Por David Noria
...cuánto cuesta a los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos. Lazarillo de Tormes
Del tránsito del pintor José de Ribera, el Españoleto, teníamos apenas un bosquejo. Por punto de partida, la orgullosa Xàtiva valenciana donde vio la luz, bajo Felipe II; y por estación final, la Nápoles de mediados del seiscientos, donde su pincel se detuvo. Entre ambos, Roma, capital de prelados, embajadores y cortesanas; allí mereció una silla en la Academia de San Lucas. Italia fue en consecuencia el temprano destino de una vida de errancias a las que, mozo aún, este hijo de moriscos fue arrojado por una patria áspera, cuando entre 1609 y 1614 se recrudecía en España el drama de la pureza de sangre. Por una coincidencia inescrutable, el brazo de España flaqueará sobre su imperio al mismo tiempo que, ya anciano, el Españoleto, mimado por virreyes sicilianos e idolatrado de lejos por Velázquez, entregue el alma en 1652.
El joven narrador Andrés del Arenal ha pintado con notable maestría sobre ese bosquejo su reciente novela Jusepe, consagrada a la azarosa vida de Ribera. Para el retrato animado de su protagonista ha dispuesto, como corresponde, un fondo oscuro, tenebrista, y desde allí ha asediado la tela para extraerle los colores y despertarle la expresión a los contornos. Su paleta es dramática. Asalta por fogonazos. Las encarnaciones de sus personajes son vívidas y la luz cae a sesgo. Ha intuido, a fuerza de frecuentar los corredores del Prado, que José o Jusepe de Ribera –como solía firmar– llevó una vida picaresca, impenitente. De otro modo no se explicaría esa devastadora empatía con el submundo, con los menesterosos y tullidos, abandonados y parias que tomará como modelo para sus santos y filósofos. De otro modo no se explicaría que retratase tan bien las costillas salidas y los vientres pandeados por un hambre que él mismo debió conocer. Otro tanto dígase de su mundo: las plazas y las calles valdrían para el curioso de la anatomía –para el pintor– lo que los anfiteatros, por la asiduidad de los linchamientos y escarmientos públicos, donde se podían aprender los secretos del cuerpo humano bajo la cruel especie de miembros dislocados, tendones partidos y desollamientos. Eran los siglos duros, calentados con alquitrán y mal iluminados por velas. La época que parió al barroco fue una escuela de dolor.
Desde la lejanía irrumpen los gritos de los capataces, los latigazos, los relinchos. La mirada de Jusepe está suspendida en el salvaje espectáculo cotidiano que se aproxima y que lo avasalla y lo conmueve hasta la indefensión: ha terminado la jornada y los labradores vuelven de la era; se arrastran como una procesión de galeotes, de piltrafas, bajo el peso de los rudimentos; los pies endurecidos por la rígida y seca tierra; los ojos ciegos, al borde de la locura; los vientres como estrías, como pellejos, desnudos al aire.
Este tenaz ejercicio de la observación –insospechada técnica espiritual– será también transmitido entre los pintores como una condición del oficio:
Jusepe llevaba a sus aprendices a ver los suplicios que tenían lugar cada sábado en Largo di Palazzo para que estudiaran desde distintos ángulos el aspecto del cuerpo humano cuando es colgado, desmembrado o escarnecido. Les hablaba de los “secretos de la anatomía marchita”.
No es difícil adivinar que detrás de muchas páginas de su novela, Andrés del Arenal se ejercita en el arte de la écfrasis, no menos que en la composición original de retablos, lienzos y grabados hechos de poesía, como quiere la Epístola horaciana. Así, el célebre cuadro del Patizambo de Ribera recuerda en más de un sentido al personaje memorable del rey Trástulo, iniciador del futuro pintor en el mundo de la germanía y caudillo de una banda de malvivientes que acogen en su seno al joven rumbo a Italia:
–Llamadme Trástulo con su Perro o rey Trástulo a secas. Rey de las masas sin oficio, traperos, maleantes, peleles, leprosos y mendigos. Majestad de trujumanes y gentes del mal vivir. Señor del muladar, artífice de comedias y amigo de los animales. Mi condición de menguado ya os digo que es vana y acaso irrepetible. En otra vida fui el pastor Amarilis y por los alcores suspiré por la pastora Jacinta, cuyo beneficio no obtuve. Otra, menos regalada, transcurrió en Oriente como agrimensor de príncipes (en mis ratos de ocio solía combatir, fingiendo, a unos hombrecillos verdes del tamaño de mi pulgar). Siendo caballero cruzado caí herido de un saetazo en el carillo, quedóse el hierro dentro hasta que un día, corriendo un caballo, lo eché por la boca.
El mismo personaje presenta a sus comparsas, en quienes un Ribera niño pudo acaso presentir al colegio apostólico que después pintaría, rentando horas de pose en su taller a pordioseros a cambio de mendrugos.
–Y ya que estáis tan cerca –siguió diciendo el rey Trástulo–, dejadme que os presente a mi familia. Peligro de los ricos y terror de los ejércitos: Puerta del Hades. Barba azafranada y pecho fuerte: Riccadonna Brasi. Hombretón barbilampiño sin seis dientes: Gerrit el largo. Mozo estrábico de axila olorosa: Matías Correa. Chepa desproporcionada y cara corta: doña Barta. Dos orejas enormes muy despegadas del cráneo: maese Colón. La pierna derecha más corta que la izquierda que va en zancos: la niña Petra. Serena, su hermana tornadiza, que se queja, se mueve y se rasca por cualquier motivo. Una saliente bestial por la barbilla y sin cejas: el viejo Gargas. Agrio de carácter y propenso a la oración y al silencio: Saúl Ricardo. Catalina Cutanda, viuda del gobernador de Xàtiva y unida en segundas nupcias al viejo Gargas, y su hijita Carola, de cuatro primaveras.
Dueño de la retórica sutil y avisada de los “motivos” pictóricos, le basta a nuestro novelista sugerir, por ejemplo, que el padre del Españoleto era zapatero, para que cobre sentido que éste alentase a su hijo a caminar rumbo a su condición de errante y desterrado, lejos del solar familiar. Del mismo modo, el propio Ribera había retratado a san José en su taller de carpintero, al que el niño se acerca con una canasta llena de clavos y martillos que anuncian su fatal madero. La identificación del Españoleto con Cristo, por lo demás, es una constante en la narración. Bien visto, el tema subyacente de la novela, igual que en toda la pintura del Españoleto, no es otro que la comunión de la luz y la sombra, el fango y el éter, la beatitud y la podredumbre, en suma, el dolor y la gracia. “Yo también soy la rosa de Sarón y el lirio en los valles, el lirio entre los espinos”, repiten a coro los sufrientes.
Los episodios de esta picaresca tenebrista, empero, no mueven a risa, sino a un respetuoso silencio. Cada peripecia oculta su parábola y en cada capítulo late una como plegaria que se purifica en el fuego. Cierto, se trata de un viaje hacia el mundo mediterráneo del siglo XVII, con sus palacios e intrigas; a la era convulsa de la Contrarreforma que, para hacer frente a la amenaza septentrional, se valió de Ribera y de otros para advertir con sus obras a los fieles, mientras en el Levante, por otro lado, no acababa de ocultarse del todo la luna del Islam. Es también el elogio de una familia morisca que forma con amor a sus hijos en la frecuentación de los secretos de la farmacopea, los libros del Índice y los instrumentos musicales; el viaje del artista desterrado que conquista sucesivamente la capital del arte, el amor de una mujer comprensiva y el respeto de sus compatriotas y cofrades del pincel (“Eran jóvenes, eran beodos; estaban completamente arruinados”). Al mismo tiempo, es la crónica de cómo la escuela de pintura barroca, impulsada por Roma a expensas de la plata de América como señaló Fernand Braudel,[1] convirtió al realismo la sensibilidad de los artistas de su época:
Cuando las telas de Jusepe llegaron a Madrid la historia del mundo cambió para siempre. Se hicieron copias y copias de las copias y copias de las copias de las copias que no tardaron en colgarse en todos los rincones del imperio: salones e iglesias, capillas y gabinetes, escuelas y diputaciones, cárceles y las galeras que cruzan el mar. Una tarde en Sevilla, un marchante de cuadros entra a un taller. Los artistas interrumpen su labor. Les muestra un Santiago de la escuela napolitana. Uno de los pintores piensa y no piensa, escucha palabras en su cabeza como si pensara, como si fueran moldeadas por dentro con su propia voz, escucha: en pobreza de carne, tal como soy, heme aquí, padre; polvo del camino que el piadoso viento apenas levanta. Pobre cosa caída, que la tierra recoge. Golpes de burdas hojas amarillas, otras cuartean las ramas y se desprenden retorcidas. Cierto es el río que apremia en las orillas. Su nombre es Diego Velázquez.
Pero esta novela es, ante todo, un viaje hacia dentro, un testimonio de un alma que ha comprendido a otra, su gemela, a través de los siglos, y que, lejos de contentarse con transmitir un mensaje, ha decidido encarnarlo, a tal punto el pintor se ha instalado dentro del novelista.
Théophile Gautier dedicó un poema a Ribera, del que vale la pena rescatar algunos versos:
En ti vemos siempre al moreno valenciano, campesino azaroso, mendigo equívoco, moro al que el bautismo apenas hizo cristiano. Tú sabes revestir de una belleza extraña estos tres monstruos abyectos, terror del arte antiguo, el Dolor, la Miseria, la Caducidad. Pareces ebrio por el vino de los suplicios como un César romano insultado en su púrpura o como un victimario después de veinte sacrificios. Los más grandes corazones, ¡ay! tienen las penas más grandes, la copa más profunda contiene más dolores.
Gautier, crítico de pintura al fin, acertó cuando dijo del Españoleto, y que hoy, bajo una luna amarillenta y descolgada de Madrid refrendamos para el arte de Andrés del Arenal: “Lo verdadero, siempre lo verdadero, es tu única consigna”.
[1] Fernand Braudel, La Méditerranée et le monde à l’époque de Philippe II, 2. Destins collectifs et mouvements d’ensemble, Armand Colin, 1990, París, p. 573. Ver el capítulo : « Un grand centre de rayonnement méditerranéen : Rome ».