Por Carlos Ávila Villamar
Me sucedió algo curioso mientras leía la traducción que hizo Editorial Periférica de La vida en tiempo de paz, de Francesco Pecoraro (constituye su primera novela, y se publicó en italiano cuando el arquitecto ya había cumplido los sesenta y dos años). Las páginas inaugurales me parecieron tan buenas que la recomendé al instante a Ronald Abilio Noda y a Carlos Jaime Jiménez. “Es más o menos como leer al mejor Houellebecq, o al mejor Thomas Bernhard”, creo que les escribí con apuro, corriendo el riesgo de la imprecisión. Seguí avanzando y la novela de setecientas páginas parecía desplomarse. Para ahorrarles la molestia a mis amigos (siempre he sido cuidadoso con las lecturas que sugiero) les envié un mensaje de derrota en el que anulaba mi recomendación: “falsa alarma”. Después de una semana, no entiendo bien por qué, le di una segunda oportunidad y seguí leyendo, y me volvió a parecer extraordinaria. Luego la volví a encontrar aburrida, luego volvió a interesarme, y así… Pronto entendí que era uno de esos libros. Una inteligencia magmática quería abarcarlo todo, quería escribirlo todo sobre todo, oceánicamente, y en su atrevimiento diseminaba islas de indiscutible brillantez.
El argumento de la novela funciona mejor en la contraportada que en la tripa: un ingeniero italiano, que trabaja en el remplazo secreto de un arrecife coralino por una copia artificial, se prepara para viajar de regreso a su ciudad. Este sería en realidad solo el relato marco, la caja mayor en la que se guardarían las otras: los pasajes ensayísticos (de temas variados, tales como la caída de Constantinopla, o el diseño de aviones de combate) y los pasajes narrativos (memorias relativamente inconexas de la adolescencia, de los años de universidad, de la madurez). En el relato marco no sucede mucho, salvo al final. ¿Cómo justificar entonces La vida en tiempo de paz? ¿Los sorprendentes islotes volcánicos excusan lo demás? Me atrevo a contestar que sí, que las páginas inaugurales sobre la caída de Constantinopla (sobre la inevitabilidad de la catástrofe, y la dimensión biológica, natural, de un hecho histórico: los parásitos, los fluidos corporales, la fetidez, dimensión que es anterior, más profunda que la humana), la disertación sobre los aviones de combate (¿no es hermoso comparar al Mig-15, de nariz plana y alerón alto, con una orca?), los fragmentos de la pesca submarina (la extrañeza de las experiencias bajo el agua, “silenciosas, íntimas”), y las páginas centrales sobre “la vida en tiempos de paz” (la domesticación que hizo el capitalismo de la juventud revolucionaria) valen la pena. E incluso me atrevo a pensar que de La vida en tiempo de paz haber tenido trescientas páginas, y no setecientas, y de haberse ahorrado Francesco Pecoraro el símbolo vulgarmente evidente de la sustitución de los arrecifes coralinos en el relato marco, habría sido una obra casi perfecta.
Es posible que quien me lea se sienta ligeramente confundido por la exuberancia de detalles y temas en el párrafo anterior. La cuestión es que más o menos así se siente la novela. A la confusión habría que añadir nuestra posible incomodidad ante ciertas ideas misóginas, y nuestro aburrimiento durante las páginas en las que los personajes se ponen a debatir sobre política (la política solo es interesante desde una visión apolítica, es decir, histórica). El mayor defecto de todos sería ese afán por querer sintetizar en una novela la vida de una generación de italianos. Me recuerda en ese sentido (salvando las atroces distancias estéticas e intelectuales) a la más inconsumible literatura cubana contemporánea. La mayor virtud estaría en conseguir aproximaciones complejas, desde múltiples dimensiones, al mayor y al menor de los objetos, justo cuando lo más corriente para un prosista es limitarse a hablar del objeto desde un sistema elaborado por otro, si acaso atreviéndose a dejar caer alguna que otra idea propia (como un estudiante que escribe su tesis de grado aferrándose al marco teórico que ha encontrado, que en el caso de los escritores puede ser el anticomunismo, el comunismo, o cualquier otro). Pecoraro se atreve a explicar un suceso histórico desde la visión de los parásitos de los humanos y las bestias que en el suceso intervinieron, y a comparar la forma del avión con la función del vuelo (el vuelo no es otra cosa que la forma que permite volar, la forma es el vuelo mismo: ahí está su definición de perfección estética), a eso me refiero, a su capacidad para rastrear causalidades de las que nuestra experiencia cotidiana nos enajena, a sus asociaciones originales e ingenieriles.
Bien avanzada la novela un personaje dice que, dejando afuera los insectos, las bacterias y los virus, cuyas masas son tan pequeñas que apenas tienen peso (para ellos más que la gravedad importa la cohesión molecular, la cohesión molecular explica que las arañas caminen por las paredes), las restantes cosas están sometidas a la gravedad y están determinadas significativamente por ella: “Es necesario saber que todo lo que existe, o sea, lo que existe por encima de una dimensión determinada, es una respuesta a la gravedad. O mejor dicho, también es una respuesta a la gravedad. Lo son, por ejemplo, la forma y las dimensiones de nuestros huesos. La forma de las colinas y de las montañas. De los pechos de las mujeres”. El análisis del personaje va incluso más lejos. Dice que caminar consiste nada más y nada menos que en aprovechar la gravedad para nuestro beneficio (“una secuencia de caídas hacia adelante”), que mesas y sillas son “dispositivos antigravedad”, que la gravedad es una fuerza importante para el ordenamiento del mundo, y no solo del mundo humano, ya que planetas y estrellas se ordenan gracias a la gravedad, y que la idea de un universo ordenado “deriva del fenómeno de la curvatura del espacio que se produce en presencia de una masa”. Sería quizás esta la observación más audaz: “Sin gravedad, la misma idea de mundo tal como lo conocemos ya no tendría sentido y nuestro sistema de pensamiento se desvanecería”. La vida en tiempo de paz reluce justo en este tipo de fragmentos, cuando la voz narrativa parece contemplar el mundo desde la altura, desde la distancia, como alguien que mira el suelo desde un avión y se dispone a lanzar máximas.
No voy a ahondar en el tema que da título a la novela (una frase se me quedó impregnada: “la paz es guerra de todos contra todos”), quiero escribir sobre la noción de naturaleza que postula. Ahorrémonos la explicación de que están desapareciendo los corales, porque eso ya lo sabemos. A diferencia de nuestros padres, los nacidos en los noventa crecimos escuchando a todo el mundo hablar del colapso del ecosistema. Lo interesante es que haberlo escuchado tanto no nos ha vuelto más responsables. Al contrario, hemos “naturalizado” el problema, y hemos naturalizado además que el colapso va a ocurrir de todas formas. Por primera vez en dos siglos ha surgido una generación que está espeluznantemente consciente de que el futuro no va a ser mejor, de que el progreso no va a salvarnos. De hecho es posible que cuando seamos ancianos hablemos sobre nuestra juventud con nostalgia: los tiempos en los que cualquiera podía comer pescado fresco, los tiempos en los que cualquiera habría podido (de haberlo deseado) cultivar hortalizas en su jardín. Todo esto lo sabemos, y La vida en tiempo de paz no se molesta en explicarlo, lo que hace es replantear lo que la naturaleza constituye para el hombre. “Lo que hoy en día nos parece «natural» simplemente está en estado de abandono… Es naturaleza ya manipulada de antemano, cuando no destruida, cuando no reducida a vertedero, y luego dejada de la mano de Dios…Pero nada es auténtico: lo que hemos destruido no era más que lo que quedaba de otras destrucciones precedentes e innumerables…”, escribe Pecoraro. Debajo de las destrucciones hay edades borradas, y su conciencia impulsa una “necesidad de prehistoria”, “ganas de simplificación primordial del mundo”. ¿Y esto exactamente qué significa? ¿Qué significa esa frase tan hermosa y enigmática: “ganas de simplificación primordial del mundo”?
Durante siglos la oposición entre civilización y naturaleza moldeó nuestra imaginación. Más antigua ha sido la oposición entre ser humano y Dios, pero ya regresaremos a ella más tarde. No se percibe la naturaleza sin percibirse la civilización. Fue producto del surgimiento de la civilización como la conocemos que nos dimos cuenta de que la naturaleza, por así decirlo, “estaba ahí”. Con naturaleza nos referimos al paisaje no tocado por el hombre, pero recordemos que para los griegos naturaleza era algo distinto, era aquella condición esencial de una cosa. Ese sentido original de naturaleza (físico) todavía lo usamos por momentos, cuando hablamos de la “naturaleza humana”, o de la “naturaleza del color”. La gran pregunta era qué cosa no era naturaleza. ¿Eran naturaleza las eventuales pestes, los cometas en el cielo, las zarzas en llamas? ¿Eran naturaleza los botes construidos del cuerpo del árbol, el vino extraído del pudrimiento de las uvas, el placer que no buscaba la procreación? La naturaleza mediaba entre Dios y los seres humanos. Desaparecido Dios, al final de la época feudal, el hombre quedó solo ante la naturaleza, y entonces empezó a clasificar las cosas a su alrededor de una manera que si lo pensamos bien es ridícula: por su nivel de procesamiento. Es la forma en la que una fábrica ve el mundo. Solo hay materia prima, producto, y lo que hay en el medio entre materia prima y producto. La exaltación de la naturaleza es solo la contraparte, la huella cultural de haber creído que Dios había creado el mundo, y que respetando el estado “natural” del mundo y las finalidades “naturales” de las cosas se estaba respetando a Dios. ¿O es que hay una auténtica belleza en la naturaleza que no tiene nada que ver con esto? ¿Cómo ven la naturaleza los pueblos que quedan en el mundo separados de la civilización? Tal vez vean belleza en los bosques y en la nieve, pero estoy bastante seguro de que será una belleza por completo distinta de la que percibimos nosotros. Inventamos la belleza “prehistórica”, “primordial”, porque necesitamos ponernos a nosotros mismos en el cuadro, aunque sea por ausencia, aunque sea insistiendo en nuestra exclusión.
Entre menos va quedando de la naturaleza (si es que algo queda ya) más peso simbólico va la naturaleza adquiriendo. Porque incluso esa naturaleza civilizada, domesticada, que constituyen los balnearios, las plantas de balcón, los cipreses de jardín, va constituyendo cada vez más un lujo, o una señal inconsciente de estatus y seguridad. Y para el resto solo quedan las copias, remedos de segunda o más bien de tercera: las piscinas, las plantas de plástico, los fondos de escritorio de bosques vírgenes. El protagonista de La vida en tiempo de paz se ha resignado a esa condición residual de la naturaleza, y Francisco Pecoraro plantea aquí su tenebrosa hipótesis: cuando ya no haya naturaleza, cuando ya no haya arrecifes coralinos, la naturaleza falsa, los arrecifes falsos, serán la naturaleza. A fin de cuentas, la primera naturaleza nunca existió: también nos la inventamos. Las sustancias que componen un bote de madera son tan naturales como las que ya existen en el árbol, el vino es tan natural como lo es el suelo que se origina cuando se fermentan las hojas y los frutos, y el placer del acto sexual es tan accidental como la propia reproducción de las especies. No hay bien ni mal en la conservación de los bisontes ni de los tigres blancos. Creemos que es “antinatural” la destrucción del ecosistema por mero excentricismo, como si fuera el ser humano la primera y única especie que lo ha hecho. Es perfectamente natural que las especies desarrollen habilidades que las hagan tan eficaces que terminen reproduciéndose y destruyendo su ambiente a una velocidad mayor que la que su ambiente necesita para regenerarse. Desde luego, si no están tan a la vista estas especies ha sido solo porque se han llevado antes a sí mismas a la extinción. Los organismos más eficientes no son los más ágiles, ni lo más fuertes, sino aquellos que sean lo bastante ágiles y fuertes para reproducirse sin agotar su ecosistema. Dicho de otro modo, las especies se han extinguido siempre tanto por ser muy débiles como por ser demasiado fuertes. La clave del éxito evolutivo (como el social) yace a menudo en la mediocridad.
Irónicamente, nuestro cariño hacia la naturaleza (hacia el estado del mundo en el que nos lo encontramos como especie, que por cierto, no era armonioso en lo absoluto, puesto que acababa de terminar un terrible deshielo) probablemente tenga más raíces culturales que genéticas (es decir, esenciales, “naturales”). El impulso genético es consumir recursos, reproducirse, destruir. Ha sido solo por el “accidente occidental” (llamo de esta forma a la conjunción de factores que llevaron a nuestra especie a agotar los recursos del mundo en unos pocos siglos, tras pasar decenas de miles de años errando por este, temerosa de la noche y de los inviernos, como cualquier otra) que nos hemos puesto todos a extrañar el supuesto orden natural. La nostalgia por la simplicidad primordial en el fondo es una nostalgia por los tiempos en los que creíamos que llovía para que crecieran los pastos, que crecían los pastos para que se alimentaran las bestias, y que se alimentaban las bestias para que nosotros las sacrificáramos. Hay un fragmento bíblico (no recuerdo de qué libro) en el cual surge una pregunta curiosa: ¿de cuál granero se escaparían las cabras que dieron origen a las cabras salvajes que viven en las montañas? Esa pregunta sintetiza la perfección teleológica por la cual sentimos nostalgia. Una naturaleza donde cada cosa tiene un sentido y una finalidad, que ha sido colocada por Dios. A medida que aprendimos de la naturaleza, a medida que la dominamos (y ambas cosas se complementan), descubrimos que no hay tal orden, solo causalidades insensatas, que toman para nosotros la apariencia del azar.
Creíamos que las pestes, los cometas en el cielo, las zarzas en llamas, eran Dios, pero no. Eso era realmente la naturaleza. No las flores de estación, ni las fases de la luna, ni la ubicación de las estrellas. La naturaleza era lo extraño y lo incognoscible, que está incluso en el interior del hombre, era aquello que jamás íbamos a poder destruir, porque es el eterno ciclo de destrucciones y renacimientos del mundo actuando a través de nosotros.