Por Ronald Abilio Noda
Preludio
Sir Walter Raleigh, cuya leyenda fue signada bajo tres lemas: soldado, pirata y poeta, fue un hombre extraño, escéptico, pero además un fundador que, como Eneas para la tradición ciudadana y territorial de Roma, vino a dotar al idioma inglés de un principio tradicional, alejado ya de las maneras de Chaucer y de la tradición latina de Santo Tomás Moro. La fuerza de su existencia, o de su inexistencia en las maneras en que puede serle dado a un hombre no existir, quizás hayan estado en su encarnación trágica de unos códigos universales de la especie humana. Más allá del hombre particular está la experiencia de los siglos y este ensayo viene a ser un intento de comprender el tiempo en las secuencias de la humanidad, encarnado en la forma individual y significativa de la vida de Raleigh.
Quisiera que el lector perdone esta irrupción de un poema que parece presagiar la expresividad irónica y trágica de Shakespeare. He querido hacer esta versión, que no traducción, por parecerme que se amolda a unos códigos de la lengua que puedan ser tomados como garantes de la expectación maravillosa del desconocimiento. Espero que en sus siglos pasados Raleigh también pueda perdonar esta intromisión de otros tiempos y lugares:
Canto a mí mismo Yo fui un poeta, Pero nunca lo supe, Tampoco mi madre, Ni mi hermana, ni mi hermano. A los ricos no les interesó esto; A los pobres no les importaba. El Reverendo Drewitt nunca lo supo. Los de arriba nunca lo sospecharon Los de abajo no pudieron detectarlo. La tía Sue Dijo que esto era obviamente falso. El tío Ned Dijo que estaba fuera de mí: (Este escrito desde una colonia al otro lado del mar Tal vez fue la confirmación) Lo he contemplado todo para pensar Que el genio propio es un buen trato para beber De modo que esto equivale A que no soy un poeta ahora, Y por qué mi inspiración se ha secado. Este no es aproximadamente el modo usual Para cultivar a las Musas Si el populacho No puede distinguir la bomba de un pueblucho Del campanario de una iglesia Yo meramente apologizo A causa de una carencia de lo sorprendente Y escribo Esta noche. Soy bastante bienintencionado, Pero muchas cosas están siempre interviniendo Entre lo que pretendo Y lo que se dice que hay en mi cabeza. Todo es en verdad desconcertante. El tío Ned Dice que los poetas deben ser amordazados, Él puede Estar en lo correcto. Buenas Noches!
Tras estas líneas hay un sentido de plenitud encantadora que asombra y conmueve, una búsqueda de la existencia en las esencias poéticas viene a desdoblar las intenciones de los actos. Raleigh, en muchos sentidos, es una fuerza natural devastadora detrás de las acciones isabelinas y sus consecuencias. En cuanto sea posible ha de comprenderse la humeante fugacidad de sus realidades y la propia figuración de este texto.
Nombrar en lo vasto
La taberna de Mermaid habría de admitir una alegría que se recogía en las llamas y el bullicio impertinente. Toda la suciedad y el esplendor en un correteo exuberante, y quizás la pobre muchacha que servía en la taberna yendo hacia las gravitantes conversaciones de los caballeros y la destreza del buen juicio. Esto era Londres, un rapto agudo de semblantes tras la madera y el humo de las tardes, una perenne secuencia de gestos y halagos, y la cena junto a una charla común que ignorarían los siglos. La cuestión de la amistad era una profusión del ingenio, The Mermaid Club 5 se instituía detrás del celo terrible. Allí estaban los hombres y la sangrienta resolución. Sir Henry Sidney se ensanchaba en su simiente como un patriarca venerable y era el deseo súbito de guerras y de viajes. Sus hijos, en una mueca violenta, continuaban la inabarcable presencia y los festejos ordinarios de la temporada. Philip y Mary habrían observado con prudencia la distancia entre las sillas y el giro inesperado de la conversación. La charla convenía en la amistad y en la prestancia ética de los siglos. La lumbre de la taberna de Mermaid era tan solo un pequeño punto entre la espesa maraña de atrocidades y humo. Todo allí alegría, razón, y llamas. Y la Reina Virgen sobre cada una de esas cabezas debía pesar como la sombra oculta de las eras y el hambre arrasadora de unas desvalidas costumbres. Nunca importaba la falsedad, solo estaban allí desafiando las posibilidades mientras se sumaba más y más gente a la charla de entonces. Habrían pensado así en una remota insistencia, en alguien que habría de inventar todas aquellas cosas, los muebles, la mesa y el vaso humeante de buena bebida. Ninguna palabra sería dicha en aquellos días, salvo por la intención de creer en las serpenteantes diferencias del destino. Un acto de voluntad daba sentido a todo aquello y en el recogido calor del ambiente se disputaban las lenguas unos gobiernos del acto y otras sucesiones de la verdad. En cuanto a la calidez del idioma aquellos eran los tiempos de una plenitud de la inocencia en un barboteo de los aires infestados de tormenta y tiestos encendidos. Cada uno de ellos, como reclinados en un gesto único. Edmund Spenser allí hubiese ejercitado la prosodia y la agudeza de un juego oculto de naipes. Una interrupción de Mary Sidney hubiera tornado el asunto hacia lo sagrado. La cuestión sería una edición del Libro de los Psalmos, quizás el inicio no acordaba las maneras del inglés: beatus vir qui non abiit in consilio impiorum. Esta salida del verbo se encontraba en una hosca frecuencia del anglosajón. La naturaleza de la impiedad sería discutida como una reticencia inamovible de las esferas de Dios. Tardaría un poco la singularidad de las expresiones, los muchachos rozaban la intuición con algunas de las ingenuidades juveniles de la fe. La versión del rey Jacobo de la Biblia no aparecería hasta el año 1611, aunque en esa mesa se conjeturaba una seguridad ritual del lenguaje. En medio de ellos estaba un misterio que derramaba sus actos en toda la intensión del momento. Y todos se hubiesen volteado al giro de un secreto parlotear que habrían llamado, para una seña postrera, William Shakespeare. Pero los largos volúmenes, las compilaciones no descendían a ellos desde una lejanía de lo extenso. Las obras de la lengua penetraban en las inmediaciones del espíritu como un enjambre lento de agujas en vinagre ¿Qué era la literatura? Hubieran preguntado tras las largas horas de sorbos tibios y aroma de salsas, pero esta pregunta solo hubiese adquirido significado si se preguntase qué es la amistad. Allí todo llevaba el signo de la continuidad y aun así todo era un misterio tremendo. El presente era de silencio y fuerza en la hechura de la palabra. Y en este ambiente, Sir Walter Raleigh salió hacia las fauces del tiempo como una precipitada fuga de sus figuraciones.
Después de todo, un árbol y la damita de compañía corriendo con alegría. Y el muchacho en su desmesurada adolescencia juntando los signos del placer al balbuceo imprevisto. Más tarde las labores de su educación y un despacho junto a los familiares. La tradición era una palabra fuerte que venía a caer sobre sus actos. Un buen sombrero era el atuendo adecuado para aquellas mañanas. La idea que le venía a la mente era una lectura de algún libro italiano de moda. Pensaba en las variantes que encerraba la palabra stanza, una similitud lo devolvía a las cuentas de la estrofa. La vieja erudición no servía de nada, allende los mares sabía que estaban unos reinos salvajes de inmensidad y neblina. Al tomar su capa ensayaría en la lengua universal, en español no le era dado pensar y en esta lengua debatía una encabritada oración llena de giros y sonoridades, disimilitud y ondulación en un recodo de la lengua. Todas las tardes en fiestas, la solemnidad de los trajes y el giro abultado de un botón en la manga. Aquello no era simple, aunque a él podría hacérsele lo más simple de todo. Debatir sobre la belleza llevando consigo una pequeña pieza de ajedrez tallada en ébano, los surcos detallaban la guerra, la experiencia sublime de la muerte, la espera paciente entre las líneas. Nada adquiría signo todavía, aunque a él se le venían encima todas sus significaciones desde una extensión del tiempo. Sir Walter despreciaba Oxford, toda la letra muerta de los alumni, esa palabrería tosca en toda la superficialidad magisterial. La bulla y las apetitosas caídas de la grasa sobre el fuego, el vasto imperio de las puñaladas y la vida donde la seña de Eurípides era correspondida con el tono ciceroniano de la erudición. En esto era él una presencia del tiempo cada viernes en The Friday Street. Sus señorías, los regentes, caballeros sin dudas bienintencionados tomaban los afectos y el favor entre una multitud incontable. El conde de Leicester para Sir Walter aparecía bajo una decisión de sus signos. Una apetencia de corredores enmohecidos y prisa en las palabras. Su singularidad era la cortesanía de su mente dada a los ejercicios estilísticos y las formas de cruzar los brazos. Detrás de las viejas amistades la Buena Reina Bess, el aliento infinito de unos modales de la historia. Claro, aquellas cosas eran evidentes en las artes de la taberna y de los amigos, pero Raleigh observaba a su señora desde los límites estrechos de los tacones. Una danza molto vivace, sweete in profundis. Las parejas acompasadas y la Monarca en sus cuarenta y tantos con una sonrisa infantil en los graciosos deslizamientos. Y él se acercaba a su oído y jugaba con los poderosos. Todos esos políticos: los diplomáticos, los espías que partían a tierras extranjeras y los que esperaban su turno para conspirar en las corroídas callejuelas de la ciudad. Qué sabrían aquellos hombres. Nada. Torres del tiempo que caerían uno detrás de otro hacia cada pequeño instante del silencio.
En el símbolo de la guerra quién no se amolda a las viejas consecuencias. Algo de horror había junto a la estela fascinante de la sangre. El poeta cortejaba a su Reina y batía las oponencias de los católicos del norte. Luego era el mar y los territorios desconocidos, y todo esto era el nacimiento de la poesía y el idioma, pero él era un simple soldado, un hombre de los mares. Sir Walter Raleigh perpetuaba el aliento de sus amigos en las tardes. Sus ademanes, el ceño, la hilera de sonidos estrechando las comisuras. Era una manera de empuñar sus armas y gobernar a la soldadesca, un destino poético, una silueta de fundador de voces y villas en la perennitud del olvido. Cuídate de los hombres valerosos –aquellos que han luchado por la buenaventura de su fe, sus convecinos y poderosos– porque todo hombre valeroso es en el fondo un criminal –y toda hazaña no es más que atrocidad– y el destino de los criminales es ser dado a las fieras y a los anchos salones de los patíbulos, por sobre la vida, por sobre la muerte. Una idea trágica sin duda, Esquilo seguramente. Esta era una conversación sencilla de campamento un viernes de 1583. Sir Humphrey Gilbert destripaba hombres, mujeres, niños y dejaba sus hígados al sol, luego invitaba a sus capitanes a beber el té con soltura y buen gusto. Las rebeliones de Desmond fueron sofocadas por unos señores impecables y la crueldad se hizo a sí misma una condición del destino irlandés. Sir Walter tendría que haberse preguntado por el significado de aquellos cadáveres que les eran dispuestos a su espada, de pie sobre la masacre continuaba sus ejercicios intelectuales en unos desvaríos infantiles. El destino es la muerte, no importa que se lleve huyendo todo un siglo, no importa dónde se halle el signo de las resurrecciones del hombre; sobre todo estará la terrible impiedad de los tiempos. De niño, cuando la pólvora estallaba y borraba el rostro de los inocentes y los culpables, cuando fueron asaltadas las casas y los vecinos echaron mano de los rencores que habían guardado por años -el tiempo de la Reina María- allí se convenció de jugar en suerte su patrimonio y su constancia. Una secuela de la bondad infinita le había encaminado a él a las edades postreras. Sus actos en la nitidez de los silencios marciales del humo tras la primera batalla ¿Había un acto de bondad en la sangre que empapaba su camisa? Un soldado siente que cuando mata a su enemigo ha cometido un acto supremo de bondad. No se trata de que añore el asesinato, ni en su aborrecimiento de unas actitudes crea en la preeminencia de sus órdenes. Solo se trata de expiación. Nada incita a matar salvo la rebelión contra la muerte misma o la aceptación de su destino, dos vías donde la duda profesa sus intenciones en los largos agujeros de la fe. Y después la calma, cuando todo ha pasado, limpiar las ropas del negror metálico y beber agua tibia, y tras esto la capilla improvisada, leer sobre los campos lejanos y la apacible vida de sus hombres.
Las calles estaban llenas, se cruzaba el río en multitudes, el mar inglés daba sus frutos occidentales, pero ellos iban a The Globe, una trifulca y los colores veraniegos. Los compañeros bebían jerez, y estaban en la risa como en una secreta comunión. Ayer, siempre era ayer por esos días, uno de ellos había copiado el Organum aristotélico y otro le debatía las intenciones especulares de una nueva ciencia. La abundante juventud les pasaba a lo largo, tenían una manera propia que comenzaba a serles intolerable. El espejo y los tejidos de lana suave. La Reina se movía en los asientos y todo a su alrededor. Cambios y cambios después de los primeros movimientos, y después el tiempo detenido entre sus ojos. La noche aderezaba las intenciones, una tragedia de Thomas Kyd: Hamlet, príncipe de Dinamarca. La historia innumerablemente conocida no daba la soltura necesaria a las profundidades de la palabra, Kyd no concebía una expresión y solo se daba a la psicología humana. Hamlet desdibujaba los trazos de la existencia, quizás ese día el personaje fuera interpretado por Shakespeare o por un accionista del propio teatro. Nada se sabía de los hombres tras la ficción y nada se sabía de la ficción tras toda aquella maraña de cortesanos, gritería y signos del tiempo. De un momento a otro, un médico hablaba de las enfermedades del cuerpo en la vejez, y de un momento a otro, ese mismo médico comenzaba a dar muestras de senilidad, y después no se valía y lo llevaban de aquí hacia allá como a una bestia. Raleigh rehuía del peso de la historia o acaso quería sentir que en él comenzaba otro mundo.
El mar es una inquietud interminable, los abismos son la existencia postrera de la naturaleza. Todo vacío en los horizontes, nada más allá, solo agua y la terrible forma del agua. En medio de esto, el miedo y la resignación. Y aquí unos hombres toscos que se daban a las fatigas bajo el sol del meridiano, las camisas medio abiertas y los pañuelos rasgados. Las órdenes son brutales. Sir Walter Raleigh comprendía mejor que nadie ese destino de mar y desconocimiento. Su labor era disputarle al olvido un pedazo de tierra antes que la inexistencia acabara por tragarse todo, debía de estar entusiasmado de conocer los juegos secretos de la historia. Pretendía escribir un epigrama a imitación de Marcial, pero estaba lleno de ímpetu y se le esfumaban las causas primeras ¿Para qué escribir? Según se vaya disponiendo de los trazos así será la constancia del olvido, sabía que no era nadie: ni un cortesano, ni un soldado, ni un poeta, ni siquiera un hombre, ya solo era otra ondulación de los mares. Cuando llegaron a tierra, Raleigh dispuso crear la colonia de Virginia en honor a su Reina, y este acto de creación habría desencadenado unas circunstancias que llegarían a ser uno de los destinos en la vastedad de los territorios americanos. Luego miles de embarcaciones españolas que descenderían a base de cañones y plomo, una flota y sus buenos barriles de bebida y tabaco. Sangre en las camisas y más barcos, y cargamentos enteros; solo faltaba la búsqueda de las ciudades. Los príncipes y reyes de América eran una prole misteriosa que vinculaba sus memorias a las eternidades subsecuentes de las constelaciones. Todos los hombres del mar pretendían El Dorado, esto era una excusa para la plenitud de la naturaleza humana. Raleigh y sus hombres entraron por la Guyana española y destrozaron pueblos y aldeas, navegaron por el Orinoco y se perdían en todo lo vasto. El desconocimiento llenaba casi todo, pero era la alegría infinita de nombrar que encarnaba el nacimiento de los símbolos universales. Las aves como un anuncio de los calores y el sudor, la vista nublada y el verdor más cerca y más poderoso hacia adentro. Questa selva selvaggia aspera e forte, se hundía Sir Walter en las meditaciones hoscas sobre la moral de la especie ¿Qué es el hombre? Esta pregunta no tenía respuesta y la fiebre le iba subiendo a la cabeza, y recordaba a sus familiares muertos, y los viejos decrépitos, y los amigos.
Un día estaban todos ya muertos o viejos. Los tiempos de la Reina Virgen habían pasado. Los sermones en las capillas empezaban a anunciar el fin de las eras. Y por donde quiera la traición, el signo de Guy Fawkes en el parlamento. Entretanto un espeso humo de tabaco llenaba las habitaciones. No era una bondad del rey Jacobo la hosquedad de los días. En la torre de Londres, los hambrientos y los conspiradores junto a los desfavorecidos de la corte. No hay nada más alejado de un soldado que el juicio, la institución divina que cae sobre la estructura humana; pero la justicia es otro orden de cosas siempre. El moho y la prisión desde la infancia hubieran rodeado la existencia. Sir Walter en la granja paterna de Devonshire o en los paseos junto a los cortesanos no establecía la plenitud del espíritu, aquello era más bien una conciencia pequeña del segundo que hubiera tardado en debatir ciertas expresiones de las Sagradas Escrituras con los amigos en esos viernes pasados. La historia de su vida no era cierta, nadie establecía que él hubiera fundado el club literario de la taberna de Mermaid, ni que hubiera desembarcado en la isla de Roanoke. Su idea había sido una sola durante todas las formas de su signo: salir al encuentro de la inmensidad y moldearla en los causes diarios del hombre. Bajo su palabra habían salido en lo secreto las nominaciones oscuras que habrían de jugar entre los siglos venideros: Spenser, Shakespeare, Donne, Virginia. Otro día habían pasado ya esas edades del sufrimiento y Raleigh se entregaba a la tragedia de su vida. Cuando fue encarcelado en la torre de Londres no siquiera protesto la suerte que le tocaba, dispuso crear una historia del mundo mientras el embajador de España pedía reparación por las flotas hundidas en América. Los marineros mueren solo cuando la marea baja, entre las 12 y la 1 de la tarde, y en medio de las decisiones judiciales Raleigh pensaría en las palabras de Aquiles a Licaón en la batalla junto al río. Todo destino es su propio fin, detrás solo sosiego. Sobre aquel momento solo se puede conjeturar que hubieran sido los esplendores una especie de extrañeza sobrepasando los mundos y uniendo todas las antiguas separaciones. Raleigh pensaría en la leyenda de Santa Bárbara de Nicomedia que había dado nombre a las bodegas de armamentos en los barcos españoles, la muchacha cuya sangre no había tocado su vestido al ser decapitada. Acaso se hubiera acordado de también de San Jorge de Capadocia y su batalla contra el monstruo. Varios mártires llenaban las hagiografías y esparcían su patronazgo sobre las cosas, pero él no tenía ese puesto en las esferas de Dios, sub consilium impiorum habrían de ser perdonadas sus tardes. Luego hubiera pensado que aquellas historias eran del continente y que los hombres de las islas en las que había nacido nunca han tomado nada en serio, ni la muerte, ni los reyes, ni las filas de poderosos, ni el griterío insustancial de las multitudes.