Por Carlos Ávila Villamar
André supo de Jeremía por primera vez en los intermedios de las clases de la universidad, la gente hablaba sobre cómo Elisa lo mencionaba cada cinco minutos: la opinión pública decía que terminarían acostándose. Jeremía era un buscador de fósiles o algo así, un tipo dedicado a su trabajo. Elisa se sintió impresionada por la pasión ciega hacia algo tan raro y específico. En un café, luego de caminar bordeando el río, Elisa le contó a André que se iría con el paleontólogo por un fin de semana a unas formaciones rocosas que él había identificado como provenientes del cretácico. André se dio cuenta de que la batalla ya estaba perdida y descartó la posibilidad de invitarla a salir. Por la noche escribió su primer relato. Quería también obsesionarse con algo.
Su amistad con Elisa prosiguió después de graduados, y aprendió a tolerar a Jeremía. Luego de varios encuentros entablaron la confianza suficiente para hablar a solas. Jeremía parecía más joven, su rostro era hasta cierto punto atractivo, y la ropa ripiada le daba una falsa aura de artista. Solía preguntarle a André por lo último que estaba escribiendo, a diferencia de Elisa. A los escritores les encanta que les pregunten por lo último que están escribiendo. André no imaginó que su vida permanecería entrelazada con la de Jeremía y con la de un tercer hombre que nunca llegó a conocer en persona, Francis.
Jeremía conoció a Francis en un congreso en la capital. Con una educación autodidacta Jeremía había emprendido sus propias expediciones y había encontrado el diente fósil de un mosasaurio, el único resto de un reptil marino prehistórico del que se sabía en esa zona. La comunidad científica estaba muy emocionada con el descubrimiento del joven y Francis, que tenía su edad, se convirtió en su amigo. Se escribían semanalmente sobre sus investigaciones, y a veces también hablaban de asuntos personales, aunque la verdad ambos prácticamente carecían de asuntos personales. Cuando Jeremía empezó a salir con Elisa le escribió rápido a Francis, la pintó como una mujer hermosa e inteligente (lo cual era indudablemente cierto), y a su vez, de manera simultánea, le habló a Elisa sobre Francis. De algún modo Francis constituía su único amigo verdadero, y por tanto también un motivo de orgullo, una manera de demostrar que él era un tipo más o menos normal, a pesar de no saber nada de literatura, o de cine, o de música, y de andar con ropas ripiadas. Elisa le habló a André sobre Francis desde el principio porque quería mostrar a su pareja como alguien sociable y con buenas influencias.
Con el paso del tiempo André fue deduciendo, a través de los diálogos de Elisa, que la relación entre Jeremía y Francis tenía matices más o menos oscuros que se empañaban por las cortesías de la distancia. Francis estaba cansado de trabajar en la capital como asistente de los verdaderos paleontólogos, y envidiaba la suerte de Jeremía, que tenía las canteras cerca y que podía realizar sus propias expediciones. Los estudios de los ammonites de Jeremía no se comparaban con el hallazgo del diente de mosasaurio, pero le permitieron publicar algunos artículos científicos relevantes. Francis apenas sobrevivía con su sueldo de ayudante en el Museo de Historia Natural, y entonces Jeremía tuvo una idea: el mercado negro de fósiles había existido siempre. Después de un par de llamadas vendió algunos de sus ammonites para ayudar a financiar una expedición conjunta. Estuvieron en unas zonas deshabitadas por semanas. Elisa le contó que esa expedición había sido un fracaso, pero un año más tarde Francis había regresado al mismo lugar y había encontrado evidencias de plantas terrestres, lo cual causó una verdadera conmoción y le procuró la fama. Nada volvió a ser igual desde entonces.
Museos e instituciones extranjeras comenzaron a invitar a Francis a dar conferencias, y no solo consiguió publicar artículos con los resultados de los descubrimientos, también publicó un libro de divulgación científica sobre la formación de los suelos en las islas recién emergidas. Francis no le dijo a Jeremía sobre el descubrimiento de plantas terrestres (unas tres rocas que contenían fósiles de helechos, para ser exactos) hasta el último momento, lo cual según Elisa fue al menos extraño, por no decir descortés, ya que esos descubrimientos no habrían sido posibles sin el viaje anterior, que había financiado Jeremía de su propio bolsillo, vendiendo algunos de sus mejores fósiles. Jeremía no tenía una opinión definitiva sobre Francis, pero Elisa sí la tenía: lo detestaba. Los fósiles que lo habían hecho famoso según ella habían sido tres míseras rocas con plantas. Jeremía al contrario valoraba en extremo los descubrimientos, no solo implicaban que habían aparecido y luego desaparecido islas antiquísimas en esos mares, de las que nadie había hablado, los fósiles en sí mismos también eran bellísimos, la piedra había preservado los detalles más minúsculos de las hojas. Jeremía nunca tocó los fósiles, pero sabía muy bien cómo debían sentirse esas texturas en la yema de los dedos, habría sido como tocar la cicatriz de una estatua.
El tema de los helechos, encontrados cerca de donde mismo habían realizado antes sus excavaciones conjuntas, era tocado con incomodidad tanto por Jeremía como por Francis. Jeremía prefería hablar de lo que estaba haciendo, de las comparaciones del diente de mosasaurio con modelos de dientes de diferentes géneros y especies a los cuales podría pertenecer. Su mayor esperanza era que pudiera catalogarse como un género nuevo, o al menos como una especie nueva, pero él bien sabía que el diente no bastaba, resultaba demasiado impreciso, y Francis, desde luego, también lo sabía, pero fingía no hacerlo, prefería que su amigo tuviera alguna esperanza mientras encontraba algo en verdad significativo que le devolviera su fama perdida. La comunicación entre ambos empezó a debilitarse por las cada vez menos disimulada falsedad de los elogios de Jeremía ante los nuevos logros de Francis, y por la condescendencia de Francis ante el laberinto sin salida taxonómico en el cual se había metido Jeremía solo para simular que no estaba perdiendo el tiempo. Su matrimonio con Elisa en ese momento se debilitaba, y cuando acudió a la Sociedad Espeleológica, donde ahora trabajaba André, en busca de financiamiento para una nueva expedición, André se ocupó de que se lo otorgaran, solo por el perverso placer de decírselo a Elisa y ganarse su favor. Este gesto en verdad no tuvo ningún efecto en ella, pero Jeremía al menos había conseguido una manera de regresar a los yacimientos donde Francis había encontrado los helechos, y donde ambos habían acampado un año antes. La excusa era investigar sobre unas misteriosas formaciones geológicas que había casualmente en unas cavernas, pero André sabía que él iba en busca de un fósil que lo pusiera a la misma altura que a Francis en la comunidad científica. Estando allí sobornó a algunos campesinos remotos que vivían sin luz eléctrica para que le dijeran dónde había excavado Francis. Jeremía no le mencionó este viaje a Francis, el plan era mencionarlo después ya sabiendo que había tenido éxito.
No consiguió nada, únicamente unos poco significativos resultados para la Sociedad Espeleológica. Pero justo después de eso Jeremía y Elisa no supieron nada de Francis durante dos meses. Dedujeron que él había sabido de alguna manera que Jeremía había regresado a los yacimientos y que había sobornado a sus espaldas a los campesinos. Y que no se lo había reprochado porque entonces él mismo habría quedado en evidencia por haber hecho antes una cosa parecida. La comunicación prosiguió tarde o temprano, no obstante. Francis había descubierto un ave fósil cretácica, una pieza bellísima que dejaba ver los detalles de su plumaje. Ni siquiera lo habían encontrado en el país, sino en unas islas remotas, a cuya expedición habían acudido paleontólogos de renombre internacional, pagados por fundaciones millonarias. El nombre de Francis apareció en la televisión y en los periódicos, y Jeremía lo felicitó, y Francis devolvió la felicitación. Era obvio que estaba feliz, según Elisa había respondido la felicitación porque estaba feliz y porque nada le importaba. Jeremía opinaba que la felicidad simplemente lo había llevado a un perdón silencioso. Las canteras donde habían aparecido los helechos ya no eran un asunto de disputa para él, puesto que al lado del fósil del ave cretácica se hacía insignificante. En una festividad local un geólogo de poca monta se burló de Francis, imitando su entrecortada forma de hablar cuando lo entrevistaron para la televisión, y André recordaría la historia que le había hecho Elisa, cuánto se había insultado Jeremía, con cuánto fervor había defendido a su amigo ausente. André no pudo reconocer si Jeremía había actuado porque había sentido que ofendiendo a su amigo (al hombre que públicamente era reconocido como su amigo) lo ofendían a él, o si por una rara lealtad que solo podía manifestarse ante el ataque de un tercero.
En algún momento Jeremía y Elisa tuvieron dos hijas. Jeremía trabajaba en un pequeño museo local cuyas únicas colecciones eran de unos lamentables mamíferos pleistocénicos cuyos huesos liliputienses no tenían más de cien mil años: cualquier paleontólogo decente se habría rehusado a llamarlos fósiles. Elisa había emprendido un negocio de reparación de antigüedades, cosa que tenía sentido en un pueblo cuya aristocracia se había arruinado y trataba a toda costa de sobrevivir (la propia familia de Elisa había pertenecido a una larga tradición aristocrática). El negocio de Elisa representaba la mayor fuente de ingresos de la casa. Una tarde llamó Francis para ofrecerle un empleo a Jeremía en el Museo de Historia Natural de la capital, habían llegado colecciones nuevas de reptiles fósiles y se necesitaba a alguien experimentado en el reconocimiento de taxones. Francis había hablado con la junta y había sugerido el nombre de Jeremía, después de todo el hombre de joven había identificado el diente de un mosasaurio a simple vista, sin haber visto de cerca alguno antes. Jeremía dijo que lo iba a pensar. Elisa no tenía intenciones de mudarse, en última instancia su negocio estaba allí. Le propuso a Jeremía que fuera unos meses a la capital y probara el empleo, si funcionaba entonces ella consideraría la opción de mudarse con él. Elisa le confesó a André que había mentido, no tenía contemplado siquiera la posibilidad de mudarse, y sus esperanzas radicaban en que a Jeremía no le gustara la capital, y regresara. Si él decidía quedarse, quizás no pudieran seguir juntos nunca más. En otro tiempo André habría quedado entusiasmado por esa posibilidad, por la posibilidad de una Elisa soltera, pero ya era muy tarde. Se había desvanecido cualquier sentimiento trascendental hacia ella, y la había convertido en una amiga.
El trabajo en la capital era agotador, pero le permitió por primera vez en su vida contemplar auténticos tesoros fósiles. Había réplicas hechas con resina de esqueletos completos de animales de otros sitios, unas expuestas al público (cada día decenas de niños se fotografiaban junto a ellos), y otras en los gabinetes del museo, para estudios comparativos. Los gabinetes solían carecer de ventanas y poseían un olor característico, similar al de una ropa que hubiera sido guardada durante cien años en un armario. Cada noche hablaba por teléfono con Elisa y le contaba del pterosaurio encontrado en cierta sierra, que se había perdido y había reaparecido en un cajón veinte años después, o de los ammonites de colores resplandecientes como nácar, como arcoíris líquidos en el vidrio de piedra de la concha, muchísimo más hermosos que los opacos ammonites que él había encontrado en las canteras que tenía cerca. Con las hijas hablaba sobre la capital, de los diferentes tipos de pizza que se vendían en las esquinas, los menús escritos a mano con tiza en una pizarra, puestos en la calle (en su ciudad no solían verse, había apenas un puñado de restaurantes y la competencia entre ellos no era feroz). Hablaba de las luces y de las muchedumbres que todas las noches iban de los cafés a los restaurantes, y de los restaurantes a los cines y a los elegantes teatros, y de allí a los bares o a sus acogedoras casas. En el Museo de Historia Natural Jeremía ganaba más que en su antiguo trabajo, pero el alquiler era más caro, así como el transporte y la comida. A veces se sentía solo, prácticamente nunca veía a Francis, que estaba en otros países u ocupado pasando tiempo con su esposa e hijos, pero en general Jeremía se sentía realizado. Probablemente fueron los meses más felices de su vida.
André habló con Jeremía para pedirle que le trajera de la capital ciertos libros que allá no podían conseguirse. Jeremía los fue comprando poco a poco, porque no eran baratos, y también tenía que comprar un cargamento de juguetes para sobornar el cariño de las niñas. Elisa lo extrañaba muchísimo, una vez le dijo a André que quizás sí se mudara a la capital, porque había descubierto que no podía estar tanto tiempo sola. Francis por fin reservó todo un domingo para salir con su viejo amigo. Francis vestía con elegancia y a la vez cierto desenfado, y transmitía una vitalidad sorprendente como la de un muchacho, pese a tener cuarenta años. Ambos dieron una vuelta por la ciudad y hablaron sobre cuánto extrañaban las expediciones. Jeremía confesó que su verdadera aspiración era reunir suficiente dinero, y mientras todavía fuera joven emprender una expedición de meses, con una decena de hombres contratados, a fin de buscar otros restos del mosasaurio. Le contó que desde niño tenía un sueño recurrente de unos restos que esperaban en la piedra, y que cuando descubrió aquel diente se confirmaron las sospechas de ese destino, sabía que iba a encontrarlo y que iba a ser un descubrimiento sacudiera el país y le diera la inmortalidad. Francis le dijo que estaba seguro de que encontraría esos restos, y que sería el mosasaurio más grande y completo jamás encontrado, y le habló de la posibilidad de escribir un libro a cuatro manos sobre reptiles marinos. Mientras proponían la distribución hipotética de los capítulos tomaban vino y veían pasar a la gente, que por lo común jamás habría estado interesada en estos temas. Decidieron ir juntos a los mismos lugares que habían ido cuando se conocieron de jóvenes en el congreso, y así lo hicieron, y Francis llevó a su esposa y a sus hijos. La esposa había estudiado química, y daba clases en la universidad, era una mujer grácil y hermosa. Jugaron tenis ellos tres y el hijo mayor de Francis. Jeremía terminó demasiado agitado y el partido fue suspendido.
En sus ratos libres Jeremía trabajó en algunos capítulos del libro sobre reptiles marinos. Hasta entonces no se había detenido en cuán difícil resultaba dosificar la información, atraer la atención del lector, generar expectativas, satisfacerlas, crear páginas más lentas que permitieran luego una mayor agilidad y una mayor sorpresa en los fragmentos indicados. Habló por teléfono con André para pedirle consejos. Aunque en apariencia la narrativa y el ensayo de divulgación científica estaban distantes, poseían muchos vínculos, y André convenció a Jeremía de que un texto científico, además de ameno e instructivo, podía ser hermoso. Con el paso de las semanas Jeremía consiguió mayores responsabilidades en el museo, y hasta le fue asignado un pequeño esqueleto recién descubierto, que él de inmediato identificó como una variedad de pliosaurio. Reconstruyó al animal basándose en los esqueletos completos de otras especies que ya se conocían, y concluyó que era un género nuevo. Extrañaba las excavaciones, le confesó a André por teléfono, pero la verdad nunca había alcanzado una sensación tan gratificante: proponer un nuevo género. El diente de mosasaurio era demasiado impreciso como para hacerlo, pero ahora podía llamar a la prensa y proponer un nuevo género (la prensa, nacionalista e idiota, como suele ser, prestaba mayor atención a los animales extintos endémicos, aquellos que al parecer no habían existido en ningún otro sitio). Y así lo hizo, el animal, pese a no haber sido nombrado oficialmente, fue conocido por el público, e incluso un artista hizo la primera reconstrucción, una pintura al óleo (en realidad lo había tenido que imaginar casi todo, pero el público no solía ser muy estricto con sus libertades artísticas).
El problema comenzó cuando los descubridores del fósil ni siquiera lo reconocieron como suyo. Al leer en la prensa primero pensaron que se trataba de un nuevo hallazgo. Los teléfonos empezaron a sonar por todos lados, y empezaron a salir críticas de especialistas, y en algún punto Jeremía se dio cuenta del ridículo: había identificado como pliosaurio lo que en verdad era un plesiosaurio, había imaginado un reptil marino de cabeza pequeña, cuello corto y cola larga, cuando en verdad era un reptil de cabeza pequeña, cuello largo y cola corta. Sí, la situación podía resumirse en que Jeremía había puesto estúpidamente la cabeza del animal al final de su cola, había pensado que los restos de la cola pertenecían a su cuello, y los de su cuello a su cola. Hubo incontables caricaturas que lo retrataban como un hombre lento trabajando en un museo, que se rascaba tontamente la cabeza mientras ponía la cabeza del tiranosaurio en su cola, como si fuera un escorpión reptiliano, o que ponía el cráneo de un homínido al final de su coxis, o que ponía su propia cabeza en su propio trasero. Francis intentó atribuirse la culpa, pero no sirvió de mucho. Humillado y viendo destruida su reputación, Jeremía se marchó del museo antes de que lo expulsaran. Elisa lo esperaba en la estación de trenes. Cuando llegó no le preguntó nada, solo lo abrazó junto a sus hijas. Bienvenido a casa, le dijo. Elisa no lo contó, pero André adivinó que mientras se abrazaban el pobre Jeremía se había echado a llorar.
Jeremía convenció a varias instituciones de financiar una nueva expedición, donde mismo se había encontrado el diente de mosasaurio. Solo el descubrimiento de un inmenso reptil marino podía borrar la humillación a la que había sido sometido. Francis mantenía el contacto, pero seguía postergando de manera indefinida el libro a cuatro manos. Jeremía estuvo meses en los yacimientos dirigiendo a más de diez peones que, bajo sus instrucciones, iban tallando la dura piedra en busca de fósiles. En esos meses lograron encontrar ocho ammonites y un pez cretácico, el cual constituía el verdadero hallazgo. Aunque aquello no bastó para que pronunciaran su nombre sin matices de burla en la capital, al menos por allí recuperó algún respeto. El pez fósil y el diente de mosasaurio constituían las únicas atracciones del museo en el que había vuelto a trabajar, y ambas habían sido descubiertas por él. Regresó a la vida doméstica, de vez en cuando ayudaba al negocio de Elisa, que no había parado nunca de crecer (muchas personas lo conocían simplemente como el esposo de Elisa). De vez en cuando sentía un vacío corroyente y pensaba en sus viejos tiempos en la capital, o en el congreso al que había ido cuando joven, en el que había conocido a Francis. Ahora tenía más de cincuenta años, y muy pronto su salud no le iba a permitir emprender expediciones. Un día, mientras hablaba con André sobre el libro que algún día iba a publicar (pero André sabía que ese libro no iba a ser publicado nunca), le contó que seguía viendo los borrosos huesos en el sueño, y que seguía siendo su destino hallar al mosasaurio más grande y completo jamás descubierto. Seguido de eso, le pidió dinero a la Sociedad Espeleológica. André le explicó que ellos ya no tenían dinero, pero como siguió insistiendo se lo terminó dando días después de su propio bolsillo (André supo que Jeremía murió creyendo que ese dinero en realidad no había salido de su bolsillo personal, creía que aquello había sido una mentira a fin de cobrar el dinero de vuelta cuanto antes).
Las hijas de Jeremía ya no estaban en la casa: una vivía con su pareja y la otra había viajado a la capital por su carrera universitaria. Elisa, a fin de servir como decoradora en unas islas con potencial turístico en las que se estaban construyendo nuevas casas de verano, tendría que estar fuera por varios meses. Jeremía aprovechó para emprender su última gran expedición. André, ligeramente molesto por el incidente del dinero, no habló con él durante ese tiempo. Estaba ocupado terminando un libro de relatos que por fin podía darle el reconocimiento literario que había anhelado toda su vida. Sin embargo, escuchaba las historias sobre Jeremía que corrían en boca de la gente. Había pedido dinero prestado a una docena de personas y había contratado a veinte ayudantes para que de manera laboriosa agotaran las paredes de roca caliza donde sospechaba que podían encontrarse los huesos del mosasaurio. Se decía que Jeremía había hecho correr la voz entre los niños y los desempleados de la zona que daría una fortuna, además, por cualquier fósil que le llevaran. El viejo había enloquecido. Una vez que en efecto pagó lo prometido por un ammonite encontrado por un muchacho (por el que tomó el crédito, claro estaba), muchos habitantes se lanzaron a excavar en todas partes, incluso en zonas absurdas, en rocas que no tenían más de un millón de años. Algunos emplearon explosivos caseros, y otros cavaron con tanta brutalidad que, una vez encontrado el fósil (otro pez cretácico), lo dañaron de una manera terrible. Desde sus paradisíacas islas Elisa hablaba con André y le contaba de las mil historias que tuvo que inventarse ante Francis y ante los demás especialistas para explicar los daños en el nuevo pez fósil. Un hombre una vez le llevó a Jeremía un ammonite falso, que había sido tallado a mano en la misma roca donde solían encontrarse los moluscos. Otra vez uno de sus peones escondió un ammonite que había sacado de la piedra y utilizó a un niño como intermediario para revenderlo a Jeremía, y así cobrar su salario como peón sin suerte y el premio como cazarecompensas afortunado.
La última y extendida expedición del viejo paleontólogo se convirtió en una especie de mito local. Nadie sabía de dónde sacaba el dinero para proseguirla, pero el hecho era que parecía decidido a no detenerse. Elisa le contaba a André desde sus islas que al parecer salía del Museo de Historia Natural de la capital, puesto que últimamente habían acrecentado su interés por el yacimiento: habían mandado a buscar los ammonites, los dos peces, y por último el diente de mosasaurio, para volverlos a estudiar. Elisa ya no amaba a Jeremía como lo había hecho en su juventud, cuando lo había acompañado en la tienda de campaña, pero le contentaba de manera profunda que las investigaciones de aquel viejo empecinado al menos estuvieran siendo escuchadas de nuevo en la capital. El mosasaurio, sin embargo, seguía sin aparecer, y la expedición, que había adquirido proporciones míticas (auxiliada por la historia de los huesos que el viejo veía en sueños desde niño) se había dilatado demasiado, hasta un punto inaceptable para su salud. Elisa regresó de las islas preocupada por la salud del viejo en aquellas difíciles condiciones, y de ser necesario ella habría ido hasta allá, hasta los yacimientos, para traerlo de vuelta, pero al abrir la casa se encontró un escenario demasiado impactante. Estuvo cerca de desmayarse, y rápido llamó por teléfono a André. El escritor, cuyo libro de relatos tampoco había alcanzado el éxito esperado, acudió pronto y se topó con una casa saqueada. Primero pensaron que habían robado, pero la verdad era más simple: Jeremía lo había vendido todo para proseguir sus enloquecidas y estériles excavaciones. Había vendido no solo mercancías, sino vajillas familiares de Elisa, objetos que habían pertenecido a su familia por generaciones, y que sin importar las necesidades que hubieran atravesado (habían sido muchas) ella se había preocupado por conservar.
Tras el divorcio Elisa le dejó la casa a Jeremía. La mujer, ya anciana también, le contó a André de una traición no menos espantosa, de la que no había tenido conocimiento. Antes de vender las cosas de la casa Jeremía había ido entregando al mercado negro los ammonites, luego los peces y por fin el diente de mosasaurio. Los fósiles que había recolectado a lo largo de su vida fueron vendidos para conseguir los restos de un mosasaurio que no aparecería nunca. Acepta tu destino, le dijo Elisa a Jeremía antes de dejarlo para siempre, acepta que nunca lo encontraste. El museo local había comenzado a preocuparse por los fósiles que no acababan de ser devueltos por la capital, y llamaron al Museo de Historia Natural, hubo naturalmente una enorme confusión. Una vez más Francis tuvo que intervenir (ya era un viejo enfermo también, y ni siquiera trabajaba en el museo, lo tenían como una especie de estatua viviente, para actos y conmemoraciones), explicó que en verdad esos huesos habían sido pedidos por ellos, y recibidos, pero que habían sido robados de forma misteriosa. Hubo investigaciones fantasmales, hechas premeditadamente para no llegar a ningún sitio y que al final de su vida Jeremía no fuera a prisión. Aunque de manera oficial se aceptó la historia improvisada por Francis y Jeremía, la gente sabía muy bien lo que había pasado. Peor, Francis tuvo que saber la verdad. Jeremía tuvo que rogarle que se apiadara. Esos fósiles se perdieron para siempre, dijo Francis, todo lo que hallaste en tu vida fue para nada, y lo mereces, tú lo mereces, Jeremía, pero el resto del mundo no lo merecía. Faltaba mucho por investigar, y ahora habrá mil cosas que nunca sabrá la ciencia por tu culpa. Nunca más Francis le volvió a hablar. Jeremía lo llamó cada cumpleaños para desearle felicidades, pero la esposa siempre era la que contestaba el teléfono, y se limitaba a dar las gracias, y colgaba con una evidente incomodidad.
De esto último André se enteró porque el mismo Jeremía se lo contó con vergüenza. El viejo lo invitaba una y otra vez a que lo visitara y hablaran de sus respectivos proyectos, aunque ya también André hubiera envejecido un poco y sintiera que no hubiera más nada que escribir. Jeremía estaba convencido de que un día Francis iba a recapacitar e iba a contestar sus llamadas, y emprenderían de nuevo el libro a cuatro manos que habían pensado en conjunto. Francis murió a los ochenta y dos años de una apoplejía. Los últimos meses de su vida había estado casi paralítico, pero Jeremía no había tenido modo de enterarse. Hicieron algunos homenajes en la capital, y publicaron un libro de edición limitada, con páginas cromadas, en el que se incluían todos los fósiles que Francis había descubierto en su vida, así como numerosos detalles biográficos (en la portada, como cabía esperar, estaba el ave cretácica). Algunos de los detalles biográficos Jeremía los desconocía, producto del relativo distanciamiento que había sucedido en los últimos años. En el libro Jeremía no encontró una sola mención a su nombre. Resignándose a que el libro sobre los reptiles marinos no iba a ser completado jamás, Jeremía lo envió en su última versión a una editorial enfocada en la divulgación científica, con la esperanza de que la coautoría de Francis le diera luz verde al proyecto. Jeremía incluso le prometió absurdamente a André que resolvería contactos para reeditar uno de sus viejos libros de relatos. Unas semanas después los de la editorial llamaron para notificar que rechazaban el proyecto. Se habían comunicado con la viuda de Francis, y ella les había dicho que bajo ningún concepto su esposo habría permitido que ese libro oportunista y parasitario fuera publicado.
André se encontró varias veces con Elisa, y ella le había preguntado cómo estaba Jeremía, y él se había limitado a contestarle que estaba bien. La verdad las visitas a casa de Jeremía lo cansaban y le despertaban una tristeza demasiado desoladora, demasiado inminente, a la que prefería no acercarse. André fue dejando sus hábitos de lectura con los años hasta pasar la mayor parte de su tiempo libre viendo series humorísticas, en las que los personajes ya eran conocidos y reconfortantes, y en las que el conflicto se resolvía para todos antes de que aparecieran los créditos. Nunca se había casado, y ya era muy tarde para hacerlo, pero le gustaba el papel del tío adorable. Malcriaba a sus sobrinos y le encantaba ver cómo los niños crecían, cómo se habían sorprendido de pequeños por algo tan simple como el tamaño de una habitación y cómo disfrutaban ahora jugar ajedrez entre ellos. Y André experimentaba cada placer de nuevo a través de ellos, y eso compensaba lo demás. Le permitía seguir existiendo sin sus libros y sin la eternidad literaria, lo cual ahora le parecía ridículo, un insensato sueño adolescente.
Cuando se enteró de la muerte de Jeremía quedó irreversiblemente destrozado. Algo había en el destino de ese bribón con encanto que lo sentía suyo. Quizás le molestaba pensar en la historia de Jeremía porque se reconocía en ella: las ruinas de su sensibilidad literaria todavía eran capaces de generar paralelismos y significados en el caos absurdo que eran la humanidad y el universo. Las cosas cambiaban sin que uno pudiera remediarlo, y era tan ilusorio creer que alguna vez se había tenido algún control sobre el destino propio como creer que por no dejar evaporar el agua de una cazuela esa tarde no se aglomerarían nubes y dejaría de llover. La cultura, la sociedad, sublimaba precisamente las costuras, los absurdos de sus concepciones, nos llevaba a asociar las tumbas con las flores, cuando el cadáver resultaba un cuerpo hediondo, a asociar la humildad y la pobreza con la virtud, cuando no había nada de virtud en ellas. El énfasis del arte y la literatura a lo largo de los siglos en las decisiones que tomaban los hombres encubría que los hombres no tomaban decisión alguna, sino que sus épocas y sus genes decidían a través de ellos, y si existía un destino, no había sentido en ese destino, era solo una historia escrita por la mano de un dios dormido.
El entierro fue en un pequeño cementerio al sur de la ciudad. No asistieron más de siete personas. La nieta de Jeremía jugaba en su teléfono celular mientras André hablaba. Dijo unas palabras elogiosas, mencionó el diente de mosasaurio, y las historias pintorescas que protagonizó, mencionó también que había amado a Elisa y a sus hijas todavía más que a la paleontología, lo cual no era estrictamente falso: Jeremía había amado a Elisa y a sus hijas más que a la paleontología, pero no más que a sí mismo. Elisa le preguntó en voz baja a André si había sido una buena idea enterrarlo en aquel cementerio, había oído que se inundaba, y quizás hubiera sido mejor incinerarlo. No creo, contestó André, él habría odiado que lo incineraran. ¿Por qué lo crees? Por algo que me dijo la última vez que lo vi. Entonces Elisa preguntó por la última vez que André había ido a ver a Jeremía. André quiso hacer una historia detallada, así que le pidió que esperaran a la noche.
Era invierno, mientras anochecía tomaron té en un café que no estaba lejos de allí y luego decidieron caminar bordeando el río. Hablaron sobre cuánto había cambiado la ciudad. No parecía la misma, prácticamente se sentían extranjeros en una ciudad futurista. Por al lado les pasaban las parejas de jóvenes, hermosos y despreocupados. Eres mi único amigo, André, dijo Elisa, y le tomó la mano como lo hacía en los tiempos de la universidad, y los dos viejos siguieron paseando juntos mirando la corriente del río, en la que temblaban las estrellas deformes y amarillas de las luminarias reflejadas, silentes e imperecederas. André comenzó a contarle la historia de la última vez que habló con Jeremía.
Le ocultó la razón por la que había ido. Le habían dicho que las hijas le mandaban una cantidad aceptable de dinero todos los meses, y él estaba en apuros financieros, y creyó que podía cobrar la vieja deuda. Fue con la excusa de hablar de lo de siempre, de sus libros y proyectos, aunque esta vez el viejo Jeremía renunció a hacerlo. Para su sorpresa, desde que abrió la puerta, le habló desde una calma misteriosa. Jeremía estaba encorvado y usaba un bastón a raíz de una caída que le había fracturado la pierna, sus ojos tenían algo distinto, y el rostro mantenía una expresión verdaderamente lastimosa y a la vez seria, digna.
La casa acumulaba el polvo de meses. La luz entraba familiarmente por los antiguos y desnudos ventanales. André miró cómo caían las inagotables partículas de polvo, inflamadas por la linterna dorada del día. Miro el polvo y miró sus manos, la piel arrugada y llena de venas. Estaba sintiendo la vida. Jeremía regresó a paso lento y le mostró unos recortes de periódicos. Eran las caricaturas que le habían hecho luego de su error en la clasificación del plesiosaurio. André no supo si sonreír, pero al ver que el viejo cascarrabias reía se sintió libre de hacerlo también.
Después el viejo le mostró la fotografía de una pintura, un mosasaurio. El enorme reptil parecía una salamandra monstruosa con aletas en lugar de patas. La pintura capturaba muy bien la sensación de movimiento del agua y del elástico animal. Esta reconstrucción se hizo a partir de mi diente, es la única reconstrucción que se hizo. En el fondo es demasiado especulativo, lo sé, es como pintar una persona de cuerpo entero a partir del zapato que se encontró alguien, ni siquiera supimos a qué género pertenecía, pero bueno, es algo… Como sabes el fósil se perdió, a veces me pregunto dónde estará. ¿Tienes tiempo como para quedarte a almorzar? André afirmó con la cabeza, ya había olvidado el asunto de la deuda, por el cual había ido.
Almorzaron uno frente al otro en el comedor, con la mejor vajilla que había en la casa, como dos caballeros. A veces he pensado que el estudio de la literatura es como la paleontología, dijo André en voz alta. La literatura captura lo que está vivo y lo deja en el sedimento de los libros. Un libro es un molde hueco, como un fósil, como la piedra que llena el espacio dejado por el hueso orgánico. Jeremía negó con la cabeza, mientras se llevaba la comida a la boca. La literatura es admirable, pero subjetiva, dijo el viejo, unos creen que un libro es bueno, otros creen que es malo, pero un fósil está ahí y nadie puede cuestionarlo. El fósil existe en la piedra aunque nadie lo esté pensando, el libro no. El fósil en la piedra… es como si un dios lo estuviera pensando. Como si la tierra fuera una consciencia incesante, y tuviera sus nostalgias.
André fregó los platos y miró por la ventana, el cielo se estaba nublando. Debería irme, dijo. Un momento, contestó Jeremía, ¿podrías ayudarme en algo? Antes lo hacía, pero ya mi salud no me lo permite. Sígueme.
Lo llevó a un cuarto vacío en la parte de atrás en el que había una jaula con dos pájaros. Explicó que antes le gustaba de vez en cuando cerrar las ventanas y soltarlos para que volaran, pero ya no podía, desde la caída y la rotura de su pierna. Cerraron las ventanas, solo entraba la luz secundaria del vitral con la forma de un semicírculo que quedaba sobre las ventanas. André abrió la puerta de la jaula, y esperó unos segundos. Primero salió un pájaro, y luego el otro. Jeremía sonrió al verlos volar, aunque fuera en aquel cuarto abandonado. Ahora debes atraparlos, dijo. André se acercó a uno de ellos con cautela, pero el pájaro huyó. Tuvo que repetir la operación varias veces hasta capturarlo. Cogerlo le daba miedo, el pájaro latía en su mano como un corazón con plumas, sentía que ante la menor presión podía matarlo, y si aflojaba demasiado la mano podía huir de nuevo. La sensación de tener un pájaro en la mano es indescriptible. Lo metió en la jaula y la cerró rápido. Capturar al segundo fue más difícil, porque estaba agitado, y ya tenía sesenta y nueve años.
Fueron de nuevo para la sala. Recorrer la casa le había permitido a André descubrir que en la casa prácticamente no había muebles. ¿Cómo está Elisa?, preguntó el viejo. Está bien, respondió André. Era obvio que Jeremía quería que André se quedara un rato más, pero no sabía cómo retenerlo. André le dio el pésame tardío por la muerte de Francis.
Cuando lo vi por primera vez en aquel congreso Francis tartamudeaba, estaba muy nervioso, no sabía hablar en público. Yo había llevado una caneca con whisky y le ofrecí un poco para que se relajara, prácticamente era un desconocido, pero confió en mí, supo que yo había entendido la situación que estaba atravesando, porque yo la había atravesado también, yo había descubierto ese fósil, y eso me daba confianza, pero nunca había hablado ante una aglomeración de personas. Fuimos a varios sitios, me dio una especie de recorrido turístico por la capital, el único que tuve durante ese viaje. Se sintió muy bien, porque por mi acento todos notaban que yo no era de allí, y ahora al menos tenía un compinche, una persona a la que llamar si sucedía algo, cualquier confusión. Francis fue una persona generosa, mucho más de lo que yo he sido jamás, y también fue un mejor investigador, tenía mejor ojo, sabía en qué piedra buscar… Nunca volvimos a hacer una expedición conjunta. Hicimos solo aquella, y no encontramos nada. Si de algo me arrepiento en mi vida es de no haber encontrado nada en la única expedición conjunta que hicimos. No debió morir antes, la vida no es justa, él debió sobrevivirme.
André le estaba haciendo la historia de la última visita a Elisa, con lujo de detalles. Ella no podía decir una palabra. Sus ojos brillaban con una piedad infinita, líquidos y enormes. A pesar de ser una anciana Elisa seguía siendo una mujer bellísima. Había un silencio absoluto en la ciudad y el río negro corría. André continuó la historia.
El sueño recurrente, esos huesos misteriosos en la piedra… ya sé lo que significan. Pensé que eran los huesos del mosasaurio, pero estaba equivocado, dijo Jeremía (después de terminar cada frase los labios del viejo temblaban, como si fueran capaces por sí mismos de odiar). Cada vez pude ver con más nitidez los huesos, y hace unas semanas vi la fractura en la tibia. Creo que los huesos que he estado viendo en sueños desde niño no han sido otros que los míos. Jeremía se quedó afirmando íntimamente con la cabeza, como si se resignara, e hizo un gesto con la débil mano para invitarlo a caminar por el patio, lo cual constituía ya, junto a contemplar las aves, su único entretenimiento. André lo ayudó a levantarse, al viejo obviamente le molestaba que alguien tuviera que ayudarlo. El día estaba gris y seco. Eran las tres de la tarde, pero parecía como si pronto fuera a atardecer. No había más nadie por allí, y todo se sentía lejano y perdido.
Echo mucho de menos a Francis, sin él nada de esto tiene sentido, dijo Jeremía mientras caminaba con dificultad apoyado en su bastón. La punta del bastón dejaba pequeños y superficiales cráteres en el suelo. La mayoría de la gente no entiende cuán milagrosa es la existencia de un fósil, en medio del caos y la impermanencia que caracterizan al mundo. El animal debe morir y al instante quedar enterrado en un tipo especial de sedimento, continuó. Con un poco de suerte ese sedimento dejará pasar el agua con minerales que sustituirán el hueso original, y si no está cerca de una placa tectónica, que eleve el terreno y produzca erosión y un desentierro prematuro, o que lo lleve a las profundidades, donde se convierta en lava, si está enterrado preferentemente alejado de placas tectónicas, en tierras bajas, bueno… entonces hay una remota oportunidad. Tierras bajas, sí…
Los cálculos sugieren que las probabilidades de que un organismo se convierta algún día en un fósil son de una en mil millones, dijo. Piensa bien en eso: una en mil millones. Hasta hoy han vivido, se estima, cien mil millones de personas. Si mañana desaparece de repente la inconmensurable humanidad, cien restos fósiles machacados, incompletos y dispersos en el mundo será todo cuanto quedará de ella. Unas cuantas vértebras, fémures y cráneos, que habrían cabido en una sola fosa común.
Jeremía detuvo su trabajoso caminar, miraba el suelo con una expresión de desdén y de cansancio, como si buscara algo. Cuando muera quiero que mi tumba esté en tierras bajas, dijo. Sí, creo que es lo mejor… eso mejorará mis probabilidades.