Por Tiffany Briere
Traducción Carlos Jaime Jiménez
1.
Por tres noches mi madre no ha dormido. El espíritu de su primo muerto la ha visitado cada noche, a veces permaneciendo junto a ella durante horas. Él aparece en la mitad superior de la pared situada al norte de su habitación, mirando en dirección a ella, parpadeando, pero sin hablar. Su presencia no la asusta; al contrario, espera que una de estas noches él la reclame, y la escolte hacia el otro lado, donde ahora reside. Ella me prepara para esta posibilidad.
Mi madre sufre de más de una enfermedad autoinmune. El dolor -que invade sus articulaciones y envía terribles descargas a través de su espalda y sus piernas- ha dejado inermes a los médicos. Cuando sostengo su mano (cuya apariencia es la de una garra, con la palma curvada hacia dentro, los dedos torcidos en ángulos extraños, toda la mano funcionando como una sola unidad) siento pedazos de mármol a lo largo de sus nudillos. Sostener su mano es dejar que esta descanse en la mía mientras froto mi pulgar en su piel delgada como el papel. Su espalda está dolorosamente encorvada, ella camina solo para moverse de una silla a otra, sus piernas a merced de los espasmos.
Compartimos apartamento, y en la mañana posterior a la tercera visita, le preparo una taza de té, fuerte y dulce. Me la encuentro sentada en la cama, más distraída y distante de lo habitual. Cuando le alcanzo el té, me mira con el tipo de expresión amorosa que le dedicas a un niño que ha hecho algo adorable e inesperado. Hago entrar a mi hija a la habitación, y por el resto del día entretenemos a mi madre con canciones infantiles, libros para colorear y rompecabezas.
En la noche mi esposo regresa de la compañía farmacéutica donde se desempeña como biólogo. Él le lleva a mi madre otra taza de té, de manzanilla, se acuesta junto a ella y le pregunta qué tal ha ido su día.
Nadie ha hablado nunca con mi esposo acerca de las visiones, o de la ubicuidad de los muertos. Su ascendencia es alemana, no india, pero con el tiempo ha aprendido que esta intimidad con los muertos – para él, inimaginable e irreal- se halla enraizada con fuerza en mi familia. Él es científico, dado a las explicaciones en blanco y negro del mundo. Pero ahí, en la cama de mi madre, él sostiene su mano, dispuesto a considerar posibles todas las cosas.
2.
Soy una estudiante de grado desarrollando una investigación en un laboratorio de neurofisiología. Estudiamos la diabetes y la epilepsia en roedores, enfermedades que inducimos en ellos por medio de drogas que matan el páncreas y alteran la química de sus cerebros.
En este día, estoy decapitando ratas. “Decapitación rápida” es el método preferido. Uso una guillotina rudimentaria. Con una mano sitúo en posición a la rata y con la otra hago descender la hoja angulada. Las ratas protestan poco. En este punto están ya obesas y letárgicas, efectos secundarios de las drogas. Sus colas, gruesas e inertes. Están empapadas en su propia orina, y el azúcar que destilan llena la pequeña habitación de pruebas con un olor dulzón y persistente. Cuando la hoja retorna a su lugar de descanso, se produce un satisfactorio click, el cual, más que oír, siento. Procedo rápidamente a aislar el cerebro y a preservar su tejido. Esto se hace usando fórceps, removiendo la piel y el cráneo para exponer el órgano en forma de castaña que está dentro. Dispongo de los cuerpos en una bolsa roja con el símbolo de “Peligro Biológico”. Aún traspasados por impulsos nerviosos, los cuerpos se contraen, provocando que la bolsa roja cambie de forma y crepite de manera intermitente.
No me encuentro sola. Hay un estudiante de posgrado ayudándome, y si no fuera por su presencia, podría desmayarme. No estoy hecha para este tipo de trabajo, pero he comprendido esto demasiado tarde, después de años de carrera. Ahora soy la única estudiante de grado en un laboratorio lleno de graduados y tengo algo que probar.
El estudiante de posgrado es un pelirrojo musculoso con el cuello de un jugador de fútbol y ojos color avellana. Él enseña la parte práctica del curso de fisiología que estoy tomando, y las chicas del mismo comentamos su apariencia: su cabello largo y ondeado recogido con una bandana; la manera adorable en que viste de overol, su ruda y atractiva apariencia del Medio Oeste. Las otras chicas están celosas de las largas horas que el estudiante de posgrado y yo pasamos a solas en el laboratorio, y de las horas, más largas aún, que pasamos en bares y en campos de golf.
Me encuentro aislando un cerebro, de espaldas al estudiante de posgrado, cuando siento una mano en mi espalda. Los dedos transitan mi piel, la palma de una mano firme presiona mi omóplato. Tomo una profunda bocanada de aire y cierro los ojos, saboreando unos segundos que comprometen la integridad del órgano que estoy recolectando. He anticipado este momento; el estudiante de posgrado y yo dando curso -en medio de nuestra horrible labor- a la atracción que sentimos el uno por el otro. Él ha visto mis dificultades con el trabajo del día, y su mano en mi espalda es una liberación. Cuando me volteo, estoy lista para cualquier cosa que él tenga en mente.
Pero él se encuentra al otro lado de la habitación. Y queda claro por su postura, la manera en que se halla plantado en la silla, que no se ha levantado de la misma por un buen tiempo. La mano en mi espalda permanece por un momento más antes de soltarme. Me visitará de nuevo al amanecer del día de mi boda, y, por un fugaz pero asombroso momento, la mañana en que doy a luz a mi hija.
¿Qué es lo que esta mano pretende mostrarme? Esa es siempre la pregunta. ¿La improbable carrera que escogí, teniendo en cuenta mi carácter? ¿Mi creciente ansiedad acerca de sus implicaciones morales? ¿La naturaleza grotesca del trabajo que realizo?
O quizás quiera tranquilizarme y brindarme certeza, enfilándome hacia este estudiante de posgrado -este hombre gentil y entusiasta- con quien, mucho antes de lo que habría podido imaginar, me casaré.
3.
Mis padres no guardan fotografías. Hay muy pocas de sus respectivas etapas de niñez -mi padre en Guyana, mi madre en Jamaica. Ellos no creen, cosa que sí hago yo, en el valor de los objetos de recuerdo. Lo que ellos poseen, aquello a lo que se adhieren, son historias, y estas siempre comienzan con las palabras: “allá en el hogar”.
Tres de mis abuelos mueren antes de yo nacer. La cuarta, mi abuela materna, hacia el final de su vida, se encierra en la religión. Cuando finalmente alcanzo a conocerla, ella vive en la campiña jamaicana, en la casa de mi tío, y se me permite hablarle a través de una puerta, y solo por unos minutos. Pocos años después, también ella muere.
He sido criada con la creencia de que los fallecidos están siempre con nosotros, de que su presencia puede sentirse. A través de historias, he llegado a conocer a mis ancestros. En mis sueños, ellos están vivos. Hay muchas fuerzas que nos guían en la vida, muchas maneras, en términos genéticos y de otra clase, por las cuales el pasado se adhiere al presente.
Mi abuela paterna tenía un tatuaje en su brazo derecho, una marca que le colocaban a los sirvientes que eran enviados desde la India a trabajar en las plantaciones de caña de azúcar en Guyana. El tatuaje era su nombre en idioma hindú. Ella es un misterio para mí, una fotografía en blanco y negro que tuve que tomar prestada de una tía. Mi abuela era “coolie”, que es como los guyaneses llaman a los naturales de la India Oriental. Ella vestía saris y brazaletes, y dividía su cabello a la mitad, recogido en una coleta. Tengo sus mismos ojos.
Ahora, cuando miro mi propio brazo, el tatuaje que marcó mi libertad en mi cumpleaños dieciocho, solo pienso en el tatuaje que marcó su servidumbre. A través de esta tinta, siento la conectividad de la carne.
En otras palabras, el paraíso es la familia.
5.
Tomo un puesto de secretaria en el hospital para ganar dinero mientras estoy en la universidad. Me asignan al piso de hematología-oncología. Los pacientes aquí disponen de habitaciones privadas y tienen acceso a servicios que no son ofrecidos en otros pisos: aromaterapia, yoga y masaje. Algunos días un pianista toca en el salón, otros días un payaso visita a los pacientes de habitación en habitación.
Soy una de las secretarias de fin de semana. Me siento en el cubículo de enfermería y proceso admisiones y salidas, transmito instrucciones, respondo el teléfono, y me comunico por el altavoz. Cuando los pacientes necesitan algo, presionan el botón de llamada y hablan conmigo a través del intercomunicador. Cuando la solicitud es simple no molesto a las enfermeras. Yo misma les llevo el recipiente con cubos de hielo, la colcha o el menú. Al entrar a sus habitaciones, eres empujado al mundo de los pacientes, dibujos infantiles y postales deseando pronta recuperación, pequeñas tallas en madera y pendientes artesanales, libros de autoayuda y música clásica.
En hematología-oncología ves a los mismos pacientes una y otra vez. Una complicación -fiebre, una infección, una caída o un alza repentina en el conteo de glóbulos- y son admitidos de nuevo en nuestro piso. El departamento de emergencias llama para dejarme saber que un paciente recurrente se halla en camino, y yo me aseguro de que la habitación esté limpia y la televisión funcione sin problemas. Los familiares del paciente doblan la esquina del pasillo, y ves que en sus hombros cargan radios portátiles, libros, fotografías y sábanas de lino traídas desde casa.
Todas las enfermeras quieren a los pacientes de leucemia. Negocian entre sí el reparto de aquellos con mieloide crónica y aguda. Dicen cosas como “mi paciente” y “mi leucémico”, e intercambian asignaciones como si se tratase de tarjetas coleccionables de béisbol. “Te cambio a Cunningham por Howard, a Chakrabarti por Williams”. Maniobran para atender a aquellos que son jóvenes y se encuentran muy enfermos, porque todo el mundo ama a un luchador.
Nadie, sin embargo, quiere a los anémicos.
Los pacientes con anemia falciforme son lo que los doctores llaman “fugitivos frecuentes”. Sus gráficos multivolumen son pesados, envueltos reciamente con bandas de caucho. Cuando las enfermeras no están mirando, una de las pacientes tiene sexo con su cuñado, y otro esconde un whisky introducido de contrabando en un envase de enjuague bucal. Y como soy joven igual que ellos, y negra como ellos, me dejan penetrar en sus secretos.
Tenemos a un fugitivo frecuente, un treintañero que padece anemia falciforme, admitido con una infección de catéter, resultado de inyectar heroína de manera directa en su corazón. Ha perdido la mayor parte de sus piernas -ambas le han sido amputadas por encima de la rodilla- y tiene fecha para una cirugía en la que perderá aún más.
Él llama al cubículo y me pide que vaya a verlo. El volumen de su televisión es elevado, y hay ropas regadas por el suelo. Está ictérico, pero como su piel es oscura, solo sus ojos lo revelan, el área que debería ser blanca es amarilla. Está sentado en la cama, unos pantalones cortos de basquetbolista cubren lo que queda de sus piernas. Como a mi madre, el dolor lo transforma. Me dice que sería capaz de estrangular a alguien, que su morfina le fue prometida hace una hora. “Hazme el favor”, hazme el favor”, repite. Me dice que mejor encuentro a su enfermera y la arrastro hasta allí. Tiene el pecho descubierto, perlado de sudor, y cuando descarga puñetazos salvajes sobre sus muslos, quiere verme saltar. Quiere llenar la habitación con el aroma del dolor y el acaloramiento, no quiere ser el único que sufre.
Unas horas más tarde, cuando se encuentra más cómodo y aliviado, me muestra una foto estudiantil de uno de sus hijos. El fondo es un montaje, un escenario otoñal destinado a evocar la etapa de cosecha.
Me habla acerca de este hijo y de los otros, de los deportes que practican, de sus calificaciones en la escuela y sus talentos. Sus chicos, según me han dicho, no han heredado su enfermedad.
No lo interrumpo. No regreso al cubículo de enfermería, donde el intercomunicador está sonando. Le escucho en silencio mientras describe a su familia, presenciando ahora una transformación diferente: de afección a hombre.
6.
En Yale, los estudios de genética se convierten en mi religión. Soy una estudiante de posgrado, y mi trabajo versa acerca de enfermedades en organismos menores, específicamente, ratones y peces. Llega el Miércoles de Ceniza, y mi frente es un lienzo en blanco. Mi padre, un católico devoto, me recuerda la importancia de ir a misa. Mi tío, uno de los muchos hermanos de mi padre, es ateo y trabaja como profesor. Recuerdo sus ironías: “¿Qué tal si tu tierra prometida se encuentra aquí mismo?”.
Lo que me empuja hacia la genética no es simplemente la validación del pensamiento racional, o el proceso de descubrimiento, sino, más bien, lo que simboliza. Los genomas contienen toda nuestra historia ancestral, un registro completo de dónde hemos estado. La historia de nuestra evolución ha sido transcrita y vive en cada una de nuestras células. Y quizás más inspiradoras aún que este registro son las vastas regiones, aún por explorar, que indican hacia donde debemos dirigirnos todavía, en tanto especie. Estas regiones son espaciosas y se encuentran abiertas, listas para ser llenadas con fortaleza y resistencia.
La genética, al igual que el oficio de narrar historias, es una búsqueda de verdades esenciales, de aquello que conforma la condición humana. En su mejor expresión, es capaz de contar una buena historia, destinada a inspirar y enriquecer nuestras vidas. Pero también invoca las peores cosas relacionadas con el vivir: infortunio, dolor y extinción prematura.
El código genético es un lenguaje, escrito por medio de un alfabeto de cuatro letras. Paso horas en la computadora, interpretando su narrativa. Leo en un gen la historia de un ancestro, común a hombre y pez, que habitó en el océano, un ancestro del cual la humanidad desciende. Leo en otro gen nuestra inesperada similitud con otras especies -peces y perros, ratas y otros roedores- similitudes que los convierten en sujetos de prueba idóneos para estudiar enfermedades humanas. Leo en un tercer gen nuestra conexión con los chimpancés: además de compartir un modelo similar de relaciones de crianza y procedimientos para la solución de problemas, compartimos aproximadamente un 98 por ciento de material genético idéntico. Los principios que nos gobiernan son prácticamente los mismos.
Y es esto lo que me preocupa: la conectividad de todas las cosas vivientes, pasadas y presentes. ¿Qué es lo transmitido de unas a otras? ¿Acaso este registro es lo único que permanece después que nos hayamos ido, o hay algo más?
¿Y puede acaso una sola narrativa – una sola verdad- contener todas las fuerzas que actúan sobre nuestras vidas?
7.
Una mañana de jueves mi padre va a trabajar. Llega, como siempre hace, en el tren E, el cual realiza una parada en el vestíbulo situado debajo de su edificio. Sube al piso de operaciones, enciende las computadoras, y se dirige a su oficina, situada en el siguiente edificio.
Se encuentra muchos pisos por encima de la ciudad cuando un estremecimiento sísmico derriba a las personas de sus escritorios y les hace caer en los pasillos. Mi padre se abre camino hasta una ventana de su oficina y ve que el edificio adyacente, su gemelo, se está balanceando.
Mi padre no sabe lo que ha sucedido, pero pensando solamente en el caos y los colapsos que ocasionará en el tráfico urbano, él y un amigo ignoran la orden de permanecer quietos y se marchan rápidamente. Estando ya afuera, observa cómo un avión desaparece en el interior de una torre de acero. A su alrededor hay grupos de personas que, al igual que él, se encuentran transfiguradas, cubriendo sus bocas con las manos, aturdidas y silenciosas. Mi padre ve cuerpos cayendo del cielo, y él y su amigo corren, hasta que abordan un tren y se alejan de la isla.
En casa, mi padre se angustia pensando en los niños que se encontraban en la guardería del edificio esa mañana. Cuando se entera de que todos ellos -más de cuarenta infantes y bebés- pudieron sobrevivir, su cuerpo absorbe la noticia, los pequeños músculos de su cuello liberan tensión. Se retira a su cuarto, se cubre de sábanas y colchas, envuelto también por la luz de la televisión. Dos días después, sufre un derrame cerebral.
El día de mi boda, mi padre y yo estamos en la parte trasera de la limousina, esperando a que comience la ceremonia. La noche anterior fue la primera vez que vio a mi madre desde que se divorciaron. Anduvo alrededor de ella toda la noche, alcanzándole tragos del bar y susurrando en su oído. Él se volvió a casar, pero cuando mi madre está en la habitación, nadie más existe.
Afuera, arrecia una tormenta. El viento sacude la limo. Mi padre me dice que ha visto el rostro de Dios. Le pido que me cuente otra historia. Le digo que no quiero escucharle decir nada que me haga llorar. El rostro de Dios, me dice, es redondo, y está envuelto por una luz tranquilizadora. Me dice que habló con Dios, que negoció con él por su vida, ofreciéndole su servicio y devoción, sus cigarros y su alcohol, a cambio de la oportunidad de conducirme al altar. Es lo más cerca que mi padre ha estado nunca de expresar verbalmente su amor.
Hay fuerzas obrando sobre mi padre, fuerzas que lentamente están dejando expuesto su frágil núcleo. Terror, enfermedad, descorazonamiento. Lo he visto perder todo aquello que es importante para él, incluyendo a mi madre. Lo he visto besar a los muertos. Aún me falta verlo llorar.
Él hizo su trato con Dios después de sufrir un infarto masivo, años antes de las torres y del derrame cerebral. La noche anterior a su cirugía a corazón abierto, habló de su padre, muerto a los cincuenta y cuatro años – la misma edad de mi padre en ese momento- debido a complicaciones quirúrgicas.
La visión vino a mi padre mientras se encontraba en la mesa de operaciones. Sentada en el salón de espera, no pude evitar imaginármelo, detrás de las puertas electrificadas, yaciendo en un teatro de operaciones que recordaba a una caverna. Me lo imaginé en su estado más vulnerable: su pecho abierto, siendo reconstruido por Dios y por el acero.
8.
Yo recolecto órganos. He aprendido diferentes métodos de inmovilización. Dislocación cervical -la presión sobre los huesos del omóplato del ratón, seguida de un rápido tirón de la cola- es uno que nunca emplearé. El éter no requiere ejercer ningún tipo de manipulación sobre el ratón, pero los expertos lo han calificado de inseguro. En nuestro laboratorio usamos ketamina.
Hay un lugar especial en el vientre donde la aguja penetra suavemente, sin esfuerzo, en un ángulo que no afecta ningún órgano, previniendo que el ratón salte o se agite. Cuando la ketamina es administrada satisfactoriamente, el ratón se aleja de tu mano, tambaleándose en los primeros minutos, antes de caer inerte sobre su costado o sobre el vientre, inhalando de manera brusca y pronunciada. Cuando logras hacer esto sin contratiempos, es un buen presagio.
Una vez que el animal está sedado, no hay nada que no puedas hacerle. Yo estudio enfermedades quísticas, y dado que el ratón ha sido precondicionado para ello, espero hallar quistes en sus riñones e hígado. Presiono al ratón, vientre hacia arriba, contra la tabla de poliestireno que uso para las disecciones. Mediante fórceps, levanto la piel distendida que se halla debajo del abdomen y alcanzo mis tijeras.
Corto desde la ingle hasta el cuello, a través de los hombros, y luego de una cadera a la otra, de manera que el resultado final es una incisión con la forma de la letra I. El cuerpo habla verdades indiscutibles. Examinar el funcionamiento de un cuerpo es experimentar la lógica, el orden divino de la naturaleza. Cuando la piel es levantada, se abre una ventana al interior del animal, sus mecánicas son más intrincadas, más inteligentes -y, no obstante, más crudas y desordenadas, por tanto, más difíciles de apreciar- que los limpios y articulados movimientos contenidos detrás de la tapa de un reloj.
Practico recolecciones, no cirugías, y en algún punto durante la extirpación de los órganos el ratón morirá. He practicado incontables recolecciones en solitario, pero es mucho más fácil cuando alguien está detrás de tu hombro, alguien interesado y experimentado, con un entusiasmo lo suficientemente contagioso, de manera que tus propios nervios puedan ser confundidos con expectación. Remueves capas de grasa y observas lo que queda expuesto, mientras la persona al lado tuyo, con la mano en tu espalda, pasea una mirada ávida en busca de quistes.
9.
Dios se está llevando a mi madre por pedazos.
Primero sus riñones, ahora sus ojos -los órganos le están fallando. Pierde la perspectiva, los colores, se le escapan las palabras sobre la página. Parece como si sucediera de la noche a la mañana: un día descubro que su ojo derecho se ha desviado de su centro. De repente soy consciente de la forma elíptica y oblonga de su globo ocular, y de lo puntiagudo de su pupila. Ya no sé como mirarla a los ojos. Tengo dos opciones: centrar mi mirada en el ojo que está muriendo, o enfocarla en el que aún tiene vida.
Con la pérdida de visión, la frecuencia de sus plegarias aumenta, y le compro una Biblia diseñada para personas de visión débil, con la esperanza de que su lectura la sostendrá. Mi madre no quiere que sus ojos sean operados. Dice, con esa manera extraña y hermosa que tiene de pronunciar las frases, que siempre había pensado que sus ojos le sobrevivirían.
Ella habla mucho acerca de su niñez y cuenta historias que nunca había oído. Extraña sobre todo a su padre, y cuando dice que todo lo que quiere es volver a verlo, no puedo afirmar con certeza en qué mundo preferiría hacerlo.
Varias veces en mi vida he sido visitada en sueños por algún familiar fallecido. Le recuerdo a mi madre una de estas ocasiones, un sueño particular que tuve:
Es el día de mi boda. Todo luce y se siente igual que lo que recuerdo de cómo transcurrió en realidad, excepto que esta vez no hay un clima turbulento, y las puertas francesas de la mansión están abiertas, con colgaduras blancas balanceándose por la brisa. Mientras camino de habitación en habitación voy encontrándome con mi familia.
Entro en un salón, y ante mí están mis abuelos maternos, quienes fallecieron hace mucho. Mi abuela lleva un vestido blanco, y mi abuelo viste de traje blanco y sombrero fedora. Aunque nunca conocí en persona a mi abuelo, lo identifico. Me dirige unas palabras: “dile a tu madre que estoy orgulloso de ella”.
Después de despertar de este sueño, llamé por teléfono a mi madre para transmitirle el mensaje. Mientras le describía los detalles ella lloraba. Cuando estuvo más calmada, me dijo que ese día era el cumpleaños de su padre.
Mi madre escucha esta historia ahora como si la oyese por primera vez. Por un momento, siente la presencia de su padre, y hay distancia entre ella y su sufrimiento. En los días siguientes sus plegarias mantienen la misma frecuencia, pero ahora están infundidas de esperanza.
Mi madre decide pelear por su visión. Mientras ruega por retener lo que conserva de su vista, empieza a buscar doctores que confíen en poder salvar sus ojos mediante la cirugía. Este es su plan de tratamiento: Dios y medicinas.
10.
Un sábado por la tarde, estoy leyendo en la sala de estar, cerca de mi hija, que toma una siesta, cuando siento la mano en mi espalda. Mi esposo está detrás de mí, en el sofá. Pero estoy fuera de su alcance, y la mano permanece apoyada mientras lo miro a la cara.
Cuando le cuento a mi esposo que la mano ha vuelto a visitarme, cuando describo de nuevo la sensación de la palma y los dedos sobre mi espalda, él escucha. No intenta ofrecer una explicación racional o científica que pueda afectar el significado que para mí tiene lo que acaba de ocurrir. La mano es un don, una fuerza que solidifica ciertos momentos, que me sugiere tomar una pausa y recapitular. Mi esposo la acepta por lo que es: una pieza en la narrativa de mi vida. Él sabe que mi entendimiento de este mundo viene en astillas, en fragmentos y no como un todo.
En el extremo opuesto de nuestro apartamento, mi madre descansa. Está en su habitación, con la puerta cerrada, como es habitual en ella. De nuevo es capaz de dormir; el espíritu de su primo ya no la visita. Hay noches en las que se le aparece en sueños, pero, en general, se ha ido. Y aunque el espíritu nunca ha hablado con ella, esta visión fue una respuesta a sus plegarias. Alguien ha escuchado su llamado de muerte y ha respondido: “pronto”, “pronto”.