Por James Wood
Traducción Carlos Jaime Jiménez
Uno de los problemas de la alegoría es que, mientras intenta cumplir su cometido alegórico, llama la atención sobre sí misma. Es como quien se desviste frente a la ventana para que sus vecinos puedan verle. La alegoría quiere que sepamos que está siendo alegórica. Todo el tiempo está diciendo: mírame, quiero decir algo. Significo algo, estoy siendo alegórica. En ello se diferencia de la mayor parte de la ficción (de hecho, se parece a la peor ficción). ¿Por qué se tolera esto, entonces? En literatura, rara vez lo hacemos. A esta se le perdonan los jeroglíficos cuando se sobrepone a sí misma y se comporta como ficción de alto vuelo (Kafka, Mann, algunas cosas de Dickens); cuando elabora verdades complejas (Dante, Kafka otra vez), – o cuando estalla en la cacería de verdades alegóricas (Melville). Se la tolera cuando no es solamente el mapa, sino también el paisaje.
Thomas Pynchon es el más alegórico de los escritores norteamericanos desde Melville. Pero sus novelas se comportan como alegorías que se rehúsan a alegorizar. Acumulan los significados y al mismo tiempo reniegan de ellos, – no es casual que Pynchon sea un devoto de las bromas delirantes, cuyo funcionamiento es básicamente el mismo. De esta forma, Pynchon ha creado lectores que piensan que es un gran ocultista, y lectores convencidos de que es un farsante consumado. Sus novelas son fábricas caóticas que parecen estar vivas, pero que en realidad son estáticas, no se mueven. Sí, hacen circular el significado, lo desplazan de un lado a otro, -pero no habitan en él. Los lectores de Pynchon a menudo confunden la presencia de luces con la certeza de un lugar habitado. Uno pudo ver esto en la recepción de Mason y Dixon, cuyas brillantes maravillas suscitaron jadeos: he aquí una novela, escribieron los críticos, ambientada en el siglo dieciocho, en la cual presenciamos la preparación de la primera pizza inglesa, – un perro que habla, – dos relojes teniendo una conversación, – un enorme queso de Gloucestershire con forma octagonal, – George Washington fumándose un porro, – un pato mecánico, – un chino enloquecido que insiste en instruir a todos a su alrededor acerca de la magia del feng sbui, un Gólem gigante, – y una oreja amputada que se mueve. Los críticos citaron estas cosas como si fuesen escenas, y no objetos, como si constituyesen el movimiento, el funcionar de la novela. El hecho de que el libro meramente contiene estas cosas, y las fija en una suerte de cuadrícula animada, fue tomado como algo maravilloso, – fueron asumidas como simples maravillas naturales, cuya presencia, de por sí, estaba llena de significado. No había necesidad de preguntar cuál era su función. Fueron leídas como signos, -entendidas de manera alegórica. Los signos fueron tomados por maravillas.
Mason y Dixon es un libro lleno de deleites, y maravillas. Entre ellos, se alza el lenguaje de Pynchon, que, en un primer nivel, consiste en una suerte de pastiche de prosa dieciochesca, pero que es en realidad una hermosa y flexible aleación, capaz de doblarse como una caléndula para incorporar estilos provenientes de los albores del siglo dieciocho, así como elementos propios de las postrimerías del siglo veinte. La historia de la novela es narrada por el Reverendo Cherrycoke, quien acompañó a los agrimensores Mason y Dixon en su viaje con el objetivo de dividir Pennsylvania y Maryland a mediados de la década de 1760. Verbalmente, Cherrycoke es metafórico, sentencioso, ajeno a las leyes, dado a los períodos y circunvoluciones. Todo esto es para bien de la prosa. Es un logro de la novela el haber creado una prosa que, cuando funciona bien, no parece anticuaria, sino prístina – un lenguaje original antes de reconocerse a sí mismo como “lenguaje americano”. Por momentos recuerda al isabelino-americano de John Berryman en The Dream Songs. De hecho, los sustantivos en mayúscula, que aparecen lanzados como disparos a lo largo de todo el libro, empiezan a parecerse a las mayúsculas al inicio de los versos de un poema: su prosa es como una poesía escrita en prosa por accidente.
Pero este lenguaje, pese a su belleza, es solo un juego sofisticado. Por sí mismo, no resulta suficiente para hacer grande a una novela. Las limitaciones de Mason y Dixon son las limitaciones de la alegoría. Mason y Dixon, que tan a menudo deleita y conmueve, no es una novela, y se priva a sí misma de la flexibilidad que distingue a una novela. Puesto que funciona como una alegoría picaresca, tirando de su propio carruaje entre una implicación y otra, recogiendo algunas implicaciones de más en una ciudad, para arrojarlas fuera en la siguiente. Apisona a sus personajes en pequeñas parcelas de significado, y luego los arranca de raíz. Sus personajes existen para dispensar lecciones de corte ideológico o filosófico. Aunque poseen cierta vitalidad, no existen propiamente en tanto personas (uno difícilmente se vería sorprendido por ellos). Como es usual en Pynchon, hay escenas que significan demasiado, y otras que significan demasiado poco. Así, la línea Mason-Dixon, que los héroes epónimos son encargados de trazar, se supone que signifique muchas cosas: el buen principio de legalidad y el tiránico imperio de la ley, libertad, pero también imperialismo. George Washington fumando marihuana sin dudas tiene como propósito instruirnos en la importancia de la liberalidad presidencial. Pero el queso octagonal de Gloucestershire y la oreja amputada que se mueve, son meras diversiones esparcidas a través del libro -funcionan como el dinero que los políticos solían lanzar desde el carruaje a sus votantes- nos distraen de la verdad.
Pynchon es famoso por su comedia fantástica. Pero hay demasiadas cosas que, incluso en un libro benigno como este, aparecen forzadas, carentes de libertad, como una histeria que es inoculada al interior de las escenas, y sin la cual estas no existirían. Esta es la diferencia entre la comedia de personajes y la comedia de cultura. A Pynchon no le interesa – o no logra, desarrollar la primera- lo que sí puede hacer, a menudo de manera imponente, es poner a vibrar la cultura a alta velocidad, consiguiendo que de entre las trepidaciones salga disparada la comedia. Para ser justos, sus dos protagonistas, Charles Mason y Jeremiah Dixon, poseen cierta presencia en tanto seres humanos. Mason es de Gloucestershire, un deísta melancólico en perpetuo luto por su esposa muerta, Rebekah, y de temperamento esencialmente conservador. Dixon es del norte de Inglaterra, cerca de Durham. Es cuáquero, populista y radical de manera instintiva, y se encuentra a sí mismo horrorizado ante las crueldades de la vida americana (matanza de indios y esclavitud), aun cuando esté enamorado de las posibilidades que el continente ofrece. Mason y Dixon son una entidad dual, – la mayor parte de sus respectivas realidades es complementaria. Constituyen personajes más completos cuando actúan como mitades del otro. Mason es lúgubre, Dixon es jovial, – Mason es sofisticado, Dixon es un patán, – Mason es un astrónomo (mira hacia arriba), Dixon un agrimensor (mira hacia abajo), y así… La comedia que Pynchon logra extraer de esto resulta familiar, y ocasionalmente conmovedora. La novela abre con el par viajando a Sudáfrica, al Cabo de Buena Esperanza, para registrar el Tránsito de Venus. (Dado que todo se halla siempre interconectado en las novelas de Pynchon, ambos conducen también algunos tránsitos de Venus en tierra, bajo la forma de las altamente sexualizadas hermanas Vroom, quienes se dedican a fastidiarlos, al estilo de los personajes de Fielding). En este punto, Mason y Dixon no se hallan en buenos términos, y apenas soportan mirarse a los ojos. Pero no permanecen por mucho tiempo en Ciudad del Cabo. Hacia el final de la novela, momento en el cual ya han pasado más de cuatro años en América y han vivido todo tipo de aventuras, ambos han desarrollado ya un profundo afecto por el otro.
Este patrón posee la noble simplicidad del celuloide. Parece probable que Pynchon esté parodiando los principios de la buddy movie -la novela termina con ambos, ahora retirados de sus labores de agrimensura, pescando juntos en un río de Inglaterra, convertidos en unos viejos gruñones, pero aprendiendo a conversar acerca de sus esposas e hijos. Esto es un tipo de comedia reducida, una comedia en prisión. Reposa en formas prefijadas y en el escape preestablecido de esas formas. Por ejemplo, la picaresca. El par de héroes son invitados a venir a América para medir y trazar fronteras estatales, y una vez llegados, se mueven de aventura en aventura – y todo esto tiene la ligeramente arrugada y repetitiva cualidad de la picaresca: no importa cuan diferente sea cada aventura de su predecesora, sigue remedándola en su carácter aventurero. La variedad se convierte en homogénea, -uno quisiera que estos incidentes hipertrofiados se encogiesen y cobrasen vida, que la carretera se convirtiese en río. Hay una suerte de hinchazón común a otros libros de Pynchon, -una debilidad relacionada con no saber cuándo dejar de acumular cosas.
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La alegoría, y la confusión de la alegoría, constituyen la base de la ficción pynchoniana, – y son la fuerza motriz de este libro, y de las políticas que en él aparecen de manera explícita. La América que Mason y Dixon recorren es similar a la América de La subasta del lote 49, no hay una distancia tan grande entre 1766 y 1966. Ambas son dominadas por lo que Pynchon una vez denominó como “un orden tecnopolítico emergente que podría, o no, saber lo que estaba haciendo”. América es al mismo tiempo posibilidad pura y degradación profunda, según la visión de Pynchon, -su diagnóstico se mueve entre lo salvajemente distópico y la utopía desmesurada. La América degradada es el país sobre el cual Pynchon escribió en un ensayo corto sobre la Pereza, en 1993, para el New York Times Book Review. Hacia mediados del siglo dieciocho -escribe Pynchon- América “estaba consolidándose como un estado cristiano capitalista”. En Mason y Dixon, el estado cristiano capitalista está empezando a germinar, según parece, arrasando primero la tierra. Ambos, Mason y Dixon, son impactados por el sometimiento forzado de los indios, y por la esclavitud. En Sudáfrica habían visto un orden tiránico similar. “En ambos lugares los blancos”, piensa Mason, “han pasado a convertirse en los salvajes de sus sueños más descabellados”. Dixon rememora la “férrea criminalidad del Cabo” y “los rostros mofletudos y contentos de esos hombres blancos”, pero decide que “algo peor ha sucedido aquí”, en América. El reverendo Wicks, narrando la novela, dice verdades que se hunden como barras de plomo en un río: “la palabra Libertad …fue raptada en esos tiempos para justificar y apoyar incluso el más oscuro de los derechos de los hombres -infligir daño a otros según nuestra voluntad- hasta el exterminio, si fuese posible”. Según Mason y Dixon se abren camino a través de lo que ellos llaman “el Visto”, la zanja de ocho pies de ancho que van trazando entre Maryland y Pennsylvannia, se encuentran con varios indios y esclavos. Son instruidos en la corrupción. Cerca del final del libro, Dixon decide que él no es mejor que estos americanos blancos, “habiendo trazado para ellos una línea entre Esclavistas y Pagadores de Salario”. Puesto que, al trazar una línea entre un estado esclavista y un estado libre, simplemente ha compartido la ilusión general según la esclavitud “está siempre en otro lugar” -en Sudáfrica o en Maryland- “pero, oh, nunca en Holanda, ni en Inglaterra, ese Jardín de Tontos”. “¿Dónde se termina?”, pregunta Dixon. “¿Acaso nos encontraremos siempre, no importa adonde vayamos, a todos los esclavos y tiranos del mundo?” “América era el lugar donde no debíamos encontrarlos”. Este es el sueño roto sobre el cual Pynchon escribe en La subasta del lote 49, una tierra “que una vez tuvo todas las oportunidades para la diversidad”.
El problema no radica en lo relativamente ordinario de estas ideas, sino en la manera torpe en la que son implementadas en la ficción. El modo en que Mason y Dixon parecen absorber como compresas cada una de las manchas de sangre del sistema capitalista, parece un tanto conveniente, artísticamente hablando. Ellos podrían ser más libres en tanto personajes, si Pynchon les permitiese oponer cierta resistencia al punto de vista que sobre las cosas posee Thomas Pynchon, el autor. Pero eso sería ficción, no alegoría. Por supuesto, ellos responden a las libertades y el ritmo musical no orquestado de la naciente vida americana. Pynchon disfruta la anarquía democrática de la misma. Hay sectas germánicas demenciales y puritanos tercos, cuáqueros estrictos y católicos empecinados, todos ellos envueltos en una guerra frenética con los demás. En lo político, hay patriotas británicos, rebeldes americanos e indiferentes apacibles. Los indios combaten a los americanos, quienes a su vez luchan contra los británicos, -y por debajo de todo ello, la pólvora seca de la esclavitud, lista para estallar. A la manera usual de Pynchon, este mundo se halla surcado por la paranoia. Cada americano sospecha que quiénes están a su alrededor son agentes o espías. La red de jesuitas es especialmente temida, y a la empresa de agrimensura de Mason y Dixon se une un chino enloquecido, el Capitán Zhang, quien se encuentra huyendo de los jesuitas. De hecho, resulta ser que todos los miembros del grupo de agrimensores son agentes de uno u otro poder, incluyendo a Mason y a Dixon, como este último observa en algún momento. Ante un Mason escéptico, Dixon declara que ambos son empleados asalariados de la corona británica, y por tanto sus agentes. Ambos sirven al poder que oprime a los americanos, negros y blancos.
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La ficción de Pynchon elabora una política de la alegoría. En ella, verdades parciales son convertidas a la fuerza en absolutas. Es un sistema cuyas grietas, sus parcialidades y fallos, solo parecen hacerlo más fuerte, como sucedía con la astronomía medieval. El mundo de Pynchon es un planetario ideado por un miope. Las fuerzas del mal, en la visión de Pynchon, son la rectitud, la linealidad, la regla del buen gobierno. Mason y Dixon, a pesar de la simpatía que inspiran, son agentes de la fijeza. Dixon recuerda que, estando en Inglaterra, había ayudado a trazar los límites que reforzaban el odiado e injusto sistema de distribución de la tierra. “Había trazado líneas de tinta devenidas en muros de piedra”. No obstante, debajo de la tierra es donde la anarquía de la libertad no lineal vive. “Allá abajo, donde no existen líneas de propiedad, yace un mundo aún inexplorado”. El Capitán Zhang, con su amor por el feng shui, les recuerda a los agrimensores que la línea trazada por ellos “actúa como un conducto de lo que conocemos como Sha, o, como le llaman en la parte hispana de California, Energía Mala”. La línea Mason-Dixon es como un diente de dragón desgarrando la carne de una tierra libre, advierte Zhang. El Reverendo Cherrycoke, a su vez, explica que Maryland y Pennsylvannia son abstracciones del hombre blanco. No existen, a no ser como “una crónica de fraudes cometidos de manera serial contra los indios que habitaban ahí”. Por contraste, las fuerzas del bien -que pueden ser tan demenciales como las del mal- son esas que logran desligarse del alcance del gobierno y las reglas. El sueño es el espacio utópico de la resistencia. La subasta del lote 49 finaliza con una alabanza a los “vagabundos”, aquellos que viven en América como si estuviesen exiliados de ella. En Arcoiris de Gravedad, Tyrone Slothrop se ve devuelto, de manera regresiva, a “sueños, deslices psíquicos, presagios, criptografías, epistemologías narcóticas, todo ello danzando sobre un pavimento de terror, contradicción y absurdo”. Es en la paranoia de los sueños donde puede experimentarse la libertad. En Mason y Dixon, la América inexplorada al oeste de la línea trazada por el par, es la tierra de ensueño, “usada como un vertedero de esperanzas subjuntivas, de todo lo que aún podría ser cierto”. Estos sueños permanecen “a salvo hasta que la siguiente porción de territorio del oeste llega a ser vista y registrada, medida y cercada”.
Es signo de cuánto intimida a sus lectores la inteligencia indexical de Pynchon, y en particular, sus poderes de evasión y ocultamiento, el que pocos cuestionen la posible banalidad, o incluso algo peor, de estas ideas. Pero una de las ventajas de la utopía es la imposibilidad de su realización. El Bien utópico de Pynchon es bueno justamente porque no tiene cuerpo, porque se resiste a adoptar un cuerpo o una forma. Es lo inexplorado. Es futuro o sueño. Vuelve más diminuta nuestra pequeñez. El Mal según Pynchon funciona al interior de la ficción como una utopía invertida, una distopía que prescinde de calles y de rutas accesorias, que no puede ser nombrada. En Arcoiris de Gravedad, Slothrop, un oficial de inteligencia americano, está obsesionado con la idea de que “ellos” lo persiguen. Se pregunta si “ellos” harán explotar sobre Londres un cohete marcado con su nombre. Pero “ellos” no son los nazis, quienes justamente se encontraban entonces lanzando cohetes sobre Londres. No, “ellos” forman parte de “algo que va mucho más allá de la Alemania nazi”. Pero nunca alcanzamos a saber quiénes son.
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Las alegorías de Pynchon son en cierto modo tiránicas. Puede que él opte por la música a muchas voces propia del fabulista, pero sus novelas afirman un binarismo estricto, incluso cuando se imaginan a sí mismas deconstruyendo dicho binarismo. Puede que Oedipa desee un “simetría de opciones en espera para ser destruidas”, pero la propia ficción pynchoniana está ella misma erigida sobre una simetría de opciones. Utopía o distopía, -gobierno o sueño, -exceso de significado o ausencia del mismo. Hacia el final de La subasta…, Pynchon le ofrece a Oedipa una opción: si la organización sombría (nombrada Tristero) que ha estado rastreando existe, ella se le unirá y se dará a la fuga, puesto que ya no puede esperar más a que América termine de enmendarse a sí misma. Pero si la organización no existe, entonces deberá vivir en América. Y si vive en América, deberá entregarse a la paranoia. En un primer nivel, Pynchon parece estar sugiriendo que una prueba de este tipo resume lo que está mal en América: es América quien nos fuerza a elegir entre el exilio y la locura. Pero, dado que no podemos verificar que esa necesidad de elegir exista realmente (la novela deja abierta la posibilidad de que Tristero sea meramente una alucinación de Oedipa), y en tanto la propia visión de Pynchon resulta infundada, todo lo que podemos decir es que este tipo de pruebas forzadas son en realidad un problema de Pynchon, no de América. Es su ficción, y no América, la que ofrece el secretismo o la disolución como las únicas opciones.
Las novelas de Pynchon poseen cierto poder, -la agitada densidad de una prisión. ¿Pero acaso podemos construir y deconstruir la alegoría sin producir incoherencia, un tipo de incoherencia que parece evasiva en lugar de sugestiva? En Moby-Dick, Melville estuvo a punto de destruir su libro al cargar los circuitos de significación del mismo con tanta energía que la novela estaba en peligro de significar demasiado, y, en consecuencia, demasiado poco. En Moby-Dick, la ballena es a la vez Bien y Mal, es Verdad y Vacío. Es un millar de cosas. Pero lo que se encuentra en juego en la novela es profundamente humano, -es el destino del alma de alguien. Melville usó la alegoría para atrapar a la verdad, y al hacerlo provocó que la alegoría estallase en mil pedazos. Pynchon usa la alegoría para esconder la verdad, y con ello expande la alegoría hasta que esta se convierte en un fetiche de sí misma. Melville enfrentó el peligro de la nada mientras corría tras la verdad. La nada era una herida en el costado de la verdad. Pero lo que queda cuando la alegoría no cree en la posibilidad de la verdad, no es la alegoría, sino meramente lo alegórico, o una fe dogmática en el poder de lo alegórico. Lo que queda son novelas que atraen la atención sobre sus propias significaciones, que se encuentran suspendidas, como un brazo amputado apuntando hacia ningún lugar en particular.