sobre sí mismo. Más tarde el Platón de la República, ya edificado, desterrará a Homero y a la poesía del Estado ideal, y lo hará como los que una vez estuvieron enamorados, pero ya no consideran provechoso el amor.
En cualquier caso el pecado, y en ese sentido Platón se muestra hondamente socrático, es la ignorancia. Condena al poeta y al músico por las sombras y los ecos, por el universo de embriaguez del aulós, por las charlas de sobremesa, por el hedonismo; los condena por educar a la Hélade, o mejor, por encantarla con experiencias apetitivas, lamentos y sonidos voluptuosos que desconocen la verdadera naturaleza de las cosas. Así en el Gorgias, en el Protágoras, en la República, en las Leyes…; incluso en el Ión, un diálogo temprano donde el pensamiento todavía es embrionario, arremete contra todos: poetas, rapsodas, aedos, todos no son más que almas impelidas y excitadas, privadas de razón, falsas autorías desplazadas de una cadena que comienza con la auténtica fuerza de las Musas y que imanta a los que siguen como poseídos.
La excelencia de la metáfora de la piedra Heráclea – el núcleo que atrae los anillos de hierro y estos a su vez a otros anillos hasta llegar al último eslabón, el público – va mucho más allá del tema de la inspiración, como podría seguramente asumirse al interior de una historia sobre la formación del concepto de genio; de hecho, la conclusión que debe extraerse de ella, al igual que de toda la condena más radical de Platón a la música, es precisamente su envés: el reconocimiento implícito de que la experiencia humana, su móvil en el devenir, es fundamentalmente una experiencia estética. Platón más que nadie es consciente de que son muy pocos los que pueden llegar a ser verdaderamente filósofos – hay dotes naturales, de ahí el minucioso proceso de selección de los guardianes del Estado, y de ahí el hecho de que sean estos los que deban gobernar –, en cambio, cualquier hombre, sin más criterio que el de la inmensidad que lo domina, o tal vez atrapado entre la opinión y la conjetura, puede sentirse patético y raptado por algo que “ingenuamente” llamará hermoso.
¿Pero cómo llegar a ser verdaderamente filósofo – ese que demanda Platón – si no estamos constituidos por una ideología que fundamente inamovibles las coordenadas de la muerte? ¿Cómo no tribular en la experiencia estética si el cadáver no es otra cosa, como diría Julia Kristeva, que “extrañeza imaginaria y amenaza real”, o sea, la expectativa insistente de una experiencia estética del yo cayendo, del yo abyectando? ¿Cómo escuchar entonces la música, cuya dimensión ontológica tiene tantos parecidos con la muerte: golpe seco de vacío y de sentido enraizado en el tiempo?
Más allá de cierta perspectiva que pondera el cinismo, quizás sea este otro modo de entender las muecas y las burlas de Trasímaco, o la furia pasional con que Calicles arremete contra Sócrates. No puedo menos que reparar en esa violencia que en última instancia nos lleva a una convicción temblorosa de la muerte, una convicción fantasmática que asecha y que conspira y que finalmente nos estruja entre las dudas. El problema con la pregunta que atraviesa la República platónica – de qué es preferible, si cometer una injustica o sufrirla en su lugar – es que demanda una respuesta que subyace no solo en el plano teorético, sino en el plano íntimo de la vida; esa respuesta no ha de ser únicamente contestada y sostenida con argumentos lógicos, ha de ser vivida plenamente, y de ahí su enorme dificultad y, por tanto, su aporía. La pregunta en sí misma deviene una interpelación ideológica; su respuesta se ve entonces constreñida por el mismo fantasma.
Para Platón, los hombres se equivocan cuando hallan el lamento en el último canto del cisne; se trata, por el contrario, de una obertura al reencuentro, de un canto divino, y no tanto de la agonía ante la llegada de un fin. “¿Quién sabe si la vida es para nosotros una muerte, y la muerte una vida?”, dice el Sócrates del Gorgias cuando nos ofrece la posibilidad de que Eurípides tenga razón. Pero esta salida deviene casi un imposible: no es fácil para el hombre débil desprenderse del cuerpo, tampoco le será fácil convencerse de Dios. En ese sentido los poetas y los músicos han errado en su misión de demiurgos humanos en la tierra. Supuestamente más cercanos a las Musas, han olvidado y han corrompido; han transgredido el nómos: las divinidades no se lamentan, no exclaman, no son presas de un deseo sexual incontenible, no tejen engaños ni actúan por capricho. Tenemos permiso para encolerizarnos con Esquilo pues Apolo jamás asesinaría al hijo de Tetis. En definitiva, ha llegado el momento del filósofo que ha ascendido y mira realmente el modelo divino. ¿Pero qué hacer entonces con la música, especie ambigua de la que nunca se está seguro?
No es casual que para Platón la única de las ideas que se manifiesta en el mundo sensible sea la Belleza, pero que, al unísono, sea la Idea del Bien aquella que “confiere a las Ideas el poder de ser conocidas”. Se ve obligado, y por supuesto convencido ineluctablemente, a defender uno de los puntos de sutura de su filosofía: lo que se conoce plenamente como bello no puede dejar de ser bueno, y por tanto, se encuentra asociado a la parte racional del alma. Lo peligroso de la música es precisamente su temible capacidad para destruir ese vínculo estético y ético que se considera consustancial al origen. Hay en ella todo un universo de goce, de retorno de la falta, de juegos líquidos, de cinismo y acusación. Ni siquiera el alma mejor dotada por naturaleza – el alma justa, buena, valiente y mesurada, que ama la sabiduría – está exenta de convertirse en un alma tiránica y errante si se abandona a ciertos sonidos, ciertas palabras, ciertos gestos y movimientos. Si el filósofo se descuida acabará desconociendo también la manera de morir.
La alternativa política no puede ser otra entonces que la abyección y el destierro: se depurarán los discursos y los textos de los poetas – sean estos cantados o no -, se exiliarán las melodías lidias y jonias – solo se aceptarán las dorias y las frigias -, de los instrumentos se admitirán únicamente la citara, la lira, y la siringa, y para los ritmos adecuados se perpetuará la concepción damoniana. Al margen de estas normas cualquier praxis poética y musical puede enfermar el alma y, consecuentemente, la sociedad. En ningún caso se permitirán ambigüedades:
“si arribara a nuestro Estado un hombre cuya destreza lo capacitara para asumir las más variadas formas y para imitar todas las cosas, y se propusiera hacer una exhibición de sus poemas, creo que nos prosternaríamos ante él como ante alguien digno de culto, maravilloso y encantador, pero le diríamos que en nuestro Estado no hay hombre alguno como él ni está permitido que llegue a haberlo, y lo mandaríamos a otro Estado, tras derramar mirra sobre su cabeza y haberla coronado con cintillas de lana.”
En ese sentido Platón quizás sea el primer eternalista, del que derivará, en su más cruda deformación, buena parte de las estrategias preceptivas que llegarán a su cenit en el horror de muchos experimentos sociales del siglo xx. Ha estructurado meticulosamente un mapa de coordenadas – de saberes y poderes desde una mirada foucaultiana – que terminan subordinando la dimensión estética a una ética trascendental. Su paradigma lo halla en Egipto. Lo menciona en Timeo y Las Leyes. Allí, por miles de años, han sabido conservar inamovibles las pautas relativas a la creación. Consciente, no obstante, del cisma ineludible que se ha abierto entre el hombre griego y la divinidad, precisará formar un aparato de censura – los filósofos que gobiernan el Estado en la República, la junta nocturna en las Leyes -, que defenderá a ultranza la tradición y esgrimirá contra toda tentativa de innovar. Solo será admitida la música afirmativa del presunto statu quo que se ha trazado en virtud de una imagen especular originaria y eterna. Solo una vez controlada la vorágine de lo nuevo, las posibilidades arrojadas a la confusión, Platón podrá disponer de las potencialidades de la música para la formación del individuo.
Llegados a este punto resultarán diáfanos los nexos con las nociones pitagóricas basadas en una relación indisociable entre la música y el alma, afines ontológicamente. Si, según lo expuesto en la República, el alma se divide en tres partes – una racional, una concupiscible y una apetitiva – la música deseada para el Estado debe tributar a la justa medida y el orden entre cada una; orden que se expresa en el sometimiento del goce y el exceso mediante el gobierno de la razón. El sujeto ha de exponerse a aquellas melodías conforme al buen carácter, la moderación y la gracia, aquella música que permite esencialmente disponer, orientar la armonía del espíritu de tal modo que posteriormente, cuando haya llegado el momento de ascender en el arduo camino de lo inteligible, no se desfallezca nunca.
En su historia de la estética musical, Enrico Fubini ha observado que las concepciones de Platón en torno a la música suelen oscilar entre dos polos: una condena extrema a la música oída, en la que se demerita fundamentalmente a los ejecutantes, y una exaltación otra, en la que poco queda realmente de música, y que preferiblemente debería llamarse armonía; esta última, según Fubini, apoyándose en algunos pasajes del Fedro, el Fedón y el Banquete, pasa a ser ciencia, objeto de la razón, y “en tanto que ciencia puede acercarse a la filosofía, hasta el punto de llegar a identificarse con ésta, al concebírsela como dialéctica y suprema sabiduría”. Esta tal vez opinión podría cuestionarse – sobre todo en cuanto a su contundencia –, pero de cualquier modo, lo que sí queda claro es que Platón habla de dos músicas: una música que se oye (que ha de ser siempre vigilada de cerca) y otra que no se oye; únicamente esta segunda música (la que no se oye) es digna de la atención del filósofo”. Al igual que la astronomía, la geometría y la aritmética, tal concepción – cimentada también en doctrinas pitagóricas – deviene instancia ineludible del pensamiento discursivo en virtud de la Idea del Bien, del conocimiento pleno; implica rigor analítico, investigación, descubrimiento, y ya se encuentra imbuida de lo divino, del universo y del cosmos. Tributos a Calíope y a Urania, para Platón esa será la más bella de las músicas, la que fluye de la inteligencia y recuerda los acordes conciliadores del artífice; se trata, pues, de la música que permite el regreso: despojada de tiempo y de la fuerza estremecedora del cadáver.