Por Jose Alberto Fernández
Exercitium arithmeticae occultum nescientis se numerare animi
Leibniz
Hace algún tiempo comentaba con Olivia Rico mi necesidad de escribir más libremente sobre música. Dos circunstancias concretas me condujeron a ese punto: la primera, que por entonces ya había elucidado las disparidades de mi último ensayo, que si bien poseía algunos pasajes satisfactorios, otros por demasiado impersonales comenzaban a sentirse notoriamente encorvados e invasivos; y la segunda, asociada a la lectura de cierto número de textos estéticos, entre ellos el prólogo de Schoenberg para su Harmonielehre y algunos ensayos de Chesterton, que me incitaban a esbozar juicios casi intuitivos, de una naturaleza algo híbrida e informal, sobre toda la música que escuchaba. El variable y peculiar espesor de esos juicios, su origen en breves y fortuitos impulsos que he debido anotar casi siempre en letras filosas y esquemas ya ilegibles, ha dictado la forma de lo que aquí he escrito, cuya pretensión no puede ser la de arribar a determinaciones normativas de la estética, ni al esclarecimiento de arduos problemas filosóficos, sino únicamente la de lograr una conjunción más o menos armónica de mis impresiones. Sería plenamente legítimo si el lector terminase este texto con alguna sensación de desconcierto, como he imaginado yo repetidas veces al hombre inverosímil que en el salón infinito y desolado de las altas lámparas vende sin ambiciones una caja de cuchillos. Si algún valor dimana de mis notas, yo no podría saberlo; me gustaría, no obstante, que no fuesen las últimas, y que pudieran hilarse unas a otras, las ya escritas con aquellas aún por escribir, a través de toda suerte de figuraciones, de amables ardides del pensamiento y del tiempo.
Y sé muy bien que la música se ha esforzado en conservar celosamente algunos dominios ocultos e inaccesibles, y también que muchos de sus intérpretes y proclamados conocedores han conjurado las voces humosas de un mundo inextricable, voces que fascinan y ahuyentan al perfecto absorto y que se obstinan en cuidar los fundamentos de la escucha. Sé muy bien eso (y que para escribir sobre música hay quien piensa todavía que hay que ‘’saber música’’, pues de lo contrario han de sernos suficientes el asombro y el placer inocuo, el ritual de las retribuciones del ego); sin embargo, presiento que en las experiencias aparentemente incompletas, en nuestras desprovistas aproximaciones, existe la posibilidad firme de la amplitud estética. He encontrado a mi falta esa justificación.
I
Música, historia e ideas, de Hugo Lichtentritt, me ha recordado al Intentio lectoris de Umberto Eco. Ambos llegan a procurar la asfixia. Eco se apoya en San Agustín para decirnos que debemos corroborar nuestra interpretación en cada uno de los puntos que configuran un texto; Lichtentritt, aunque admite para sí mismo la posibilidad de la escritura apasionada y de los ojos musicales, no deja de recetar una obsesiva búsqueda historiográfica que termina por desplazar toda fortuna grácil, todo sonido o palabra henchida que se escape del templo de los vivos pilares. ¿Acaso para entender y escuchar a Bach o Haendel debemos consultar las largas listas y los libros de Pirro y Schweitzer, o el riguroso plan de tonalidades para el primer acto de Amadigi? Desconozco qué debemos proteger exactamente si ya hemos rehuido la austeridad de lo real y todo se hace lento y copioso como si el mundo fuera una holgada digestión, como llevados por el largo corno inglés de la Novena Sinfonía de Dvorak, que es capaz de contener la vastedad de Dios en el vientre de una gata blanca.
Las ideas de Lichtentritt casi siempre me desacomodan. Convierte a Bach y Haendel en traductores de formulismos, y lo que es peor, convierte nuestros encuentros con sus piezas en un ejercicio especular de mera traducción inversa, de engañosa reafirmación; a Mozart lo describe como un espíritu femenino que se desdobla en todos los matices del alma enamorada; a Haydn… en su sobria y viril contraparte. A todo esto, ¡siempre el sacrificio! Hemos de aprender el credo pues solo así entraremos al reino del Genio. Tristemente la intentio auctoris es aún demasiado distendida en el mundo de la música.
II
Del inicio de una fantasía – si no recuerdo mal se trataba de la primera entre las doce escritas por Georg Philipp Telemann para violine onhe bass, publicadas en 1735 – Olivia una vez me dijo: ‘’es infantil, mágica, vieja y prudente’’. Allí estaban las palabras, y la cadencia de esas palabras, como pulsando una doctrina descartada, ya innombrale y aún por escribir. En otra ocasión yo le comentaba que el adagio del concierto para clarinete (en La mayor, K.622) de Mozart me recordaba al agua, a sus movimientos concéntricos y a su peculiar semejanza con la intimidad secreta de los parques; en otra, que Granada, de la famosa suite de Albeniz, me deparaba la convicción estética de pertenecer a una cultura fabulada, una cultura de cálidas y oscuras noches en la que los hombres suelen comer hígado con religiosa frecuencia y los platos corrientes, llenos de arabescos, son más pequeños de lo normal. Solo esos pocos trazos me fueron entregados por la pieza de Albeniz, como si se tratara de una especie de iniciación: la verdadera obra musical – permítaseme este violento paso inductivo – siempre es una especie de iniciación.
Persiste el misterio de cómo una particular relación de sonidos nos lleva a una impresión estética definida. Podría alegarse, por ejemplo, en el caso de la fantasía de Telemann, que se debe al uso de los trinos, a la alternancia de breves y pronunciados intervalos, o al aire largo que quien escucha puede o no definir en esos términos pero que sin dudas siente y explora; mas ello no explicaría que similares recursos puedan llevarnos a otra posible experiencia, y por lo tanto, a una enunciación completamente distinta.
Muy poco acertado sería pensar en las ordenanzas de una retórica de los afectos, probadamente frágiles en lo especulativo, y suficientes solo a los espíritus conformes. Hay, sin duda, una conexión entre el estado anímico y la música, entre el temperamento y el dibujo sonoro, pero tal conexión no puede ser constreñida en férreas equivalencias que casi siempre implican pueriles abstracciones del hombre. A decir verdad, parece poco probable que alguien, a menos que se vea envuelto en alguna investigación rigurosa, volviese hoy sobre los volúmenes de la Musurgia Universalis (1650) de Kircher[1] para crear una nueva y expandida affektenlehre, decididamente más compleja en sus ilaciones; solo atisbo en la ficción, tal vez en la voluntad de algunos personajes borgianos, la posibilidad de ese regreso amable, anunciado en el olor de las páginas viejas. Bien podría añadirse otro examen a la obra visible de Pierre Menard.
III
La virtud de Eduard Hanslick, en Vom Musikalisch-Schönen (De lo bello en la música), es a todas luces más científica que literaria, y si todavía persisten en mí sus ideas es porque creo haber sabido apreciar la fuerza de su rigor analítico, inspirado en el pensamiento de Herbart y en la estética kantiana, y porque sospecho la magnitud de sus aportes, así como se sospechan las formas indecibles en lo oscuro. He aquí una brevísima inspección de alguna noción suya que me ha parecido valiosa, y que he escrito quizás con menos fervor que el resto de mis apuntes.
Para Hanslick, en la música no existe eso que algunos llaman contenido: la forma es, por así decirlo, el contenido. Hay en su libro dos metáforas un tanto obvias, pero ilustrativas: la del champagne musical, que crece junto a la espuma, y la del arabesco, que dibuja su propio cuerpo. Así, la música se expresa solo en la dimensión autónoma de su material, obtiene de sí misma sus leyes, sus vigores, incluso cuando existe el peligro del tedio y la obliteración. Una frase cualquiera lleva a otra, un gesto melódico lleva a otro, un acorde se desintegra en otro que prolonga la posibilidad de muchos otros; de la correcta disposición de esos juegos de ausencias, sorpresas y corrimientos que hiciere el artista, dependerá la belleza de la obra musical, que no es otra cosa que la plenitud de una manera de las correspondencias y las bifurcaciones, un conocimiento casi secreto de la vitalidad y la lasitud.
Poco importan las conflagraciones de Hanslick y su oposición a Wagner y a las impresiones sentimentales de la música. Le debemos la legitimación del goce formalista, sensualista, y el desconocido ejercicio de imaginarnos frente a la anticipación de todo descubrimiento. Seguir la forma atentamente nos puede deparar la creación de una obra propia, que disiente o reafirma la fantasía original. ¿Pero acaso hace falta decir que como todo formalista estricto tiene razón únicamente a medias? Desafortunadamente, creo que le debemos también la implicación de aquel otro goce especializado, repleto de enlaces de trabada nomenclatura que han impuesto tantos límites a la experiencia estética, y que han convertido a tantos músicos en esos propios límites. A veces me detengo en las condenas de Platón y Guido, en la imagen de la bestia que arrastra sordamente la carga histórica, y conjeturo las rutas de la inversión, y sopeso el ministerio de Hanslick, inconsciente e inadvertido, en las operaciones malsanas y en las falsas exclusividades de innumerables elitistas absurdos.
IV
He pensado que para la música tal vez sean más convenientes los caminos de la invención y la razón lúdica, de la experiencia estética y reflexiva que se arroja a los juegos de la imaginación y la sensibilidad. He escuchado así la Chaconne de Johann Sebastian Bach (el último movimiento de su Partita No.2 para violín solo) y he notado la obstinación, y he visto a veces las fascinantes ilustraciones de un libro de intrincado influjo vitruviano, a veces teorías sobre perdidas asimetrías y sus relaciones con el universo; he escuchado también sus suites para violonchelo, y no han tardado en aparecer las rocas, los bordes y las grietas ásperas, las catedrales góticas de cáscaras y costras. En algunos fragmentos la música se abre como una capa fina y se queda en nuestras manos, extremadamente física, desconociendo todas las distancias aprendidas. Hay en muchas de las piezas instrumentales de Bach esa perturbación, ese descubrimiento del impulso obsceno y febril de la Nada, esa cortesía de la Naturaleza, el único acompañamiento eterno que nos es posible.
He optado por obviar las descripciones minuciosas del Grand Traité de Berlioz y por no desprenderme de cierta exaltación, ya transfigurada y un tanto errática, cuyo origen debo quizás a alguna especulación de Schoenberg. La música guarda relación con la imagen, y por tanto, con la elasticidad de las ideas. Varios poemas de Baudelaire y Rimbaud podrían figurar en los libros de estética musical; he pensado en Correspondances y en Voyelles. He pensado en vitrales como atardeceres detenidos, fulminantes; en la lengua seca que habla sobre el conjunto de robustas columnas abandonadas en torno al parque; en la esperanza de hojas húmedas que es aquella Galliard – la Frog Galliard – de John Dowland; en oboes como el de Hummell en su Adagio y Tema con variaciones, que primero dibuja el filo de una uña y luego explota como una conversación demasiado nerviosa, como alegres y discrepantes señoras, como la gracilidad bufa de sus carnes arrugadas.
¿Es que acaso no ha sido siempre la composición musical una fantasía de la forma? ¿Y por qué nuestra respuesta al arte ha de ser tan poco audaz? ¡Que nuestra experiencia sea tan creativa como el propio arte y allí donde existan conexiones aparentemente distantes se puedan refundar las sinonimias! Entonces escucharemos la música por todas partes, por todo orificio, y la música se volverá al Tiempo y será todas las músicas, porque una obra no es sino la ausencia de todas las obras. Recuerdo aquellos versos de Keats: Heard melodies are sweet/but those unheard are sweeter.
[1] Ninguna de las partes de la Musurgia Universalis de Kircher ha sido traducida al castellano. He consultado apenas algunos fragmentos en el libro de Enrico Fubini, La estética musical desde la antigüedad hasta el siglo XX.