Por Carlos Ávila Villamar
Iba a terminar un ensayo convencional, sin otro fin que recomendar los relatos de Jon Bilbao. Un comentario de por qué me gustaban sus relatos. En resumidas cuentas lo que uno siempre hace, lo único que se puede hacer. Desestimé esta primera variante por culpa de un descubrimiento: un cuento que escribí durante el verano de 2018 y que ahora lleva el título de “Zorros” ya había sido escrito mucho antes por él. Yo no había leído “Belígero” en 2018, ni siquiera tenía idea de quién era Jon Bilbao, pero algo al parecer me condujo a un sitio que él había encontrado antes, como quien bajo la hojarasca de una ruina perdida ignora la hierba aplastada por otro. El cuento “Belígero”, el segundo del libro Bajo el influjo del cometa, al igual que “Zorros”, va sobre una mujer joven que se aísla en la naturaleza y mantiene una relación peculiar con un zorro de rasgos misteriosos, místicos. Además, por si fuera poco, en ambos cuentos hay una anciana con carga antagónica y un novio con el que la mujer ha decidido romper. El lector podrá entender cuán difícil me habrá sido ignorar esta semejanza.
Poco antes de escribir “Zorros” había leído, creo, algún texto de Alice Munro, o de Eudora Welty, o de Margaret Atwood (no recuerdo cuál de las tres, y ahora mismo no consigo encontrarlo), en el que se mencionaban zorros. Los zorros despertaron mi curiosidad, eso es lo que recuerdo, y pasé una temporada escribiendo y reescribiendo un cuento sobre zorros (meses después, por alguna razón, veía zorros por azar en todas partes: ilustraciones, fotografías, películas). Tal vez trataba de escribir una versión de aquel cuento de Flannery O’Connor sobre un lince. Luego de leer mi cuento Ronald Abilio Noda me mostró el poema de Ted Hughes sobre un zorro que se presiente en el bosque, allá afuera, mientras se escribe el poema. La sensación que producía el poema de Ted Hughes resultaba muy semejante a la que trataba de producir mi cuento (canalizar una neurosis en una figura satelital, hermosa y temible: el zorro). Aunque la similitud entre lo que había acabado de escribir con el poema de Ted Hughes resultaba notable, no llegaba a ser milagrosa. Sin embargo, el parecido con el cuento de Jon Bilbao parece incuestionablemente milagroso, si se asume que soy inocente de plagio. Al sitio al que había ido Ted Hughes, dígase la neurosis canalizada en el zorro, habíamos ido Jon Bilbao y yo exactamente por el mismo camino, es decir, habíamos tomado las mismas decisiones concretas a medida que íbamos elaborando el relato.
La primera de ellas, por ejemplo, constituiría la decisión de que el cuento estuviera protagonizado por un personaje femenino. No hablamos de una decisión obvia, en ninguno de los dos casos. La amplia mayoría de los relatos de Jon Bilbao asumen la perspectiva de un protagonista masculino, y también la amplia mayoría de los relatos que yo había escrito hasta 2018. Sin embargo, ambos sentimos que era necesario llegar al sitio a través de la sensibilidad de una mujer joven, específicamente la sensibilidad de una mujer joven harta del mundo. Creo que hay un hartazgo del mundo que nadie conoce tan bien como una mujer de entre veinte y treinta años que desea, por encima de cualquier otra cosa, estar sola. Esto es especulativo, desde luego, no puedo tener la certeza de que Jon Bilbao tomó las mismas decisiones que tomé yo por las mismas razones, pero lo único que puedo hacer ahora es caminar hacia atrás, volver sobre mis propios pasos, a ver si encuentro el sendero del otro bajo la hojarasca. La existencia de un novio del que no se quiere saber más no es la causa de este estado, de este hartazgo del mundo, pero lo refuerza, así que ambos (Jon Bilbao y yo) colocamos el personaje del novio, pero despojado de cualquier atisbo de protagonismo, porque hay que dejar claro que él no es el verdadero conflicto. La existencia de la anciana como contraparte me resulta mucho más difícil de explicar: asumo que tiene que ver con el atractivo de la imagen fabulesca: una anciana en medio de la vegetación. No es tan poderoso imaginar a un hombre anciano en medio de la vegetación, por ejemplo, ni a nadie joven. La trama del zorro y de la mujer harta del mundo parece demandar como contraparte a una anciana. Este extenso análisis contiene la suposición implícita, jamás demostrada, de que la mejor decisión narrativa posible es una sola en este escenario, y ambos la tomamos, o mejor dicho, en cada caso en el que hubiera una única solución narrativa aceptable, Jon Bilbao y yo la tomamos (las diferencias entre nuestros cuentos yacerían en los casos en los que hubieran varias soluciones narrativas aceptables para lo que buscábamos: esa esencia arquetípica, ya escrita en la eternidad). Una vez que entiendo la arrogancia sobre la que se fundan estas ideas abandono el procedimiento y busco otro. Necesito racionalizar lo insólito de alguna forma, pero no puedo depender de juicios tan engañosos y complacientes.
Tal vez he exagerado el parecido hasta ahora, seré más justo: la anciana de Jon Bilbao es enemiga del zorro, en mi cuento es su cómplice, además, el cuento de Jon Bilbao termina pronto y jamás se revela como fantástico, el mío se prolonga, involucra una historia subyacente y un giro fantástico. Pero no engaño a nadie: el primer tercio de mi cuento es prácticamente el mismo cuento que había escrito alguien más, años antes. Son variantes distintas, que atienden a estilos y hábitos estéticos distintos, pero el relato es el mismo. No puedo escribir una palabra sobre Jon Bilbao hasta que no resuelva el asunto. En un principio iba a escribir una reseña sobre su último libro, Basilisco, pero me puse a leer otros (Estrómboli, Física familiar, y por último Bajo el influjo del cometa), y he tenido que cambiar todo el texto, hasta un punto en el cual ni siquiera sé qué es. ¿Una autodefensa? ¿Una autoalabanza? ¿Un autoreproche? ¿Un ensayo con pretensiones de cuento kafkiano o borgiano?
Otra forma que he encontrado de analizar el hecho insólito parte de mirar más allá de los dos textos en sí, parte de mirar el descubrimiento como accidente: lo importante no sería que hubiera dos cuentos tan parecidos, lo importante sería que uno de los dos autores hubiera encontrado al otro. Esta forma de entender el asunto no se pregunta por qué dos personas son casi idénticas, ya que por estadística, atendiendo el número de personas que hay en el planeta, y las limitadas combinaciones de rasgos posibles en el rostro humano, el parecido en sí no debería sorprender a nadie, esta forma se pregunta cómo una persona se pudo topar con la otra.
Entender lo accidental implicaría entonces hacer un registro de dimensiones múltiples de causalidad. Yo debería preguntarme entonces cómo encontré a Jon Bilbao. Lo confesaré: a través de la página de Instagram de Editorial Impedimenta. La portada, el título y la nota de Basilisco me llamaron la atención. Aquí podríamos apreciar un primer filtro: me llamaron lo suficiente la atención como para buscar reseñas del libro. En una de las reseñas me encontré con que el libro iba sobre una expedición armada para buscar fósiles, hecha con la intención de probar que Cuvier (o más bien una interpretación delirante de Cuvier) estaba en lo cierto, y que Darwin estaba equivocado: el mundo había tenido varias extinciones masivas, la última de ellas el gran diluvio, no había evolución de unas especies en otras, sino creaciones y aniquilaciones continuadas. La mezcla de lo bíblico y lo paleontológico en el oeste norteamericano me fascinó, y conseguí Basilisco de inmediato. ¿Que a dos personas les fascine la idea de mezclar lo bíblico con lo paleontológico tendrá algo que ver con que a esas mismas dos personas les haya interesado la idea de una mujer joven harta del mundo refugiada en la naturaleza que mantuviera una relación peculiar con un zorro? Mi interés por Basilisco (o al menos por la primera imagen que tuve del libro) sí resultaba predecible. Desde niño me han interesado los fósiles, e incluso he escrito más de un relato sobre fósiles, y siempre me ha gustado Cormac McCarthy (cuya prosa trata de imitar Jon Bilbao en varios momentos de Basilisco). Que tanto a Jon Bilbao como a mí nos guste el solitario novelista norteamericano (he echado un ojo a su blog personal, el primer texto, con fecha del 6 de noviembre de 2007, es una reseña de un documental sobre Cormac McCarthy) puede tener algo que ver con nuestro interés por una narración que mezcle lo bíblico con lo paleontológico. Si una persona o un algoritmo sofisticado analizaran detenidamente estos datos podrían especular que Jon Bilbao y yo compartimos también el gusto por Herman Melville. Y en efecto, acertarían. ¿No fue casi igual de aterrador encontrar que el tercer cuento del libro Bajo el influjo del cometa, que comienza por una cita de Melville, va sobre una pareja que encuentra varada una ballena en la playa? ¿Cualquier persona que me conozca no sabe que mi interés obsesivo por Gibara ha tenido que ver con los varamientos de ballenas, y no puede comprobar cualquiera que he publicado un ensayo, “El museo como templo”, en el que se insinúa este símbolo privado, y otro, “Pueblo de ballenas”, en el que lo abordo de manera detallada, tras múltiples visitas a los archivos y rastreos de fotos de varamientos? ¿Está todo relacionado? La persona o el algoritmo sofisticado, ¿no podrían tomar estos datos y predecir que necesariamente tendríamos la tentación de escribir sobre un niño profeta, o sobre una religión que se fundara entre niños en un juego en apariencia inocente? ¿El algoritmo sofisticado no podría predecir que Jon Bilbao escribiría “El becerro de Lego”, cuento aparecido en Física familiar, y que yo escribiría “Los profetas”? Apreciar a Chejov y a Carver, y también a McCarthy y a Melville, ¿no hace razonable querer mezclar ambas fuentes? ¿No hace razonable que él escriba el cuento “Bajo el influjo del cometa” y yo el cuento “Sol de medianoche”?
No quiero ni por un instante hacer ver que hay algún tipo de relación entre iguales, no eso es lo que estoy tratando de decir, no estoy practicando un parasitismo de autor, y puedo afirmar, tragándome mi orgullo de escritor menor, que ya hubiera querido yo esculpir una descripción tan limpia y memorable de la ballena como la que se da en “Una victoria parcial”, ya hubiera querido yo describir el sonido áspero del cadáver de la ballena sobre la arena cuando fue remolcada lejos de la playa, o ya hubiera querido yo encontrar un terror sagrado en algo tan cotidiano como una figura de Lego, que un niño construye incesantemente. Ya hubiera querido yo escribir este fragmento cuasi evangélico, que Jon Bilbao insertó en Basilisco como una nota en un diario:
En el centro del campamento, junto a los restos de la hoguera donde la víspera habíamos asado a varios de sus congéneres, había un antílope. Uno de los excavadores, sin ni siquiera levantarse, apoyado en la silla de montar que empleaba de almohada, le había disparado con su rifle y había fallado. No obstante, el animal continuaba inmóvil, diríase que retador. El excavador se puso en pie y se acercó unos pasos. Había dejado el rifle y tomado un revólver. Disparó hasta vaciar el tambor. Ninguna bala dio en el blanco. El antílope se alejó caminando, como si supiera que nada tenía que temer.
Hallar que alguien había escrito una versión anticipada de “Zorros” era improbable, y el impacto pudo perfectamente hacerme ver coincidencias en otros sitios, aunque no las hubiera, estoy al tanto de esa posibilidad, lo que en cualquier caso sí tiene valor es lo que puedo intuir de la semejanza o de la ilusión de semejanza: a medida que pasa el tiempo, una persona que escribe y que lee puede encontrar con más facilidad en lo que lee los “dobles” de lo que escribe. Cada día se acumula un mayor número de obras escritas, y dichas obras se hacen cada vez más accesibles, y cada día hay más mecanismos (la mayoría informáticos) que segmentan nuestros intereses y gustos, y que pueden predecir lo que nos interesaría leer, lo cual es una forma de predecir lo que nos interesaría escribir. Últimamente me han sucedido cosas espeluznantes en las grandes plataformas digitales, hay unas cuantas que pueden constituir ilusiones paranoicas, pero otras estoy bastante seguro de que no. Atrayendo cada cosa a su semejante los sistemas pueden crear conexiones prácticamente milagrosas, y los sistemas multidimensionales de causalidad que hacen que dos cosas se asemejen pueden ser más visibles. En biología se habla de evolución convergente: que los murciélagos sean tan parecidos a los pterodáctilos, y que los delfines sean tan parecidos a los ictiosaurios, aunque provengan de órdenes distintos, no constituye obra del azar. No hay tal cosa como el azar. En lo que parece azar hay causalidades secretas, motivos aerodinámicos, genéticos, tróficos. En hábitats no tan distintos, con necesidades no tan distintas, y con información no tan distinta en sus genes, criaturas en apariencia distantes pueden igualarse. La pluralidad de hábitats y genomas no hace sino más probable la existencia de semejanzas entre algunos de ellos, y por tanto las evoluciones convergentes. Este fenómeno estadístico sería invisible de no existir espacios comunes (museos, institutos, páginas de enciclopedias) donde las criaturas pudieran encontrarse. Entre más espacios comunes haya, más probable resulta que se encuentren. El número de humanos (y de producciones humanas) crece de forma precipitada, así como el número de espacios donde las cosas distantes pueden encontrarse, y las herramientas para que las cosas distantes y semejantes se encuentren. ¿Sería posible definir qué es una cosa? ¿Diseccionarla hasta sus articulaciones más diminutas? ¿Replicar una cosa no es la prueba definitiva de entenderla? ¿Sería posible descifrar cómo ha ocurrido una evolución convergente que me haya llevado a elegir los mismos símbolos que otra persona, tan distante de mí, a emparentar las mismas cosas que había emparentado esa persona, tras rastrear instintos, tradiciones y determinantes imprevistos de nuestros entornos?
Me ha sido imposible escribir una crítica literaria razonable, en su lugar he escrito de manera nerviosa e imprecisa el relato de un asombro personal y su posterior intento de racionalización. Tal vez en este justo momento alguien esté escribiendo unas líneas similares. Saludo a este otro doble desde mi anonimato.