Por Tim Parks
Traducción Fabricio González
En la actualidad estoy involucrado en dos enormes proyectos: uno consiste en proporcionarle al gobierno italiano una descripción exhaustiva del curso que imparto y el otro en proporcionarle lo mismo, pero en respuesta a un conjunto diferente de preguntas y supuestos, a la Comisión Europea. Hablamos de cientos de páginas y de horas y horas que podrían haberse aprovechado mejor en ayudar a los estudiantes, revisar sus ensayos y preparar clases. De más está decir que mi universidad no es la única que dedica tiempo a tales actividades. En este sentido, tampoco las universidades son un caso especial. Ni es Italia, donde vivo, a pesar de su talento para la burocracia, peor que el Reino Unido o que EE.UU. en este tema (de hecho, mi trato con EE.UU. y Gran Bretaña sugiere que estos países pueden ser peores). Tenemos una propensión en la vida moderna a remplazar la acción real por la catalogación y el registro, a crearnos una impresión de acción responsable multiplicando infinitamente el, llamémoslo así, trabajo que precede y ―en las raras ocasiones en que en realidad ocurre― sucede a la acción.
La literatura, por supuesto, es enemiga implacable de la burocracia. ¿No es cierto? Por ejemplo, tenemos a Dickens en La pequeña Dorrit[1] (el capítulo se titula “En el que se expone toda la ciencia del buen gobierno”) criticando a la Oficina del Tesoro británica, a la que llama el Negociado de Circunloquios:
El Negociado de Circunloquios (como todo el mundo sabe sin que se lo tengan que decir) era el Negociado más importante del gobierno. Ningún asunto público podía resolverse en ningún momento sin el visto bueno del Negociado de Circunloquios. Metía baza en asuntos mayores y menores. Era igualmente imposible hacer el bien más sencillo o deshacer el más sencillo de los males sin la autorización expresa del Negociado de Circunloquios. Si se hubiera descubierto otra Conspiración de la Pólvora media hora antes de que se encendiera la cerilla, nadie habría estado autorizado a salvar el Parlamento antes de que se creara una decena de comisiones, se redactara un montón de actas, varios sacos de memorandos oficiales y se llenara una bodega de correspondencia agramatical procedente del Negociado de Circunloquios.
Esta gloriosa institución había aparecido muy pronto, cuando se reveló con claridad a los hombres de Estado un principio sublime relacionado con el difícil arte de gobernar un país. Fue la primera en estudiar esa brillante revelación y en trasladar su reluciente influencia a todos los procedimientos oficiales. Cuando se tenía que hacer algo, fuera lo que fuere, el Negociado de Circunloquios se adelantaba a todos los departamentos públicos con el arte de descubrir «cómo no hacer las cosas».
Durante una docena de página se explora a fondo el concepto de cómo no hacer algo y los misterios de la “implementación” universal de esta política. Algunas de las observaciones les resultarán muy familiares a cualquiera que viva en una democracia:
Es cierto que cada nuevo primer ministro y cada nuevo gobierno, que habían alcanzado sus cargos porque sostenían la necesidad de que se hicieran algunas cosas, en cuanto tenían poder aplicaban todas sus facultades en descubrir «cómo no hacer las cosas». Es cierto que en el mismo momento en que terminaban unas elecciones generales, los hombres electos que antes habían despotricado en la palestra por algo que no se había hecho, y que habían rogado a los amigos del honorable caballero, de ideas contrarias a las suyas, expuesto a una acusación formal por incumplimiento, que les explicara por qué no se había hecho, y que habían afirmado repetidas veces que tenía que haberse hecho, y que se habían comprometido a hacerlo, empezaban a pensar en «cómo no hacerlo» de inmediato. Es cierto que los debates de ambas Cámaras del Parlamento dedicaban todas sus sesiones a la deliberación prolongada de «cómo no hacer las cosas». Es cierto que el discurso de la corona al inicio de la temporada parlamentaria venía a decir: caballeros, tienen mucho trabajo que hacer, de modo que hagan el favor de retirarse a sus respectivas Cámaras a discutir «cómo no hacerlo». Es cierto que el discurso de la Corona, en el acto de cerrar ese período parlamentario, decía: caballeros, a lo largo de varios meses de trabajo, han analizado con gran lealtad y patriotismo «cómo no hacer las cosas» y lo han averiguado; y con la bendición de la providencia sobre la cosecha (la natural, no la política), ahora los despido. Todo eso es cierto, pero el Negociado de Circunloquios iba más allá.
Dickens no fue el único en lanzar tales ataques. Cuesta pensar en un escritor importante ―Tolstoi, Dostoievski, Balzac, Zola, Flaubert, Kafka, Joyce, Lawrence― que un momento u otro no haya satirizado la burocracia. Entonces, ¿por qué esos ataques no han tenido resultados? Este es Orwell, que también eligió como blanco de su sátira al funcionariado británico, hablando sobre Dickens:
En Oliver Twist, Tiempos difíciles, Casa desolada y La pequeña Dorrit, Dickens atacó las instituciones inglesas con una ferocidad sin parangón desde entonces. Y, no obstante, se las ingenió para hacerlo sin que nadie lo odiara; es más, las mismas personas a quienes atacaba lo han asimilado hasta tal punto que se ha convertido en una institución nacional. La actitud del público inglés en relación con Dickens siempre se ha parecido a la del elefante que cree que un bastonazo es un agradable cosquilleo. Yo aún no había cumplido los diez años, y unos maestros en quienes incluso a esa edad veía un notable parecido con el señor Creakle ya me estaban embuchando a Dickens, y todo el mundo sabe sin que sea necesario decirlo que a los abogados les encanta Serjeant Buzfuz y que La pequeña Dorrit es uno de los libros favoritos del Ministerio del Interior. Dickens parece haber conseguido atacar a todo el mundo sin enemistarse con nadie. Como es natural, eso hace que uno se pregunte si no habría algo irreal en su ataque contra la sociedad.[1]
Orwell trata a Dickens como si fuera un caso especial, pero la cuestión que plantea aquí es si toda sátira no está hasta cierto punto en connivencia con el objeto de sus ataques. Después de todo, ¿no se ha convertido 1984 casi en un texto oficial en el país que tiene más cámaras de vigilancia por ciudadano del mundo? Fuera de Inglaterra, al escritor austríaco Thomas Bernhard, otro feroz crítico de su estado, le fascinaba la manera en que la gente se deleitaba con la crítica, lo aplaudían por reñirles. En la obra Am Ziel (que puede traducirse por Destino), el personaje principal, al que simplemente se le llama El Escritor, observa de su exitosa obra:
No puedo entender Por qué aplaudieron Hablamos de una obra Que los pone en evidencia a cada uno de ellos De la manera más cruel Hay que reconocer que con humor Pero es un humor desagradable Si no malicioso Verdaderamente malicioso Y de repente todos aplauden
Años más tarde, al comentar sobre la controversia que rodea a Bernhard, el dramaturgo de Alemania del Este Heiner Müller dijo: “Escribe como si el gobierno austríaco lo hubiera contratado para escribir contra Austria… La incomodidad puede ser articulada en voz tan alta y de manera tan clara porque no incomoda”.
¿Podría ser entonces ―y esta es la pregunta que realmente quiero hacer― que, sin importar cuánto parezca oponerse la literatura a la burocracia y la procrastinación, en realidad comparte la misma aberración? La Comedia humana de Balzac con su declarada ambición de “competir con el registro civil”; la monstruosa y magnífica Recherche de Proust, que él comparó con una catedral, extendiendo tediosamente la analogía a cada sección de la obra; las aspiraciones enciclopédicas de Joyce en Ulises, su afirmación de que Finnegans Wake sería una historia del mundo entero. O regresemos a Dante, si se quiere, y su necesidad de encontrar un lugar en el infierno para cada pecador de cada categoría de cada esfera de la sociedad. O avancemos de nuevo a Bouvard y Pécuchet, ese par de incompetentes creados por Flaubert cuya reacción al fracaso práctico reside en convertirse en copistas obsesivos de fragmentos literarios. Por no mencionar a los aspirantes a la plaza de la Gran Novela Americana, deseosos de dar la impresión de que sus mentes han abarcado y relacionado entre sí todo a lo largo de ese enorme continente (uno recuerda las listas interminables de parafernalia contemporánea en la obra de Jonathan Frazer). En cada caso, por muy diferentes que sean el tono y el contenido de los textos, la vida se transforma en una serie de categorías, se convierte en algo más mental, más un asunto de palabras e intelecto; nos deleitamos con la habilidad de la mente para poseer el mundo a través del lenguaje en lugar de vivir en él o cambiarlo.
Y por supuesto que todos estos logros literarios son maravillosos y “enriquecedores” (como se dice) e infinitamente más atractivos que los aburridos documentos que estamos compilando mis colegas y yo para describirle nuestra licenciatura a la Unión Europea; sin embargo, comparten con ese documento y con las personas que lo concibieron el deseo de un control que se desmarque de la participación, y quizás la sustituya. De igual manera, la verbosa extensión de la denuncia del Negociado de Circunloquios que hace Dickens y el persistente placer que evidentemente se toma en demolerlo, comparte la siniestra vocación de esa oficina, que es la razón por la que, como dice Orwell, los burócratas se reconocen en el espíritu del pasaje y les encanta. Uno casi siente que valdría la pena tener un Negociado de Circunloquios para que Dickens pueda describirlo. Una idea peligrosa.
Surge la duda: ¿toda locución es inevitablemente circunlocución (como solía pensar Beckett), y acaso Occidente se asfixiará lenta y voluptuosamente en una maraña creciente de trámites burocráticos al tiempo que se entretiene hasta el paroxismo con una montaña de literatura que describe y fustiga encantadoramente este proceso escandaloso? ¿No resultaría extraño, al fin y al cabo, que no existiera una continuidad de vocación entre estas dos grandes facetas de la misma cultura? Aquí estoy yo, después de todo, escribiendo sobre otras personas que escriben sobre cosas, y con un poco de suerte alguien que escriba en algún otro lugar me criticará por mi cinismo y mi irresponsabilidad ya que todos sabemos que la literatura, como la democracia (y sobre todo la democracia británica que nos dio el Negociado de Circunloquios), debe ser siempre celebrada por todo lo alto.
[1] Tomado de Ensayos, publicado en Barcelona por la editorial Debate, 2013, varios traductores.
[1] Los fragmentos de la novela citados se corresponden a la traducción de Ismael Attrache y Carmen Francí, Alba Editorial: Barcelona 2012.