Por Alejandro Bastién
Van acariciando los cerros las casas y, amontonadas, van haciendo una ciudad. Árida o labrada tierra, se va llenando de asfalto y de láminas. Así se cubre de otros deseos y cemento. Aquí la luna ya no pasa por los canales, golpea las azoteas y la ropa colgada, olvidada del día. Van amasando la ciudad, los volcanes. Nada descansa en esta tierra que oculta un lago, que oculta empresas, que oculta un miedo. Tierra negra y negada. Tierra jamás mestiza. Toda hinchada de humo. Déjanos bailar un día más entre tus espinas, entre banquetas rotas y palmeras. Déjanos entrar. Infinita, acaso, deleitas y expulsas; y nunca entera te muestras. De la ciudad se extiende otra ciudad. También deforme, también insólita. Y aquí todo me falta cuando todo sobra, y en tus calles se raspa la fantasía con la angustia. No pises el charco. Mis piernas se hacen ilusiones con tus límites porque en ti lo he probado todo. Puñados de casas en casa, de barrancos, taquerías, oficinas, un parque, miradas calles, caricias, y un metro que hace un año cayó. Tantas gentes, tantas, tantas. Ciudad refugio. En tus calles se pierde el cielo. Las nubes no saben si peinan tu polvo o acarician tus ventanas.