Por Carlos Ávila Villamar
Esta tarde he leído en la revista Nature los sorprendentes resultados de un estudio científico que relaciona la densidad poblacional de los ciervos en determinadas áreas y el crecimiento promedio de los cuernos de los ciervos machos. Dicho en pocas palabras, puesto que el crecimiento de los cuernos demanda una extraordinaria cantidad de nutrientes, los ciervos macho calculan cuánta competencia enfrentan a su alrededor para no gastar innecesariamente los nutrientes en su cornamenta. En regiones donde la competencia es muy alta, los ciervos macho desvían todos sus recursos hacia su cornamenta, y desgastan pronto su dentadura, lo que causa una considerable disminución en su esperanza de vida. La naturaleza autodestructiva de la especie en determinadas condiciones me hizo pensar en el breve ensayo de 1933 “El último mesías”, del filósofo noruego Peter Wessel Zapffe. En “El último mesías” se hace la previsora analogía entre una raza de ciervos que desarrollen sensuales, incómodas, finalmente inútiles cornamentas, que los lleven en algunos casos a la muerte, y la humanidad, muchos de cuyos individuos llegan a matarse a sí mismos, aplastados por su autoconsciencia como el hipotético ciervo queda aplastado por su sublime aunque dolorosa cornamenta. El suicidio, según Zapffe, constituiría un acto de última lucidez. La maldición del hombre es el pánico de la autoconciencia, del mismo modo que la del ciervo es su cornamenta. El ciervo puede, señala, salvarse, arrancándose de forma traumática los cuernos. Igual la vida humana puede resumirse en la prevención constante (consciente o inconsciente) del suicidio, en la represión arbitraria de la autoconciencia en situaciones en las que (por sabiduría cultural o personal) haya sido señalada como potencialmente peligrosa.
He querido escribir siempre sobre una posible explicación biológica de la tristeza, pero mis oceánicos desconocimientos sobre cuestiones fundamentales de biología me lo han impedido, no obstante, me aventuraré a esbozar algunas ideas al respecto que me han rondado la cabeza desde que leí por primera vez el texto de Zapffe. Cada fenómeno de un ser vivo (desde el más simple hasta el más complejo) debe ser explicado atendiendo a una función originaria que pudo alterarse o no. Ejemplo, según Darwin, el pulmón que los vertebrados utilizan para respirar provenía de la vejiga natatoria de los peces. Se me ocurre que la función de las complejas sensaciones de tristeza y de regocijo puede encontrar similitud en la función de sensaciones más básicas, como el dolor y el placer físico. Nuestro organismo (y el de la mayoría de los animales) ha aprendido con el paso de las eras que para sobrevivir no basta un estímulo previamente codificado de recompensa, digamos para un colorido pez tropical el placer de aguas cálidas y favorables, es más práctico que exista además un estímulo de castigo ante una temperatura demasiado baja que ponga inmediatamente su vida en riesgo. Sin el dolor, los animales despreocupadamente lastimarían sus partes más frágiles, y no tratarían de huir tras ser lastimados por un depredador. El placer de comer puede ser grande, pero no cabe duda de que el hambre, la terrible sensación del estómago vacío, es todavía más útil a la naturaleza para que sus hijos busquen alimento. La tristeza y el regocijo pueden funcionar de manera parecida, sobre todo en comunidades donde los animales hayan aprendido a tener alguna clase de autoconciencia primitiva de su propio lugar, digamos, en una jerarquía.
Resulta indiscutible que tal autoconciencia primitiva existe en animales que viven en manadas. Un animal débil sabe que no debe meterse con otro más fuerte de su manada: no necesita pelear cada minuto de su vida para comprobarlo, llegado un punto, no solo evitará la confrontación con otro más fuerte, también evitará situaciones que lleven a una confrontación. La prudencia es una herramienta útil: no solo basta el deseo sexual, destinado a expandir los genes, también hace falta el miedo. ¿Debe parecernos tan atrozmente descabellado suponer que mecanismos similares actúan en el ser humano? ¿La insatisfacción, la desesperación, no podrían ser consideradas un invento de la naturaleza para mover a los individuos, para enfrentarlos genéticamente, incluso con mayor efectividad que el perezoso y lejano premio de la felicidad? La esperanza de la felicidad autoconsciente es breve y suave (como el recuerdo del sabor agradable de una comida), pero la insatisfacción (como el hambre) es urgente, agresiva. Es menos útil para el individuo que para la especie, interesada en perfeccionarse y perpetuarse sobre la tierra. A la naturaleza le interesa cuántas copias del genoma andan distribuyéndose en el planeta, no la calidad de vida de los portadores de esas copias. ¿Serán más desarrolladas aquellas naciones que en ciertas condiciones civilizatorias hayan hecho más infelices y desesperados a sus ciudadanos, motivándolos a competir con ferocidad? Quiero creer que esta idea es descabellada. El problema reside en la separación entre la función de fenómenos como la tristeza en los primeros hombres y la función final, el hombre que se deprime inútilmente en su sala, rodeado de comida, quizás incluso con una pareja e hijos, pero atormentado por un peso misterioso e incesante, la función evolutiva actuando ciega a través de él. ¿Podría ser llamado espíritu esa función degenerada en los hombres? Aquí es cuando mis vagas pero persistentes ideas se sincronizan con Zapffe. El hombre “se ve surgir del vientre de su madre, dirige su mano al aire y ésta aparece con cinco ramas: ¿de dónde proviene este cinco diabólico, y qué relación tiene con mi alma?”
Según Zapffe la represión del pánico de la autoconciencia, el desgarramiento que hace el ciervo de sus propios cuernos, puede producirse mediante cuatro procedimientos: el aislamiento, el anclaje, la distracción y la sublimación (notemos que la autoconciencia y los cuernos son órganos naturales: la aberración más genuina no es su existencia, sino su represión o desgarramiento). Nos sometemos al aislamiento desde que somos niños, cuando se nos aleja del tema de la muerte o del sexo. La cultura esconde sus grietas para preservarse a sí misma, y del mismo modo, fabrica sus columnas y cimientos, es lo que se llamaría anclaje. El más cercano constituye la familia (y lo que yo consideraría su versión juvenil: la pareja), pero hay incontables: sectas, gremios, fraternidades, partidos políticos, naciones, religiones, generan la ilusión de estabilidad y de pertenencia. El afán humano por poseer bienes materiales se justifica en parte gracias al anclaje, “nadie puede sentarse en más de una silla a la vez, ni seguir comiendo cuando ha quedado saciado”. Lo que Zapffe llama anclaje está relacionado con lo que podría llamarse identidad, ya sea personal o colectiva, y un aristócrata ve su identidad en las tierras que posee o en el vino que toma. El dinero y los bienes materiales (que la sabiduría popular califica de objetivos insensatos) en realidad ofrecen sentido. También permiten la distracción, el tercer procedimiento de represión de la autoconciencia. La distracción, el rebajamiento de la atención a niveles mínimos, es considerada por Zapffe “la táctica vital de la alta sociedad”, y la compara con el funcionamiento de un aeroplano. “Debe permanecer siempre en movimiento, pues el aire la sostiene de manera tan sólo fugaz”, nos dice con extraordinaria agudeza (lo sofisticación tecnológica ha permitido ahora la distracción de la clase media, fenómeno impensable durante los tiempos de Zapffe). La cuarta y última represión me parece, sin duda, la más compleja: la sublimación constituye un ejercicio sin precedentes en el reino animal. Los animales sienten apego por lugares y objetos, y me parece bastante claro que pueden distraerse a su manera (los perros siguen jugando de adultos, cuando ya han desarrollado las habilidades para las cuales en teoría sirve evolutivamente el juego), pero no hay una función remotamente parecida a la de la sublimación en ellos, no tienen nada que pueda asemejarse al arte y a la literatura.
La sublimación convierte el sufrimiento en una experiencia estética. Al ver una tragedia en el teatro el individuo se estremece, se deleita con el sufrimiento del héroe, juega con su instinto, con su propio espíritu. También practica la sublimación el individuo cuando contempla la majestad de un amanecer o cuando se observa a sí mismo, a su vida, desde afuera, y encuentra una belleza maligna en sus errores, en sus males (abusar de este procedimiento, como sabemos, puede convertirnos en seres insoportables). “El presente ensayo es un ejemplo típico de sublimación. El autor no sufre, está llenando páginas para ser publicadas en un periódico”, intercala Zapffe en las páginas de “El último mesías”. La sublimación es un juego dentro del juego. Si las infinitas y elaboradas variaciones culinarias actuales constituyen un reaprovechamiento del gusto que heredamos de nuestros antepasados (el gusto por el azúcar y las grasas demuestra su escasez en el último minuto en el que nuestros antepasados estuvieron expuestos a las leyes corrientes de la selección natural), si nuestros comportamientos más civilizados admiten ser interpretados desde esta lógica de desvío de las funciones originarias, y ciertamente la tristeza inútil es el desvío de una función originaria de autopercepción (como enfermedad la depresión resulta cada vez más corriente, paradojalmente de la mano del desarrollo tecnológico, que ha inventado para aliviarla los antidepresivos, represión química, radical, del pánico, no contemplada dentro de los cuatro remedios que escribió Zapffe hace un siglo), si todo esto es cierto, entonces la sublimación, como desvío del desvío (desvío de la tristeza) de una función originaria, debe ser vista como el nivel último de autoconciencia de nuestra especie. Constituye el equivalente dentro de la experiencia ordinaria de un sueño lúcido. Ya conocida y aceptada la irrealidad del mundo, de los bosques, de nuestras manos, podemos recrearnos inútilmente en ella. “A pesar de todo, la sublimación parece ser el menos empleado de los medios protectores aquí mencionados”, dice Zapffe. Supongo que no es tan fácil de conseguir: una vez que nos hacemos demasiado “autoconscientes” de este nivel último de autoconsciencia, el nivel se desvanece. El primer libro que leemos de un autor que nos gusta posee un encanto especial difícil de repetir. Una vez que generamos expectativas involuntarias para el segundo o el tercero será difícil satisfacerlas sin sentirnos complacientes, o culpables de un diminuto e inofensivo autoengaño. Hay segundos y terceros libros de un autor que nos suelen gustar más que el primero, está claro, solo digo que no es lo común, no es la norma, y no porque el estilo del escritor suela decaer (a menudo sucede lo contrario), sino porque el sueño lúcido termina justo cuando ha llegado a un punto extremo de lucidez, al límite de lucidez que se puede tener en torno a la lucidez. Mientras más se busca, en ocasiones, menos se encuentra la sublimidad, la belleza. Por ello el escritor astuto se asegura de mostrarla de forma sorpresiva, o al menos inesperada, dentro de un texto. El buen estilo con frecuencia es la fabricación de la correcta expectativa de uno o dos momentos deslumbrantes y únicos de belleza.
Zapffe no disimula su desprecio por las tres primeras maneras de represión, y auguró que en el futuro la humanidad, auxiliada por los adelantos tecnológicos, abusaría de ellas. “Mientras la humanidad se mantenga de forma aturdida en el fatal espejismo de estar biológicamente predestinada al triunfo, nada en lo fundamental cambiará. A medida que la población se incremente y la atmósfera espiritual se espese, las técnicas de protección deberán asumir un carácter cada vez más brutal”. Zapffe no tiembla a la hora de pronunciar, al final de su ensayo, su solución: el antinatalismo. Que los seres humanos dejen de reproducirse, que la naturaleza regrese a su orden inicial. El último mesías de la humanidad, según Zapffe, ese que pediría a los seres humanos que dejaran de reproducirse, sería apedreado por hordas de seudomoralistas, que verían con inocente entusiasmo en la reproducción de la especie un axioma inviolable. Creo que el problema más profundo del antinatalismo como doctrina (una doctrina que solo tiene sentido si se practica masivamente) no es siquiera la mojigatería, sino el narcisismo innato de los individuos. En algún punto, cuando ven que sus vidas se han estancado, las personas adultas no pueden simplemente aceptar el vacío, o aceptar su propio fracaso personal (que es la única vía por la que el individuo promedio se percata de la existencia de ese vacío). No, las personas adultas tienen hijos, ponen sus esperanzas en ellos, quieren hacer diminutas, mejoradas versiones de sí mismos en ellos, y se hacen los ciegos ante el hecho incuestionable de que en algún punto de la edad adulta, ellos sentirán el mismo vacío, y creerán que procreando lo solucionarán. Crear una nueva vida (y condenarla al sufrimiento futuro), solo para consolar levemente el vacío personal, constituye un acto salvaje de crueldad, mucho más grave que el consumo de carne por el que se horrorizan los veganos o el aborto por el que se horrorizan los religiosos. ¿Cómo los defensores del aborto no se dan cuenta de que lo que se aplica a un niño no nacido se aplica a todos? ¿No habría sido mejor que fuéramos todos hijos no nacidos? Estas preguntas no son retóricas, no tengo una respuesta para ellas, pero creo que al menos deberían estar en la mesa de negociaciones.
Una pregunta sin respuesta que me haga una y otra vez, cuya involuntaria repetición me reconforte de una manera extraña (no me repetiría la pregunta de no producirme algún secreto, morboso placer), ¿es un acto de sublimación?