Por Olivia Rico
a José Alberto F. Simón
Debo a cierto regalo olvidadizo el hallazgo de un “librillo” elemental, y espero que no se pase por alto la conjunción de estas palabras. Unos versos pequeños, unas estrofas como diminutos epitafios fueron lo primero que encontré al abrir, en una página cualquiera, el segundo tomo de la Obra Poética de Fina García Marruz, editado hace más de diez años, según aclara mi ejemplar. Obsesionada como estoy con las relaciones lejanas de un día, un gesto y un descubrimiento minúsculo, debo decir que una larga sucesión de asombros y alegrías, como en una inocente conquista, precedió por mucho a un entendimiento cabal de esas pocas páginas. Una comprensión posterior, más madura y perspicaz, unida a algunas averiguaciones superficiales, me sugirió este comentario indefenso, adherido a las tardes absortas de mi fascinación.
Nociones elementales y algunas elegías puede verse –como ocurre, por ejemplo, con el teatro clásico o los dramas de Shakespeare–, como la poesía de dudosa aparición, como el argumento ya pensado por otros; o como la guía de un profesor inteligente, el libro educativo de unos niños sensibles del siglo XIX. Pero ambas aproximaciones son erróneas. Las Nociones elementales son un libro de horas, un ontológico calendario del mundo; sus “funciones” son, cuanto más, inevitables. Tras la apariencia de una revista escolar, se nos presenta un cuaderno de poemas. El libro fastuoso de la vida y las labores de la corte del Duc de Berry, las cartas del tarot –esa relación entre el melancólico y el loco que podríamos considerar una asociación primigenia–, los libros ingleses de imágenes grises y papel ocre con que los niños aprendían a deletrear o a sumar, donde bien aparecían juntos una dama y su sombrilla y su pañuelo bordado, o la locomotora y los andenes y el centro de la Tierra –pensemos en Alicia en el País de las Maravillas–, y unos dibujos negros representando a Júpiter; tanto a unos cuentos de hadas con olor a gaveta vieja, como a la institutriz huraña que enseña geografía y toca piano, o al Muestrario del mundo, al homenaje a la Imprenta, de su amigo Eliseo Diego, recuerdan estos poemas de Fina García Marruz, este libro incierto, quizás incomprendido.
Sabemos por el prólogo a la edición que su fuente –para volver al ejemplo del teatro–, son los cuatro tomos de El Educador Popular, que editaba en New York el librero Néstor Ponce como parte de las revistas que hacían los cubanos emigrados del siglo XIX. Pero en cuanto al contenido de estos libros –o tal vez deba decir “la forma”– todo es más dudoso. García Marruz nos advierte que eran “humildes y bien escritas páginas” que contenían las nociones elementales que deben tener los niños sobre geografía, gramática, historia y poesía; ignoro cómo eran escritas tales enseñanzas, y nunca he visto esos “viejos grabados” ni esas “calles y talleres”: lo prefiero así, como tal vez prefiero, a fuerza de resignación, leer Hamlet y no la Crónica Danesa. El trabajo de Fina es mucho más complejo y más arduo que una traducción libre o una adaptación de El Educador Popular para su intención poética.
En primer lugar, consideremos el centro de este libro, su propósito, su estética originaria: la de educar, la de mostrar esas ocultas relaciones básicas de la Naturaleza. Es un libro de ejemplos, de imágenes, de sugerencias, a la manera de un sencillo manual del mundo: podemos considerarlo una historia o selección de las primeras metáforas –la facultad pedestre que relaciona en la mente infantil el ocaso y la tristeza–, o una antología de sucesos hipersensibles, una filosofía endeble y entrañable. Si bien no es un libro de poesía, es un catálogo de sus misteriosas relaciones previas, un muestrario de los cuerpos de la poesía y el lenguaje: las brisas de los orígenes que soplaron en “el vinoso mar de Homero”, las reflexiones sobre los nombres del agua, los recovecos sensibles de la gramática, los lugares donde se oculta la ficción… El Educador nos muestra esto, como un mago que poseyera las láminas que representan a todos los objetos del mundo, y que las dispusiera –tal vez a su favor, tal vez al nuestro–, insinuando una lógica mayor, una presencia antigua, algo divina, que murmurara el nombre de las cosas. Pero no podemos pensar que los versos sean suyos. El libro que logra Fina es la respuesta a los acertijos del maestro, quien, para enseñarnos gramática, nos dice que ellos pasearon por la ciudad, y que la madre consolaba a la niña con un regalo, y que el cocodrilo se sumergía en un lejano río. Fina García Marruz es quien ha leído esas láminas por nosotros.
Rápidamente resulta evidente que su trabajo ha sido más que esas “traducciones fantasiosas” por las que pide perdón en el prólogo, y más aún que un “montaje o selección de imágenes, como en el cine”. Incluso podemos dudar de que se resuma a la labor de los monjes que hacían versiones a lo divino sin alterar una sola palabra de los versos profanos. Podemos estar seguros de que ha escrito un libro de poesía, porque, ¿qué es un poema si no algo más que una sospecha de la Poesía en las cosas más simples, en las cucharas sabias de la casa o en la gramática sonora e inflexible? Sabemos que ha develado esos misterios, que ha escogido esos ejemplos –“una imagen de cada clase” – y los ha puesto en versos, y trastornado, como a las Conjunciones condicionales, y que se ha complacido en esas elementales cosas.
Recuerdo una reflexión de Alfonso Reyes sobre los libros de cabecera, que anochecen a los pies de la cama y amanecen en las mesas y en las sillas, confundiéndose con uno mismo, creando una pequeña Grecia o Roma para nosotros. Las Nociones elementales –al parecer tan poco conocidas– pueden ser el libro de cabecera de algún niño, y sospecho que, en alguna medida, esto fueron para Fina García Marruz los tomos de El Educador Popular. Imaginemos sus cucharas sabias, y la literatura latina, y las naranjas y las plumas acompañadas de sus respectivos grabados –dibujos grises, papel ocre– como, en efecto, un muestrario de relaciones ocultas, un calendario, un catálogo en versos. Creo que estas nociones merecen esa distinción editorial. Sin embargo, de todos modos, las Nociones elementales y El Educador Popular ya son un solo libro.
En algún lugar del prólogo, Fina se excusa por la posible conjunción de “lo pueril y lo hermético” al ceñirse demasiado a los ejemplos de El Educador. Pero no puede ser de otro modo: las poesías que se recogen en el libro resultante cumplen con su destino de acertijo o de enciclopedia en versos, de diccionario descuidado. Son ejemplos relacionados, figuras –como extraídas de un álbum de recortes– dispuestas según la intuición. Los jardines del Rey, los Verbos defectivos –tan carentes de todo–, las conversaciones de la luna y la muchacha distraída, y los niños que aprenden a dar crédito a sus ojos, insinúan una asociación distinta, otra selección de imágenes; Fina vio en ellos la posibilidad de otro orden, la sospecha de la Poesía en los fragmentos desordenados de un mapa, de una ciudad por construir. Leo los versos al participio pasivo, al porvenir del insecto, o a los críticos y al respeto que tuvo el tiempo por un poema solo, y recuerdo ese otro, Escalera para incendios, en el que el profesor parece decepcionarse y nos dice gravemente: “He perdido las esperanzas de que usted comprenda ciertos crepúsculos –humanos, me refiero– (…)”. Creo que es precisamente esto lo que ha hecho Fina García Marruz: “distraerse de la clase, olvidar un nombre o un paraguas”.