Por Cynthia Ozick
Traucción Carlos Jaime Jiménez
Milena Jesenská, quien era traductora y amante de Kafka, nos ha dejado una útil y persuasiva definición del fanatismo: “esa absoluta, inalterable necesidad de perfección, pureza, y verdad”. Era a Kafka a quien se refería.
Permítannos entonces alabar el fanatismo, la manera en que vincula lo semejante y lo disímil, cómo aspira a la pureza, cómo engendra arte en su expresión más sublime, buscando lo visionario y lo inescapable; y cómo reverencia el ascendiente de sus deseos.
Kafka, un fanático del lenguaje, no estaba solo. América tenía sus propios fanáticos del lenguaje, desconocidos para él. En la novela que conocemos como Amerika (El hombre que desapareció, también llamada El fogonero), los personajes anómalos que pueblan las escenas americanas son abundantes; pero la imaginación de Kafka, con toda su capacidad para darle acogida a la extrañeza, no podría haber concebido la existencia de los Hebraístas Americanos, seres tan prodigiosamente resueltos como él, quienes estaban prosperando durante los mismos años durante los cuales Kafka trabajaba en Amerika.
El hecho de que Kafka contendiese en contra de su alemán nativo, incluso mientras le daba acogida resueltamente, aporta una de las llaves para acceder a su carácter: la llave está en la mano, pero no hay cerrojo en el cual encaje. El idioma alemán era suyo, de manera inextirpable, y, aun así, insegura. Su famoso lamento autoflagelante -que los judíos que escribían en alemán tenían “sus miembros traseros atrapados en el judaísmo paternal, mientras agitaban los delanteros, sin poder procurarse apoyo en un terreno nuevo”- sugiere la imagen de un pequeño e indefenso animal subterráneo, intentando inútilmente escapar de su madriguera. Pero cuando, de manera crucial, triunfante incluso, anunciara, “estoy hecho de literatura y nada más”, podía significar únicamente que habían sido el idioma alemán y su esencia, la raíz germana y sus arraigos, los que lo habían formado y poseído.
¿Por qué, entonces -desde una etapa temprana de su vida hasta las postrimerías de esta, y con extenuante diligencia- persiguió Kafka el estudio del idioma hebreo? Los cuadernos de notas que aún sobreviven (archivados en la Biblioteca Nacional de Israel) poseen la fragancia de un pathos irónico: laboriosas listas de vocablos traducidos del hebreo al alemán, propias de un alumno aplicado, justo en el mismo período en el que obras maestras perdurables eran vertidas sobre el papel por la misma pluma. Cuando a la edad de veintinueve años Kafka fuese presentado por primera vez a Felice Bauer, la joven con quien estuvo comprometido dos veces sin llegar a casarse, la encontró poco atractiva, sin embargo, se halló inmediatamente magnetizado por su conversación: ella era una estudiante de hebreo.
Los Hebraístas Americanos, poetas que en su juventud habían emigrado desde Europa del Este, fueron contemporáneos de Kafka. Ellos eran, como él, fanáticos del lenguaje, y también estaban hechos de lenguaje y nada más, pero el lenguaje que los había formado y poseído era el hebreo. A diferencia de la febril lucha de Kafka, y su nerviosa e impropia pregunta acerca de miembros traseros y delanteros, ellos se hallaban consumidos, en cuerpo y alma, sin ambivalencias de ningún tipo, por el idioma hebreo. No solo eran fanáticos en su reclamo por una pertenencia arraigada al hebreo, del cual eran guardianes y creadores, sino que eran también fanáticos en su relación con el nuevo ambiente. El idioma inglés estaba por todas partes en torno a ellos, aguardando a ser amaestrado, y en maestros del inglés terminarían convirtiéndose, y, aun así, continuaron siendo enfebrecidos por el hebreo. No fueron -a diferencia de Kafka- atormentados por la duda incesante y el auto repudio. Desperdigados por ciudades a lo largo de toda América, solían sentarse en habitaciones tranquilas, en un suelo nuevo, inmersos en la renovadora sublimidad del antiguo alfabeto.
Y entonces desaparecieron.
Kafka no desapareció. Ningún poeta Hebraísta habita su Amerika, pero podemos tratar de imaginar, si hubiese él viajado como su protagonista Karl, a la América real y se hubiese encontrado, digamos, con Preil o Halkin o Regelson: ¿acaso lo reconocerían ellos como a alguien igualmente devorado por ese sublime pero peligroso gusano, el fanatismo literario?