Por Carlos Ávila Villamar
Los organizadores del congreso sobre medievalismo habían decidido celebrarlo en un modesto hotel de las afueras de la ciudad. El hotel era una construcción moderna junto a un río, en el medio del bosque. Tenía unas incómodas escaleras de piedra que daban a un muelle. La mayoría de las presentaciones hasta el momento le habían parecido a Fabia decepcionantes, y habría calificado la estadía de aburrida de no ser por los paseos nocturnos en bote. El hotel se hallaba a menos de un kilómetro de la desembocadura del río, por tanto sus aguas eran tranquilas y de noche resultaban invisibles. Los botes levitaban sobre un abismo negro que se empecinaba en duplicar temblorosamente las luces cálidas del hotel y de las viejas y sibilinas linternas que los guiaban.
Fabia no sabía remar, así que siempre reclutaba a alguien que lo hiciera por ella. El obrero de turno, con el que se veía obligada a entablar conversaciones casi siempre tediosas, movía sus brazos en dos pequeños círculos internos que provocaban dos círculos exteriores, una mitad de los cuales se encontraba sumergida. La cuarta noche, cuando ya estaba convencida de que no sucedería nada importante allí, vio en otro bote a un cura alto, vestido por completo de negro, que la observó de una manera rara. Sus rasgos eran brutales, étnicamente inclasificables. Tenía los labios gruesos, la quijada ancha y los pómulos cortantes. El cura se quedó viéndola mientras ambos botes (que iban en direcciones opuestas) se acercaron y luego se alejaron. El cura posó su vista sobre la mano desnuda de Fabia. Ambos botes llegaron a estar a unos escasos centímetros de distancia y ya encontrándose alejados Fabia pudo seguir sintiendo sobre su mano fría el peso de la vista de aquel hombre sin edad y sin nombre. Preguntó más tarde al tipo que la acompañaba y le dijo que el cura se llamaba Sila, y que era el hombre más raro que hubiera visto.
Al día siguiente averiguó que era ensayista y que pertenecía al casi desaparecido gremio de los curas letrados. Había publicado en su juventud varios libros hermosamente escritos, polémicos en ciertos círculos, sobre la morbidez y la belleza. En el congreso habló sobre la paganización de la mitología cristiana durante el medioevo. Empezó por un par de ejemplos pintorescos y poco conocidos (quizás intencionalmente desconcertantes) y terminó cayendo en lo que de verdad le interesaba: la teología. Su voz era breve y seca, y sus oraciones eran gramaticalmente perfectas. Una versión taquigráfica de la conferencia habría podido ser entregada a la imprenta sin ninguna edición. El padre Sila revisaba cada cierto tiempo unas tarjetas de cartulina que parecía no necesitar. Las tarjetas, más que una ayuda, daban la impresión del viejo hábito de una persona tímida, convertido con los años en una ceremonia. Varios escritores se durmieron o abandonaron la sala (las presentaciones se hacían en una especie de teatro diminuto en el primer piso del hotel, y los empleados apagaban las luces para encubrir piadosamente a los que se quedaban dormidos). Hubo un escritor burlón que le preguntó al cura si era cierto que creía que todo el sexo era abominable, incluido aquel exclusivamente destinado a la procreación. El sexo sin lujuria no me incomoda, respondió, lo que me parece abominable en este caso específico es la idea de la procreación.
Por la tarde Fabia hizo su nerviosa ponencia. Iba sobre la reconstrucción de cierto poema épico a partir de nuevas citas que se habían encontrado en una abadía olvidada. Ya había dado incontables conferencias sobre ese tema, y cada vez ella sentía que el tema se vaciaba más. El padre Sila no asistió. Luego Fabia se enteró de que él nunca salía de su habitación, y que el paseo en bote había resultado una ruptura inexplicable de sus hábitos. Por la noche una escritora cincuentona con cuatro tragos de más confesó en la sobremesa que el padre Sila le parecía muy atractivo. Los comensales risueños miraron para otro lado.
Los cuartos de hotel, todos iguales, familiarizan de antemano a los huéspedes. Las conversaciones solían girar en torno a diminutas miserias relacionadas con los servicios del hotel, miserias que delataban involuntariamente las verdaderas expectativas del congreso que tenían los participantes: una semana de vacaciones pagada por el gobierno. Las vidas de los participantes yacían en un callejón sin salida de vejez, esterilidad y ruina. De vez en cuando se escurrían chismes sobre lo que sucedía en una u otra habitación a altas horas de la noche. Frigidez, miembros impotentes, perfumes caros y rancios, que se mezclaban entre sí como las aguas de una ciénaga, parásita de un manantial otrora próspero.
El quinto día hubo una presentación interesante sobre la pequeña edad de hielo que comenzó en el norte de Europa en el medioevo y que duró hasta el siglo diecinueve. El congresista era un paleogeógrafo, pero sencillamente decían que era meteorólogo, el único científico como tal que había en el evento. Fabia y él hablaron en la terraza del hotel. Se sentaron uno al lado del otro, apuntando hacia el mismo lugar, en una postura que sugería menos un diálogo que una compañía. Vine porque supe que el padre Sila daría una conferencia, y quería la oportunidad de observarlo, dijo el meteorólogo. Dejó de publicar de joven por miedo a volverse demasiado popular. ¿Entiendes lo que digo? ¿Quién no quiere ahora mismo por encima de cualquier cosa volverse demasiado popular? Sila pertenece a una especie condenada a extinguirse.
Durante la madrugada Fabia bajó al primer piso del hotel, para entretener su insomnio, y quizás con la secreta esperanza de encontrar al ermitaño. ¿Era posible que tuviera el horario invertido, y saliera a estirar las piernas cuando no había nadie que pudiera molestarlo? Sila no se apareció, y Fabia regresó a su habitación vencida por el sueño.
Por la mañana Fabia no asistió a ninguna presentación: se despertó al mediodía y desayunó a la hora del almuerzo. Varias veces Fabia sintió el deseo de abandonar el hotel, como ya habían hecho algunos, los más sensatos. La asistencia a las presentaciones no era obligatoria. En algún momento del día anunciaron que los botes ya no iban a estar disponibles por la noche, a causa de un penoso incidente que había sucedido la noche anterior.
Aquella iba a ser la última noche del congreso. Fabia fue tarde al restaurante, poco antes de que cerrara, para comer en solitario. Se estremeció al ver al padre Sila en una esquina, rebanando un postre con el tenedor y hablando entre risas con el escritor burlón que le había hecho la pregunta insolente.
Fabia procuró comer rápido para terminar a la misma vez que ellos. Sentía humillación al observarse desde afuera, pero el sentido de oportunidad resultaba más fuerte. Salió ella primero del restaurante para obtener un mejor dominio de cualquier situación posible.
Unos minutos después Sila salió del restaurante acompañado por el escritor burlón, del que se despidió mediante un gesto de la mano. Sila caminó suavemente hasta donde estaba sentada Fabia, que lo vio acercarse sin apartar la vista, esperando a que él iniciara la conversación. Me gustó tu presentación, le dijo a ella. Pero no estuviste, ¿cómo pudo gustarte?, preguntó Fabia. El hombre con el que me viste hablando es mi cómplice aquí. Aunque pocos lo saben somos viejos amigos. Grabó todas las presentaciones, y me ahorró la molestia de asistir. Suelen ser bastante tediosas.
Me gustó también tu presentación, improvisó Fabia. ¿No es raro que un cura enuncie a los cuatro vientos que el diablo no existe? Sila sonrió y permaneció de pie en silencio por unos segundos.
Los textos sagrados dicen muy poco sobre el diablo, y creo que su función es más bien metafórica o genérica. Diablo en griego significa difamador, y Satanás en hebreo significa enemigo. La mayúscula es un invento tipográfico reciente, y es la que nos lleva a creer en ediciones bíblicas modernas que se trata de un nombre propio, de un sujeto en particular. No creo en la existencia del diablo como hoy se entiende, que el cristianismo tardíamente tomó prestado de los paganos, continuó, y eso es porque no creo en la existencia de la magia.
Para la mayoría de las personas Dios también puede considerarse magia, contestó Fabia. Dios debe ser visto justo como lo contrario a la magia, dijo el padre Sila, todavía de pie. Me dan mucha risa los supuestos ateos que consultan horóscopos o creen que pueden ganar la lotería. Al decaer el cristianismo han regresado tales charlatanerías primitivas. Muchos académicos papanatas culpan a la iglesia por la ignorancia medieval, pero olvidan que ante todo la iglesia trataba de combatir a los estafadores que vendían agua que curaba la lepra o sortijas que aseguraban la inmortalidad y la eterna juventud.
Él hizo un gesto con la cabeza como si le ofreciera caminar un poco juntos. Ella se levantó y lo acompañó. ¿Por qué tu amigo hizo aquella pregunta entonces durante tu presentación? Porque quería jugarme una broma, está claro.
Los demás huéspedes se habían marchado a sus habitaciones y el primer piso había quedado vacío. Los pasos de ambos resonaban secos en la cuadrícula del piso de madera.
¿Y de verdad sientes ese asco por el sexo?, preguntó indiscretamente Fabia. Supongo que tú también lo has sentido, respondió. Siendo sincera lo he sentido a veces. La belleza está siempre enferma de vanidad o de lujuria, dijo Sila. Hay un tipo de belleza que está enferma de vanidad, es la que nos hace regocijarnos por el mero hecho de creer que la estamos apreciando, como cuando admiramos un libro y en verdad nos estamos admirando a nosotros mismos por ser capaces de entenderlo y apreciarlo. O cuando damos una conferencia sobre un libro que nosotros habríamos querido escribir. Hay otro tipo de belleza que busca la morbidez de lo que resulta ajeno a uno, como la atracción sexual, o la rara curiosidad que nos despiertan algunas personas a las que no entendemos, o cuyas ideas nunca compartiremos.
Siento que lo que dices no es cierto, dijo Fabia, pero a la vez me siento absolutamente incapaz de contradecirte. Deberíamos irnos a dormir, dijo el cura.
Es cierto, contestó Fabia, pero antes debo decir una cosa: usted, padre, dice seguramente buenas noches, y por tanto cree en la magia. No entiendo qué tiene que ver. Decir buenas noches no es la comunicación de un deseo, explicó ella, sino un conjuro disfrazado. Si fuera así todas las cortesías serían conjuros disfrazados, respondió Sila sonriendo. Buenos días no es un conjuro, dijo ella. No sientes lo mismo cuando lo dices. Ella sonrió de nuevo y levantó la mano para despedirse. Buenas noches. Sila dio dos pasos hacia atrás y levantó la mano. Buenas noches.
En el pasillo de su habitación Fabia se encontró al escritor burlón. La saludó levantando la barbilla. Ella respondió el saludo y le preguntó si conocía desde hacía mucho tiempo a su amigo. Sí, respondió, conozco a Sila desde hace mucho tiempo. ¿Por qué tu amigo odia la belleza? ¿La considera un paganismo?, preguntó Fabia riendo. La considera una hechicería, eso sí te lo aseguro, dijo en tono serio el escritor.
Fabia entró al cuarto y prendió la lámpara que había en la mesa de noche. Se quitó el vestido y la ropa interior, y contempló su cuerpo en el espejo alto y estrecho que los diseñadores del hotel habían considerado apropiado para los futuros huéspedes. Fabia volvió a ponerse el vestido, esta vez sin la ropa interior.
Una vez dentro de la habitación Sila fue deshaciéndose de forma despreocupada de su ropa. Su mente se encontraba en un estado de tensión insoportable. Buenas noches: la frase hechicera aquella mujer se repetía en su cabeza. Fue desnudo al baño a lavarse la cara. Sintió en la planta de sus pies el cambio de la madera a la alfombra peluda. Cuando regresó al cuarto a oscuras descubrió la silueta de mujer sobre su cama.
¿Cómo entraste?, preguntó Sila. La puerta y la ventana estaban cerradas. Fabia prendió la pequeña lámpara, igual a la de su habitación, igual a la lámpara ante cuya luz había examinado su cuerpo hacía veinte minutos. No se escuchaba ningún ruido, y dentro del cuarto el aire estaba tan quieto que pese a existir una distancia prudencial la tibia respiración de uno llegaba al otro.
Sila comprendió. Fabia se levantó y se quitó el vestido en un solo gesto, cruzando hermosamente ambos brazos por encima de su cabeza. Ven, dijo ella y lo condujo a la cama. Se acostaron desnudos y poco a poco se abrazaron de frente, sin decir otra palabra. Sila sintió los senos voluptuosos contra su pecho y no fue presa de ningún tipo de excitación, ni de exaltación siquiera. Un poco encima de su rodilla quedaba la cálida entrepierna de ella. La sensación resultaba indescriptible. Durmieron como hermanos.
Despertó por el sol de la mañana y descubrió que Fabia se había ido. Se vistió y bajó las escaleras. La buscó en el restaurante, y no estaba, y en la recepción, y no estaba, y en el parqueo, y no estaba, y de repente la vio bajar las escaleras, y se horrorizó. Llevaba definitivamente el mismo vestido, pero no era ella, su rostro era distinto, era literalmente el rostro de otra persona. ¿Nadie más notaba aquella tenebrosa farsa? Buenos días, dijo la cortés y alegre impostora. Buenos días, contestó él, todavía paralizado.
La falsa Fabia arrastró la maleta hasta la salida, y otra mujer se le acercó y le comentó algo en el oído, y ambas salieron risueñas del hotel.