Por Ronald Abilio Noda
La necesidad del centro delimita el conocimiento de las cosas. El mero distinguir no es más que una colocación impetuosa de lo que subyace tras la noción del mundo. De este modo una cosmogonía viene a ser la expresión auténtica del intento desesperado de traspasar los umbrales del conocimiento propio. El centro es la solidez, pero lo interior está en un desplazamiento de lo interpretativo, de tal forma que lo inherente al hombre habría que buscarlo en las especulaciones tal como se debe buscar la vida al exterior de la vida misma como esencia de su magnitud desbordante y ensimismada. Esto acentúa el carácter de la autenticidad de la expresión, lo originario se integra y además genera el movimiento de las formas constitutivas; la acción recae en lo originario quizás como una forma difusa y en su sentido final este se adueña de la acción y reconstituye la primariedad de las incesantes pluralidades del espíritu humano. La naturaleza propia es el eje en que se consolidan y distienden las formas de la plenitud, lo exterior es una variable que a fin de cuentas ha de hallarse contenida en el poder de la perceptividad y la estructuración de las condiciones que permiten el establecimiento de la materialidad. Inexorablemente ha de sucederse el hecho y han de provenir las causas en una incorporación de lo primario, en una magnitud de las fuerzas que se liberan en el reconocimiento de lo central como evaporación y propiedad traslativa de los diferentes sentidos. El centro es, de este modo, una contención desde la anchura dominante de la objetividad, una convergencia innegable de la disimilitud de los hechos, un vasto recogimiento de la vacuidad en su estrechez inconmensurable.
Nueva York, Londres Edimburgo, París, Roma, México, La Habana, y tantas ciudades en que se ha desenvuelto la humanidad como una bestia furiosa que se abalanza contra sí misma en un remolino de estridente calma en sus paradójicas continuidades; los inmensos imperios en las determinaciones de una edad inabarcable o las islas poco pobladas en torno a los abismos furiosos han sido tan solo la sombra titubeante de Atenas. La civilización occidental es un símbolo fantasmagórico. Ante las desparramadas ruinas de Babilonia se extienden unas llanuras aún más dispersas que han ido llenándose del signo descomunal e inhumano. Nada ha quedado, pero en ese vacío se vislumbra un pequeño ápice de gloria que apenas sostiene ciertos nombres. Algo frío se ensancha en los designios civilizatorios, los persas y los asirios son rostros perdidos en el tiempo de tal forma que se sostiene una semblanza en la futuridad de sus acciones para constituirse en una forma de amplitud que recompone las relaciones factuales de las cosas. La fuerza de la indeterminación está en este mundo que se nos presenta desde la extrañeza para raptarnos en el reconocimiento de nuestra pertenencia más honda a la rareza sustancial. Hay un punto común para la especie, en que confluyen los límites, en que se va perdiendo la epocalidad y con ello viene la posibilidad de traspasar cualquier discernimiento local y personal. El aliento de los hombres designa la sucesión de las costumbres y la permanencia de algo que los sobrepasa y aúna. Una ciudad es el destino de otra, pero sus habitantes se entregan a la aniquilación con la audacia de la experiencia de los días en la placidez del calor hogareño y brutal que los consume. Y en esto se halla la contemplación incesante de una de las fugas de la centralidad. Lo eterno es de una simpleza tal que se define en tan solo un gesto de una época, en una marca sobre una partitura del Concierto de Brandeburgo. La eternidad es su propio centro, lo que perdura se deshace en el ocultamiento, está en una función sobrecogedora de aquello sombrío que se presiente entre las relaciones de la cultura universal. Nadie sabe lo que ha de quedar tras la impetuosa devastación que se entrega a la labor del espíritu. Permanece en sus tránsitos la voluntad, pero solo es reconocible en el signo del hallazgo. De este modo Atenas es la arrogancia, aunque se halle contenida en su afirmación difusa de los esplendores y el conocimiento, aunque se extienda terriblemente sobre toda obra humana nunca como predecesora sino más bien como estructurante de su dimensionalidad trascendente en las consecuencias últimas de su afirmación. Cuando Teseo contempla los ojos del Minotauro se ve en su profundidad, en su humanidad más plena y en la exaltación de lo central. Hay en el carácter mítico una elevación de la ciudad, un descubrimiento de todas sus posibilidades y de sus propias inconsistencias. La astucia de Atenas es vinculante, la obra del conocimiento humano se desliza en la perceptividad. Su necesidad de contención, su temporalidad ilimitada en su existencia nominal era la forma laberíntica. Y los laberintos se extendieron a través de la permanencia de los monumentos y del largo silencio de las escrituras. El vasto imperio de las sombras estaba en la ecuanimidad teseíca de los atenienses. Algo había y todavía hay de inframundano en toda la composición de las fracturas universales tras las que se desmiembra el espíritu de los hombres en una multiplicidad que tiende al recogimiento de la sustancia primitiva. Teseo arroja la sustanciación del laberinto, la delimitación de las expresiones de las cosas. En su caso todo adquiere un signo que se devuelve en un apabullante estremecimiento del significado. Teseo pudo escapar del laberinto de Creta, no podía sin embargo escapar del laberinto ateniense, era su vinculación mitológica la formulación de una extraña secuencia de actos que se mantenían y se desvanecían en su constancia. Al fin llegó a ser la expresión más grande de la contradicción, inhallable y vuelto hacia el ática desde una lejana continuidad de los mares en una enrevesada disposición de desamparo. Esta pérdida es una forma de comprensión del centro, cuando se está perdido se dista de todo, y a su vez se está más cerca de todo. Bien pudiera ser la pérdida la encarnación de lo que trasciende todo orden y ejecuta las voluntades fatídicas de la especie humana. Lo perdido es la confusión, los muros que se levantan y siguen, y se vuelven contra la pérdida. La solidez está fuera y el centro es lo desconocido. El mito del laberinto más que de Teseo o el minotauro, es una sublimación de la actitud dionisiaca, la vastedad en la forma contenida en el vino, la expansión de la ebriedad enhebradora de la conciencia lógica. El dios se entregaba a la oposición de las continuaciones y a su vez intrincaba la laberíntica formación de la naturaleza mítica, era esto una vertiente aérea, una simulación en la liquidez de las mareas cuya morfolización se inclinaba ante las fauces de Egeo. El problema divino era para los atenienses, es para esta caótica mañana en que se escriben o leen estas líneas, un quebrado asidero de significados. Estaba la permanencia, lo inamovible, lo perfecto, pero allí se encontraba el fallo; solo podía permanecer una movilidad de los desplazamientos. Ariadna y Dionisio, y el padre que se lanza al abismo, y el descenso a los infiernos, todo esto es una simulación contradictoria, aquí se halla el ímpetu del logos. Heráclito dice, impenetrable, desde el misterio: Aunque el logos es común a todos, casi todos viven como si tuvieran inteligencia propia; y en esa sentencia enuncia la duplicidad en que se da la comunión de los hombres en su relación divina. El dios comparte su locura en el logos, las bacantes cercenan y devastan toda corporalidad de la razón. Dionisio sin embargo no es una potencia divina que suplanta la conciencia, sino que la afirma. En las Bacantes de Eurípides el dialogo entre el dios y Penteo, rey de Tebas lleva el desconocimiento como inherencia humana:
Penteo: Y yo, que mando más que tú, ordeno que te sujeten
Dionisio: Ni conoces tu destino, ni lo que haces, ni quien eres.
Es ante Dionisio el velo sígnico que el rey no puede pasar. La simulación es una defección de la realidad. El resultado de la tragedia es la victoria de la divinidad sobre el rey, pero tal victoria es una condescendencia divina hacia Penteo. Una formula báquica de la existencia restituye al mundo su versatilidad. La lógica de esto es ambivalente. Lo central, en su doble sentido, es una impostura igual que Atenas era una mentira en el orden civilizatorio de lo que algunas generaciones han llamado occidente. Todo era una ruptura del sentido primario, una recopilación en el caos del desenvolvimiento de los hombres en una limitación que anulaba la subsistencia de lo superfluo.
Así como la occidentalidad estaba en Atenas, del mismo modo en que todo era una estructura que llevaba más lejos, a la inevitable conjunción de las épocas, a la simultaneidad desde una perspectiva que nunca correspondía a la persona plena sino a la plenitud de la persona, al engaño del espíritu humano en la humanidad, la actuación entre las sombras que nunca adquieren un nombre en una ruptura teatral de las seguridades; también así se descubría el orden que jerarquizaba las declinaciones de la tarde y las cambiantes manifestaciones de las noches. Estas eran una intuición en que se añadían unas tras otras las consecuencias siguiéndose hasta la primera premonición de la naturaleza. Qu Yuan desde su destierro en las tierras salvajes observa los ejércitos del país de Qin y la serenidad tras la guerra, él había servido a la ley como lo habían hecho antes las generaciones de la calma. Sin embargo, a Qu Yuan le correspondía ver arrasadas las costumbres y profanada la tierra. Cuando el poeta se lanzó, en busca de la muerte, al río Miluo instituyó el rito de lanzar Zongzi al agua en el día señalado: el acto recomponía la ruptura, todo confluyó en Qu Yuan y en la máxima expresión de la ley. El poeta había cantado a los que emigran a causa de la devastación, y los que huyen ¿A dónde van si ya no les queda ni la tierra, ni el nombre, ni siquiera el viaje que emprenden? Esta es una pregunta que se desvanece, una actitud hace más de 3000 año ha instaurado un rito que aún guardan con celo los campesinos de Hubei. La cuestión es de una amplitud tal que es imposible discernirla del todo. Quizás los emigrados del país de Qu vayan a las regiones celestes más allá de las montañas, quién sabe. Todo es la premonitoria versatilidad del centro distendido en busca de la consagración humana. Y es inescrutable el signo alterno, porque en cada cosa se halla la suplantación. También el propio hombre es una suplantación del logos, a su composición biológica la razón añade un vínculo de otro orden. Esta es la causa de Imhotep y la creación de los palacios del antiguo imperio egipcio. Así como Qu Yuan, el arquitecto entramaba los misterios en una continuidad que se salía del tiempo. La construcción no era histórica, aunque irrumpía en la historia del mismo modo en que lo habían hecho los actos de Qu Yuan y de Teseo. El sacerdote presagiaba al dios y en sus conocimientos fluía el arte. La medicina no se diferenciaba mucho de la arquitectura, ambas iban en la dirección de establecer el imperio del logos. La cuestión religiosa antes que todo es poética. Es la palabra la que preanuncia los motivos divinos, es el presentimiento del mito lo que posibilita los giros en la pluralidad y el adentramiento en las profundidades del espíritu. En el relato bíblico, el arca de la alianza es el objeto hacia el que se expresan las acciones y desde el que se actúa. El templo del dios hebreo se inunda en sus atrios de lo sagrado. Cada uno de estos atrios es más restringido, y en el último solo Dios o al menos su simulacro. Pero todo es aparente, el arca de la alianza está condenada al olvido, a manifestarse en el polvo y la leyenda. Dios no estaba en el centro aparente de los templos hebreos porque en sí mismo desbordaba la centralidad. Esta es una ilustración arquetípica que desentraña la cualidad inmediata de lo teológico, su inaprensible distribución. El paso de los siglos ha enturbiado el destino de la experiencia divina. Nuestra época está lejos de ser una era teológica, sin embargo, en todas las cosas que acontecen subyace el presentimiento de lo divino. No es que la gente tenga conciencia de una voluntad más allá de sí misma, sino que la razón es aún una fuente de misterios cuya intencionalidad sigue simbolizándose en el vino. El logos sigue perennemente encarnado desvirtuando cualquier virtud histórica. En este punto las obras humanas son solo afán y trabajo, la herencia de la especie es lógica, es decir subsecuente en las significaciones de la centralidad.
Las fuentes de las lenguas son la inagotable sentencia de los tiempos. La vitalidad está en la conversación casual, en el acto más insignificante. Las múltiples variedades, los cambios en las conversaciones sostenidas siglo tras siglo convergen en la delimitación de la sustancia. El lenguaje es uno siempre, la interacción en las sombras. Nada puede explicar las articulaciones de la conciencia en una reproducción de la materia. La escritura es una permanencia, pero está sesgada en su propia, impenetrable, consistencia. La leyenda del surgimiento de la escritura china ante el deseo del Emperador amarillo a través de su ministro Cang Jie es la historia del discernimiento de las esencias. Los registros en largos años han sido llevados en los nudos de los cordeles, esta ardua tarea halla la simpatía del emperador que decide facilitar la labor de los administradores de bienes. El resto de la historia tiene que ver con la comprensión del símbolo. Una huella del ave mítica Pixiu revela al ministro del emperador la esencia del ave mítica Pixiu. Así se instituye la regla simbólica y a su vez se significa el proceso, Cang Jie es una irrupción divina y entonces el mundo no puede continuar en la estabilidad de los antiguos. La escritura es una toma de distancia frente a la variabilidad terrenal, la disposición de escribir impone una doble carga: el registro y la sacralidad. Ambas desestiman lo poético en una estructura concéntrica establecida de antemano. Luego se expresa una paradoja que insiste en deslizarse sobre los actos: lo poético se anega en la escritura. En una de sus comedias (Poenulus), Plauto da cuenta de la lengua púnica. Salvo esto y unas cuantas inscripciones poco queda de la que fuera una potencia marítima militar. La derrota púnica tiene algo de casual. Roma imperó con las armas, pero no eran las armas de Roma las que sometían al mundo. Plauto en la lengua de los latinos pronunciaba (más bien escribía o acaso traducía de una comedia griega), para diversión de muchos, una extravagancia que adquiriría sentido desde la inabarcable tragedia de la devastación. Le sería otorgada una última gracia a la lengua de Cartago, no quedaría nada de su literatura, ni de sus ritos, pero la sonoridad extraña más allá de la confusión y la comicidad traía lo posible, la reconstrucción de los sentidos y la fantasía de la literatura perdida. De este modo era una esencia viva, inabarcable, pero presente desde la ausencia. Las tradiciones de Elam, cuya antigua escritura lineal acaba de ser descifrada hace unos meses, se sustentan en la precognición, en la naturaleza lógica que aún rige la contemporaneidad. Un acto poético del antiguo Elam traspasa los imperios y la conciencia, es una resolución que se toma aquí y ahora. El problema de la poesía es consustancial a la naturaleza de la existencia. En la teoría ética de Philip Sidney la ficcionalidad de la palabra establece la virtud de modo que se atiborra el significado de todos los ordenes posibles. La falsedad es la ilustración de la verdad, así como el cosmos es una emanación del caos. No es que lo falso entra en las temporalidades del hombre, sino que atraviesa totalmente su sentido. La tragedia de Hamlet, Princípe de Dinamarca suplanta la continuidad de la Historia de los daneses, la obra de Shakespeare traduce parte de la problemática. El príncipe Hamlet no es la realidad y sin embargo impera sobre la conciencia y por tanto su virtud está en una pertenencia a la palabra en sus multiplicidades. El establecimiento de la continuidad de las cosas es una labor poética que no puede ser suplantada. La ficcionalidad, defendida por Sidney y deplorada por Platón, es la única constancia ética de la realidad. De allí parten las invariables presencias de lo divino y hacia allí regresan en un vórtice que restituye la eternidad de la raza humana.
Lo central no viene de una alteridad sobrenatural, ni de una potencia externa, sino que es una necesidad humana inagotable. Las cosas son en torno a la profusión de sus continuidades. A veces la centralidad es tan solo un juego. La estructura está en torno a lo alterno que es lo central y desvanece la contrariedad de un establecimiento premeditado de alternativas. Lo contingente se resiste a la experiencia de la sacramentalidad, el individuo es en su representación lógica una suplantación de la deidad ante la cual se contiene el universo teológico de sus afirmaciones. Puede que la vastedad se halle en una pequeña imprecisión que desfigura el conjunto de las disposiciones. Y en esa sola imprecisión, allí está la continuación de nuestras obras ya sea para bien o para mal.