Por Olivia Rico
El farol se prendió con facilidad, al menos con la facilidad de un mecanismo que por reconstruido y a la fuerza modernizado, se había vuelto cualquier cosa menos dócil. La mano fuerte de un niño débil venció al interruptor cilíndrico y metálico: hizo la luz. Las manos de Edmund Schwartz eran lo único memorable de su cuerpo, enclenque y tierno. Mientras nos contaba la historia, sus dedos se crispaban y nuevos músculos en la anatomía humana parecían surgir de sus palmas blancas. Ninguno de nosotros podía dudar entonces de la fuerza de aquel niño; no mientras le mirábamos las manos.
Edmund nos confesó que cuidar de las colmenas no era la gran cosa, y que por eso tenía tanto tiempo para leer, sentado como escondido al pie de unos árboles. Allí estaba hasta el atardecer, no con el rostro de un somnoliento, sino con el de quien sueña en plena lucidez de realidad, canturreando un poco. Alternaba la vista atenta entre las páginas y los vaivenes del enjambre, sin que algo más lo perturbara. Como a nosotros, nada en el valle le interesaba, por lo que sólo interrumpía su embeleso la señal que avisaba del retorno de las abejas y que hacía a los granjeros salir alborotados, “como en un grito de fiesta”. Pero aquella noche nos dijo que, “de hecho”, sí había algo que lo distraía de la lectura y de la guardia. Nos habló de la existencia de una casa a medio construir que podía verse desde los árboles en los que él se tumbaba. El atributo “a medio construir” dado por Edmund era en realidad una benevolencia de su parte, puesto que todos conocíamos la casa y para nosotros “muchachos indiferentes a la belleza” no era más que una suerte de ruina que precediera a la propia existencia de lo ruinoso.
–Es propiedad de un escritor –casi murmuró Edmund–, y dicen que terminarla es la ilusión de su vida. Los ojos de Schwartz brillaron.
–¿No lo conocen? –preguntó–. Yo sí, se llama Jack London. Estaba cuidando de las colmenas cuando apareció. Me preguntó “¿qué lees?” y yo le respondí que los Cuentos de la Alhambra.
En ese momento su voz pareció desvanecerse un tanto en la felicidad, pero en breve continuó. Nos contó que el escritor sonrió ante su respuesta y le dijo que de niño él también había leído ese libro, que era su preferido, y que “ciertamente” –Edmund solía intercalar estas frases en su relatos, como un orador insistente–, él también, Jack London, de niño leía mientras cuidaba las abejas, porque ese había sido su trabajo en la granja familiar.
–Pero, ¿qué hay con la casa? –inquirió uno de nosotros, preciso.
Edmund se encogió de hombros. Dijo que le gustaba y que si uno era lo suficientemente atento, podía percatarse de los avances en la construcción: ahora visten un metro de ladrillos desnudos, luego la puerta de tablas siempre húmedas está ligeramente roja, más tarde el techo ya no se inunda del agua de una llovizna. Si bien aquel cuartucho crecía lento, los ojos de Schwartz eran los más videntes y los más tenazmente aplicados a hermosas pequeñeces que yo hubiera conocido. Nos dijo que deseaba que Jack London pudiera terminarla pronto y que estaba seguro de que cuando lo hiciera nos dejaría visitarlo, porque siempre que se veían se saludaban, incluso a la distancia. “Somos amigos”, confesó. No sé por qué pensaba que queríamos ir allí.
Después de esa noche, el verano llegó demasiado rápido y Edmund Schwartz, nada más cumplir los doce años, se mudó a Oakland. Una vez me escribió una carta diciendo que visitaba mucho la Biblioteca Pública y que el verano era insoportable, aunque hermoso. Dijo que cuando pensaba en el estío en California ya no imaginaba pastos verdes y árboles frondosos, sino “el sol restallante e implacable sobre Alameda”.
A veces yo iba a pasear cerca del lugar en el que mi amigo vigilaba las colmenas. Aunque no me ponía a leer, igual que Edmund me recostaba en el tronco de un árbol a soñar despierto. Fue entonces que me dije que la exclamación “¡Soñar despierto! ¡Oh, soñar despierto!” que invadía las lenguas de los que intentaban narrar, o describir alguna escena idílica, a hurtadillas en los graneros cuando las noches de fiesta, era absurda: a lo que yo podía llamar sueño no era a esa ficción sosa e involuntaria en la desesperante oscuridad de la inconciencia, sino a la crepitación de imágenes, medio espontáneas, medio forzadas, en la luz de una realidad que entonces era todo excepto realidad. Ese era mi sueño más genuino, y descubrí que era para mí algo tan fácil y maravilloso como colgarme de un árbol por los brazos mucho tiempo, y poco a poco, hacerme cada vez menos pesado.
–Pensé encontrar a Edmund Schwartz –dijo un hombre mientras se acercaba, pidiendo un permiso que no esperó respuesta para sentarse a mi lado, al pie del árbol.
Era alto, de una edad que ensayé entre los treinta y cinco y los cuarenta años. Llevaba una boina negra, un abrigo de piel del mismo color y una barba que le hacía parecer en exceso descuidado. Yo no lo conocía, pero de alguna forma sabía que solía ir afeitado: batía la cara de un lado a otro, y constantemente se interrumpía para alargar los ojos a la barbilla y comprobar el pelo inmenso, a veces rizado y siempre perturbador. Sus ojos eran hipnóticamente infantiles, igual que su nariz, pequeña y respingada, y su cabello castaño, de corte más bien púdico y formal, desentonaba con su barba salvaje como la de un pirata. Por alguna descripción de Schwartz, supe que era Jack London.
El hombre encendió un cigarro y se presentó, confirmando mis conjeturas. Después de decir mi nombre, con una especie de insólita aquiescencia, le informé que Edmund se había ido a vivir a Oakland.
–Ah –exclamó, sonriendo–. Yo viví allí más o menos con su edad.
Y tras unos minutos de silencio y velado dilema, añadió, como apartando de un manotazo el forro de sus inquietudes:
–Más tarde, a los dieciséis años, emprendí ciertas aventuras, la primera de ellas en el mar, como, podría decirse, pescador y comerciante de ostras. ¡Era ya todo un hombre! ¡Sin dudas! ¡Oh, qué tiempos aquellos! –suspiraba y yo no podía decidir si en su voz había nostalgia o alivio, como quien se ha librado de un gran mal.
–Si ahora tuviera yo que pagar por los crímenes que cometí en esa época, pasaría buen tiempo en la cárcel –agregó, echándose a reír en carcajada estruendosa, y a mí, contradictoriamente, ninguna de sus palabras me sorprendió o conmovió siquiera. ¿Acaso era sorpresa lo que yo esperaba de un escritor?
Después de ese encuentro, me propuse leer a Jack London. Le escribí una carta a Edmund, pidiendo que me hiciera llegar algunos libros, pero no tuve respuesta. Quizás él jamás leyó una sola letra de quien tanto admiraba. Luego, en el tiempo que resultó una eternidad ante pasiones adolescentes pero que no fue más que un par de pocas semanas, pude conocer algunos cuentos, que entonces me parecieron singulares y dignos de algún mérito impreciso, pero que con el tiempo comencé a despreciar como se desprecia la casa de la infancia, la cual, aunque receptáculo de alegrías, es vieja y ruinosa. Con los años comprendí que buena parte de la literatura de Norteamérica descendía de ese mito de vagabundo, de esa vida que por demasiado joven estaba demasiado cerca de la muerte, y pensé que todo linde con lo marginal en las narraciones nuevas no era más que un cumplir el viejo afán del niño lleno de alcohol, fantasía y gloria. Todos me parecieron esos amados vagabundos. Pero ha de constar que esto fue mucho después; alrededor de mis doce años admiré con fervor a Jack London, a tal punto que comencé a contemplar las montañas que cercaban el valle de Livermore –sobre todo en invierno, cuando las coronaba una nieve brillante y fina como nada más que escarcha–, y que hasta entonces me había empeñado en ignorar.
Algunos meses más tarde, el escritor y yo nos reencontramos. Le hablé de Edmund, de cuánto le gustaba Oakland.
–Dile que debería ir a la Biblioteca Pública –le sugirió a través de mí–. Sé que le gustará.
–Ya lo hace –dije yo–. Va con frecuencia. Sí, realmente le gusta mucho.
El hombre sonrió, primero asombrado y luego complacido, mientras jugueteaba con su boina. Le propuse que le escribiera, y él, cordial, respondió que así lo haría.
Hasta hoy no sé si llegó a haber alguna carta: no le pregunté a Schwartz y luego de esa vez, no volví a ver a London. Pocos meses después de su sonrisa sugiriendo la Biblioteca Pública y sus manos censurando tímidamente la boina, ocurrió el accidente. El día en que había sido terminada, la casa en construcción ardió en un incendio implacable, con la fuerza y la espontaneidad únicas de la Naturaleza. Jack London murió en él.
Mi madre no me hubiese dejado asistir a tal destrucción; tampoco es que yo hubiese querido ir. En su lugar, subí a los árboles de siempre y contemplé la casa en llamas. Desde ahí se veía todo tan benévolo y nimio, que pensé que tal fuego no merecía más que el nombre de hoguera. Sin dudas, la palabra hoguera me resultaba mucho más insinuante que la palabra incendio, que me hacía pensar en bosques y advertencias en carteles. Decidí entonces que Jack London había muerto en una hoguera. Sentí pena por él e imaginé sus ojos castos y los espontáneos bucles claros cayéndole en las sienes. ¿Habrá muerto con barba?, me pregunté.
A mis ojos de niño fantasioso, nada de esto había resultado raro, más bien misterioso y atractivo. No fue igual –al menos no hasta pasado un buen tiempo– con lo que ocurrió a continuación.
Un año después, el 22 de noviembre de 1916, se supo que ese mismo día a la mañana se había suicidado Jack London en su rancho de Hill, con una sobredosis de sulfato de morfina y sulfato de antropina, sustancias que regularmente usaba para aliviar sus dolores y su insomnio. Así lo confirmaban las notas en los periódicos del día 23.
No le escribí a Edmund; la muerte de su amigo –esa segunda pequeña muerte–, no me afectó en lo más mínimo. Jack London era un hombre con el aspecto de los que pueden ya no estar en este mundo, a los que se puede mirar eternamente como en pasado, por lo que una segunda idea de muerte –una segunda confirmación de la perenne sospecha–, me resultó aún más cotidiana y simple que la primera, pero real como que los árboles son los árboles y que yo soy yo. Desde entonces he leído las no tan densas biografías de Jack London, donde frases como “cual en muchos de los episodios de su vida, la realidad se confunde con la ficción” han sido más que ordinarias. Sin embargo, leer aquellos libros no hizo sino cultivar mi creciente desinterés hacia aquel hombre.
Puesto que conocía bien cada pasaje de la vida del Príncipe de los Piratas de Ostras, cuando nueve años después, Edmund Schwartz me contó a la luz del mismo farol de antaño, que había formado parte de un grupo de piratas y contrabandistas tras dejar su casa en busca de aventuras, no me sorprendió. Nada me pareció extraño; no abrí los ojos como platos y no hice las mismas preguntas tontas que auguraban las mismas tontas respuestas, los mismos gestos, las mismas persuasiones. Quizás, sin notarlo, siempre creí a Jack London y al joven Edmund Schwartz, la misma persona. Quizás por eso las dos muertes nunca se me hicieron demasiado relevantes. Tal vez siempre sentí que London estaba vivo en mi amigo Schwartz, y por natural miedo a la muerte y amor a la solemnidad que impone, preferí dejar al primero muerto en la hoguera irreversible. Tal vez nunca fui de los más inteligentes.
Edmund me dijo que había comenzado a escribir, que era escritor. Y, hablando sobre eso, trató de presentarme lo siguiente, mientras el color de lo ridículo le abrumaba los ojos:
–He ido buscando, constantemente, una infancia que nunca viví, y ahora que mi edad se ha doblado, me encuentro más joven que en cualquier época de mi vida pasada. Y creo que acabaré encontrando aquella niñez.
No tuve dudas; mi memoria de lector casual –sin dudas la más eficaz de las memorias– no me falló y las biografías vinieron a mi mente. Sentí pena por mi amigo. Sentí que Edmund era uno de esos cuya vida, por demasiado joven, estaba demasiado cerca de la muerte. Aprendí de la distancia que se empeñó en crecer entre Jack London y Edmund Schwartz –ese espeso trecho que se abre sólo entre las personas semejantes–, y nunca más nos vimos. Pero con los años hubo el revuelo de libros y de ventas, de artículos en periódicos y escenas memorables, que llegaron al campo en los cuerpos de las cartas que Edmund me enviaba –hablándome de sus éxitos–, y que yo recibía entre el olor a pasto o frutas de las granjas y los enjambres de abejas, yendo y viniendo a la señal de alarma entre los árboles.