Por Jose Alberto Fernández Simón
V
Más de una vez he creído adivinar la idoneidad que poseen los timbres de los instrumentos para los efluvios de la experiencia estética. (No ha de pasarse por alto la misteriosa tersura de esa conjunción de palabras que se pronuncian lentamente – adivinar la idoneidad – provistas de una breve y elegante metafísica del número y de las voces).
Durante alguna tarde somnolienta anoté las relaciones entre el oboe, la niebla y los páramos, entre los violoncellos y los huesos y la carne y los arrecifes, entre los clarinetes y los paseos y el agua; asocié el sonido seco de la guitarra a las gradaciones de la luz en las casas de puntales altos, a los sillones de mimbre y las ventanas de madera. Una noche calurosa observé el ingenio y el error de Prokofiev en una obra sin duda menor: pensó el fagot como un abuelo desatinado y ridículo, como una burla, pero representó al héroe (al niño) con las cuerdas, y al ave con la flauta, y cayó en el facilismo y en la imitación directa; asumí la grisura de las cenizas, la textura de las barbas, y el óxido: todos desprendimientos de la viola; también acaté la sugerencia oculta de John Cage en 4’33: el timbre del silencio – igual que todos los timbres – es una batalla interminable. Los científicos del arte han querido dilucidar en esa particular pieza un comentario sobre “la morfología de la obra”, que debe ser, como suelen denominarle toscamente, una “construcción del receptor”; he preferido ver, en cambio, la plenitud, las emanaciones inaudibles de una inspiración pitagórica, la fórmula de viejas y secretas doctrinas. La música de las esferas es asimismo el objeto de un acorde que en este preciso momento se eterniza en la intimidad de una iglesia en Alemania.
Ignoro si muchos músicos paladean con verdadera disciplina y entusiasmo los sonidos, como lo hacen los poetas, o al menos algunos poetas que conozco, dispuestos a ensanchar sus días en las comuniones de una única palabra, o de una única sílaba. Me pregunto si existe el músico que se detiene durante horas en una o dos notas de su instrumento, no para estudiar un mecanismo o una técnica o una pieza, ni para pensar en los gustos de su público; tampoco para reparar en las posibles mezclas de estilos y citas que le llevarían a la composición, ni para hallar la esencia y la conformidad de algún autor antiguo, sino para explorar las fascinaciones que se tejen desde lo sensible. Me pregunto si existe el músico que piensa, tras un giro de asombro de su arco: siempre se está anocheciendo y es siempre la hora de figurarse en cuervo. He aquí nuestro muro desvestido y los cinco jueces cabizbajos. La mano que se alza levemente es también la más tierna.
Pero para esto hace falta la palabra, y muchos la han olvidado y han confundido la música con el mero sonido, y lo han desconocido todo. Jamás es ajena la palabra. Un concierto para cuerdas y continuo de Tartini admite la conversación metódica de un hombre consigo mismo, un hombre que cree dilucidar la calma en los juegos de relación de Escher, de Durero, de Borges; la Chaconne de Haendel, descubierta en la cordial guitarra de Russell, dispone el orden de diminutos artefactos y reliquias, de lápices y otras formas en desuso sobre la mesa en la que luego el escritor decide donde han de sucederse las imágenes y el énfasis. Es posible invertir la fórmula del tondichtung de Franz Liszt. Han de completarse aún los cuadros y poemas que la supuesta música pura de Brahms amerita; ya he entrevisto el punto de fuga, la profundidad y el curso de las calzadas.
Permítaseme, si es acaso me he extraviado, regresar a los timbres. Lichtentritt defiende erróneamente que no importa que un pasaje de Bach sea interpretado por una flauta o un oboe o cualquier otro instrumento solista siempre que la ejecución sea correcta. He de discrepar. De una versión para saxofones de sus suites lo más admirable es la desesperación de las bocas imaginadas, la disciplina y el argumento del cuerpo; el sonido por sí solo resulta fresco, tal vez novedoso, pero velozmente baladí. Si alguien ensayase la proposición, a veces desleal, de que el oboe de Gabriel, de Ennio Morricone, podría tomarse como una ilustración inadvertida del mito platónico del carruaje alado, el auriga y los corceles, debería no solo trazar conexiones armónicas, ascensos y descensos y resoluciones, sino también argüir que la imagen sería impensable sin la impresión primera del oboe. Berlioz, uno de los grandes orquestadores, jamás sospechó la cualidad de la estrechez de su tratado. Del violín en E, sirva esto de ejemplo, afirma que la dificultad de manejarlo no es muy ardua y que el sonido es brillante y hermoso, ¿pero es acaso esta descripción suficiente? ¿Nos vale con saber sus alcances técnicos y expresivos, como le suelen llamar los que han quedado ya satisfechos, y alguna que otra cualidad fugaz?
Schoenberg reconoce al final de su tratado sobre armonía, aunque alejado del sentido que yo hubiese deseado, el estadio de valoración yerma que acusan los timbres de los instrumentos. No puedo evitar, sin embargo, cierto optimismo cuyos márgenes podrían ampliarse enormemente: en un opúsculo del siglo XV, Burtius afirmó, sin ánimos de certeza, que la superioridad bélica de Roma se debía al terror que producían en sus enemigos las trompetas, los tímpanos y los cuernos; quiso enunciar así la ira y la animosidad del timbre. Siglos después Wassily Kandinsky asociaba los tonos del color azul al violoncello, al contrabajo y al órgano; los del verde, al violín; y los del violeta, como la escoria, al corno, a la gaita y al fagot. Entre las líneas de Cómo escuchar la música, aquel libro vulnerable y útil de Aaron Copland que es tan difícil no estimar, se lee que “el fagot puede producir en el registro grave un staccato seco, grotesco, de un efecto que se diría evocador de un duende travieso”, y que la flauta posee un “timbre blando, frío, fluido, suave como una pluma”; de todas las adjetivaciones posibles, Copland otorgó al corno la de quejumbroso; sobre la tuba, solo alegó maravillosamente un valor ético: la dignidad. Declaro que me gustaría hilvanar una historia de las aproximaciones poéticas a los timbres. Las consecuencias serían sensiblemente favorables.