Por Carlos Ávila Villamar
a Ronald Abilio Noda
No sería completamente falso afirmar que la invención de la biblioteca en el siglo tres antes de Cristo debió estar inminentemente precedida por el visionario descubrimiento de la humanidad, y aunque El infinito en un junco, de Irene Vallejo, sea apreciado como la historia de “la invención del libro en el mundo antiguo”, me inclino a pensar que perfila también esta otra historia, quizás incluso de mayor peso: la de la invención de la biblioteca en Alejandría. El infinito en un junco no solo habla cautivadoramente sobre la evolución del formato escrito (“extensión de la memoria y de la imaginación”, según la famosa frase borgiana), habla del surgimiento de los sistemas de acumulación de memoria de la humanidad, los sistemas que hicieron posible que nos comprendiéramos no como un manojo de pueblos dispersos, sino como una especie, con un destino común, y con el imperativo tanto de perpetuarse a sí misma como de transmitir intacta la vastedad y pluralidad de su historia.
Una biblioteca hace algo más que aglomerar libros (trozos azarosos de memoria). En primer lugar, mediante sus fichas, cifra un código de acceso universal a la memoria, al conocimiento. Cuando hay muchos libros, se hace tan importante como preservar una memoria poder encontrarla luego sin tanto esfuerzo. En los libros no hay comúnmente la necesidad de totalidad y de prontitud, en las bibliotecas sí (por eso no debe verse en las segundas meras ampliaciones de los primeros). Eso nos lleva al otro punto, tal vez el más esencial. Alejandría hizo que el árbol reconociera como suyas e imprescindibles hasta sus ramas más lejanas, hasta las ramas que ya le habían desaparecido y aquellas que le faltaban por brotar. Las bibliotecas (su mera existencia) nos fortifican la fe en una única humanidad, acumulativa y trascendental, idea sin la cual a su vez no existiría nuestra noción trascendental de literatura (que no poseían Homero ni Safo, por cierto).
La biblioteca convirtió el objeto (el libro) en una dimensión (la literatura), convirtió o pretendió convertir lo accidental y efímero (cualquier forma que fuera humana) en eterno y universal. Irene Vallejo recupera un pensamiento interesante de Umberto Eco: el libro constituye un invento irreversible, como la rueda. Yo agregaría que el libro, o al menos la escritura, constituye un invento inevitable. Prueba de ello ha sido su aparición independiente en múltiples civilizaciones. Y aquello que es inevitable es ya de cierta manera esencial, eterno (la rueda y la escritura, si fueran irreversibles e inevitables, serían tan humanas como los cinco dedos de las manos, su posibilidad e inminencia no serían distintas de la de ciertas pecas en la piel). No estoy tan seguro, sin embargo, de que la biblioteca sea un invento irreversible, o inevitable (si llamamos biblioteca no a la agrupación de libros, sino a su sistema de acceso y de organización, y a la ambición de perpetuidad a la que empuja). De hecho, las bibliotecas (para desaliento de aquellos que se arriesgan a fundarlas) suelen desaparecer. El infinito en un junco narra la lenta y dolorosa extinción de la Biblioteca de Alejandría, y nos recuerda varias veces que las bibliotecas digitales, y a su vez la inmensa biblioteca que es internet en su conjunto, corren el riesgo de desaparecer. Desde cierta perspectiva, internet es una biblioteca mucho más frágil que la Biblioteca de Alejandría. En un abrir y cerrar de ojos puede perderse millones de veces la cantidad de información que a la estupidez humana le costó siglos borrar de la faz de la tierra. Si la biblioteca no fuera un invento irreversible e inevitable, eso significaría que lo trascendental literario (y en general lo trascendental artístico, ya que los museos son variantes de bibliotecas) descansaría sobre un suelo inestable.
Están también los otros problemas, más que conocidos, que se suman a la potencial desaparición física de las bibliotecas: el cambio de las lenguas, o en el peor de los casos su pérdida, o el agotamiento de los géneros literarios, o los reacomodos en los miedos y esperanzas de la humanidad (y por tanto en su sensibilidad y en las capacidades de su imaginación), por no hablar del problema intrínseco de la acumulación, el problema de la insignificancia de un libro ante la vastedad de lo que le es contiguo. Una biblioteca con demasiados libros es lo mismo que una biblioteca sin ninguno: esta es la tenebrosa idea detrás de aquel cuento extraordinario de Jorge Luis Borges. ¿No sería este un final inadvertido para las bibliotecas, no una muerte por desaparición, sino por infinitud? ¿Sería posible en una línea indefinida de tiempo acumular tanta memoria escrita que se ocuparan sencillamente todas las posibilidades, todas las combinaciones de caracteres, susceptibles a todas las lenguas y a todas las interpretaciones?
Ha habido en las últimas décadas un aparente desdén por lo trascendental literario, quizás motivado por la desconfianza en la biblioteca como dimensión irreversible e inevitable (¿no refleja después de todo la biblioteca la salvación del alma, y con ello no se vuelve dependiente la “fe literaria” de la sensibilidad religiosa, ahora en declive?). Lo que ha sido históricamente más común en los autores menores (escribir conscientemente para el olvido) se ha vuelto un paradigma incluso para algunos de los más grandes autores de este siglo y del anterior. En ese sentido, se regresa a una simplicidad prealejandrina. Poseemos, no obstante, una nostalgia por lo trascendental literario que no poseían los aedas o los primeros líricos griegos. En ese sentido sí somos alejandrinos. De hecho, probablemente nadie haya podido comprender a los alejandrinos jamás tan bien como nosotros. Tenemos nuestra propia edad clásica, que duró desde inicios del siglo diecinueve hasta la primera mitad del siglo veinte. Tenemos una tradición inmediata que no podemos superar, y que nos empequeñece. El crecimiento desmedido de la Biblioteca de Alejandría pudo sugerirles a sus hombres de letras la posibilidad de una muerte por infinitud. Nosotros, en cierta medida, la estamos experimentando. Y no solo competimos con el pasado: de manera sincrónica aparecen millones de textos en el mundo, y esos millones de textos son almacenados de manera indefinida.
La acumulación indefinida nos trae el viejo dilema del eterno retorno. Supuestamente, si el tiempo es infinito, el azar por necesidad hará que las moléculas del universo recuperen su posición actual en algún momento, y por tanto las épocas están condenadas a repetirse. La ciencia moderna, me parece, puede mostrar sus reservas ante esta doctrina. El eterno retorno ignora la existencia de la flecha de entropía. Nuestro universo, dicho en pocas palabras, tiende al caos. Un jarrón se rompe y es imposible rearmarlo. Y si logramos rearmarlo, solo será a través de la fabricación de una sustancia especial, y para fabricar esa sustancia habrá sido necesario talar árboles, explotar los minerales del suelo. La flecha de entropía implica que para “arreglar” una cosa rota hace falta romper muchas más. Y por ello, el eterno retorno es imposible, porque tarde o temprano en una línea indefinida de tiempo todo estará irreversiblemente roto. Siguiendo esa misma lógica, tampoco habría un eterno retorno literario, al menos no uno auténtico y completo. La biblioteca de la humanidad posee su propia flecha de entropía secreta, que de algún modo se subordina a la flecha de entropía física. Si hubiera una biblioteca de la humanidad inmune a los fuegos y a la desaparición de las lenguas habría leyes exteriores (de corte psicológico, sociológico, cultural, y en última instancia de corte físico) que harían imposible el eterno retorno de los textos, pero además habría leyes internas que lo impedirían, y esto sería quizás lo más interesante de todo, ya que la literatura no es un dócil reflejo de la realidad, es decir, de lo que es exterior a ella. ¿Quién pudiera conocer las leyes internas que rigen la multiplicación de los textos en la memoria de la humanidad? Pero no tenemos razones para pensar en la irreversibilidad de las bibliotecas. Curiosamente, sería un poco más probable el eterno retorno de algunos textos si las bibliotecas estuvieran destinadas a arder tarde o temprano, como la Biblioteca de Alejandría. ¿Será esa una de las leyes secretas? Puesto que la única forma de agotar un texto, de prevenir su suceso futuro en la biblioteca de la humanidad, constituye escribirlo, ¿no es borrar periódicamente la memoria humana la única forma de asegurar la inmortalidad de un texto, la única forma de asegurar que pueda volver a escribirse?
Queda la otra cuestión a la que nos referíamos. Que seamos ocho mil millones de personas en el mundo provoca el equivalente matemático a una simultaneidad con el pasado y aún con el futuro: incluso si no hubiera una tradición, un pasado, incluso si fueran borrada la memoria de todos los textos ya escritos, hay en el presente tantas personas potencialmente capaces de engendrar textos semejantes (tal vez idénticos) que podría hablarse de un eterno retorno “sincrónico”. Ya no se trata de que todo lo que se escribe esté estadísticamente destinado a volverse a escribir, sino que todo lo que se escribe está estadísticamente amenazado por la posibilidad de que alguien más lo esté escribiendo.
Al respecto quisiera narrar un suceso insólito que me sucedió hace un año. Estaba leyendo todos los libros de relatos que había podido encontrar de un escritor español contemporáneo, Jon Bilbao, y de repente descubrí que un relato suyo (“Belígero”, compilado en Bajo el influjo del cometa) era extremadamente semejante a uno que había escrito yo (“Zorros”, que había autopublicado en el libro Fabulario). Jon Bilbao había escrito y publicado su relato antes de que yo escribiera el mío. Y yo había escrito el mío mucho antes de leer el suyo. Ambos relatos iban sobre una mujer joven que viaja al campo. Ambos relatos contenían la figura de un zorro, símbolo de lo externo y misterioso (no tan distinto del símbolo que empleó Ted Hughes en su poema). Ambos relatos contenían la figura de una anciana como antagonista. Ambos relatos contenían la figura de un exnovio. Ambos relatos contenían una atmósfera fantástica. Quedé tan sorprendido por la coincidencia que escribí un ensayo sobre el tema, titulado “A semejanza de Jon Bilbao”. En el ensayo desarrollé varias posibles hipótesis para racionalizar lo que me había sucedido, la última de las cuales era que en nuestro presente no solo había un volumen tan descomunal de obras escritas que hacía probable que muchas tuvieran sus “dobles” dispersos por el mundo (esto es más o menos conocido y aceptado, por más perturbador que resulte), sino que dichas obras escritas eran cada vez más accesibles, y que había algoritmos (en constante renovación y perfeccionamiento) que de una u otra forma acercaban lo semejante, volvían inmediato lo semejante, lo cual a su vez hacía más posible que los dobles se encontraran. Después de todo, habían sido los algoritmos de Instagram los que me habían sugerido los libros de Jon Bilbao. Instagram había detectado (basándose en mis interacciones) que mis gustos de lectura y escritura (lo que escribimos suele parecerse a lo que leemos, y al revés) tenían mucho que ver con los de Jon Bilbao, y me convirtió en una temprana víctima de muerte por infinitud, ya ni siquiera por la competencia del exuberante pasado, sino del presente.
Suponiendo que el destino de la humanidad sea engrosar hasta el infinito esta nueva biblioteca, accesible pero incorpórea, próspera pero caótica, que ya no alberga solo textos, sino cualquier otro formato, me pregunto si lo trascendental literario ya no deposite sus esperanzas en la perpetuidad, sino en su opuesto. Me pregunto si la única forma de asegurarnos de que un texto vuelva a suceder será quemarlo nosotros mismos, asegurarnos de que nadie más lo encuentre en el porvenir: solo de esa forma podrá alguien sentirse en la libertad y con el derecho de escribirlo. Quizás a la vanidad solo le quede entonces la esperanza de una compañía desconocida, ya sea futura o simultánea, o tal vez pretérita.
Irene Vallejo nos dice en El infinito en un junco que el lector anónimo fue un invento de los romanos entre los siglos uno y dos después de Cristo. Antes de eso la circulación de lo escrito (salvo algunas excepciones) solía limitarse a familiares y amigos, o a círculos muy específicos. Nos llama la atención de muchos autores romanos y griegos cuán obsequiosos eran con las referencias en apariencia triviales a personajes públicos. Hemos creído fervientemente en el lector anónimo durante siglos, nos hemos dedicado a él, hemos sido cautelosos con las palabras que usamos, y con los nombres que mencionamos, para no confundirlo: la soltura con la que los fundadores de Occidente se desentendían de la posteridad casi puede escandalizarnos. Incluso en los escritores contemporáneos que blasfeman contra lo trascendental literario encontramos una afectación rancia, un manierismo incómodo, de los que ellos alegremente carecían. Desconsolados por la fragilidad de la gran biblioteca, aplastados por la vastedad del pasado y el presente, ¿encontraremos el camino para regresar a aquel paraíso? ¿Realmente queremos regresar?
Intuyo que realmente no queremos regresar. La idea de la humanidad como la historia de la humanidad es demasiado poderosa, una vez aprehendida, como para encontrarle sustituto. Precisamente por su extensión ya casi inabarcable, precisamente porque ha desbordado el horizonte y porque ha crecido tanto que se hace fácil perderla de vista como un todo, la humanidad necesita ahora más que nunca recordar su unidad, necesita más que nunca de la biblioteca, y hay una cosa que puede favorecer la supervivencia de la biblioteca (y que de hecho la ha favorecido en el pasado), y es precisamente la memoria que de la biblioteca queda en los libros. Aun habiéndose borrado todas las bibliotecas, la invención de la biblioteca persistirá mientras haya libros como el de Irene Vallejo.