Por Carlos Ávila Villamar
Sentado en un sillón, rodeado de oscuridad, monarca de un mundo en plena fuga. Alejandro Rossi
Hay pensamientos que no pueden visitarnos durante el día. Ningún cigarro humea en el cenicero. Ningún sonido violenta el aire. No hay música, no hay tránsito. La lámpara de mesa desprende una luz naranja y estática. Debo fregar los platos, pero la oscuridad de la cocina los hace desaparecer. Durante treinta minutos no he hecho absolutamente nada. El tiempo se estanca y amebas y paramecios se multiplican en sus aguas invisibles.
En el ensayo “Novena melancolía” (cuya traducción se incluye en Lectura y catarsis) George Steiner comienza con una idea que tal vez solo pueda comprenderse realmente durante ciertas quietudes nocturnas: todos los seres humanos pensamos, pero la inmensa mayoría de nuestros pensamientos escapan y se pierden. La mayor parte de lo que pensamos no llega a formularse siquiera en frases completas. “Solo sobrevive y fructifica una mínima fracción”, escribe. El pensamiento es la exploración de profundidades cavernosas e insondables del lenguaje que han tomado la forma de lecturas que hemos acabado y olvidado, de lo que hemos entendido de otros pensamientos que por azar han terminado escritos y que han llegado misteriosamente a nosotros. Cada lectura es una mirada a un abismo de referencias. Y el pensamiento, llegados a un punto, es solo una lectura a ciegas, una lectura sin texto.
Hay una imagen kafkiana que se repite en Lectura y catarsis, a la que parece llegar siempre Castañón tras la lectura de Steiner: la altura infinita que se aleja de la profundidad infinita. La Torre de Babel, la “torre de letras”, tiene su reflejo en un pozo no menos atroz. Los textos se acumulan de manera indetenible, pero bajo ellos hay un pasado que llega a perderse de vista, por ello “la demasiado humana tentación nacida de fundar la historia, de establecer una frontera que separe la historia de la pre-historia”. Al emprender una lectura debo resignarme a la superficie. No me consuela a su vez que el autor que leo se haya debido resignar a otra superficie, la suya. La historia de la literatura (y tal vez la historia de la filosofía y del pensamiento) constituye una sucesión, un linaje de prehistorias.
Resulta demasiado fácil olvidar este precipicio a la luz del día. La insaciable maquinaria económica de nuestro siglo nos despierta temprano, nos sacude a través de la ciudad, nos aturde mediante voces anónimas, finge alimentar nuestra alma con breves distracciones, luego nos seda con agotamiento, y espera que nos quedemos dormidos viendo una serie de televisión. Leemos durante el día luchando contra nuestras circunstancias. Leemos por culpa, porque nos sabemos tontos e incapaces. En ciertas ocasiones, alcanzamos a leer por placer unas pocas páginas antes de que nos venza el cansancio. Pero sabemos que las olvidaremos al día siguiente. No obstante, hay algo con lo que la maquinaria diurna no cuenta. Sin ninguna razón fisiológica que lo explique, algunos de nosotros padecemos insomnio. Estamos cansados, pero no podemos dormir. Y encontramos al fin, sin buscarlo, un silencio reconfortante. La luz mansa de una lámpara, la soledad impune.
Para algunos de nosotros, George Steiner tal vez solo pueda ser leído en ese silencio, en la vigilia robada a nuestro siglo. Sus ensayos hablan sobre el asomo al precipicio de letras y son en sí mismos también precipicios de letras. Steiner escribe para “la pasión de ese lector desusado” (en palabras de Castañón) que se trata en “El lector infrecuente”. En “El lector infrecuente” se describe la pintura de Chardin que espía la lectura atenta y privada de un filósofo, un tipo de lectura que ya en el siglo veinte resultaba casi imposible. Parece haber un paralelo de esa descripción en la obra de Castañón. Al inicio de Por el país de Montaigne Castañón explica con detalle su exlibris, una figura extraña tomada de un grabado satírico de Brueghel El Viejo, consistente en un lector acróbata, un hombre que lee flexionando su cuerpo en una postura imposible. Parece representar la lectura como un ejercicio difícil, casi como una hazaña. El resto del grabado del Brueghel exhibe a toda clase de falsos lectores, de hombrecillos que no saben qué hacer con los libros. En medio del caos, el gryllos del exlibris hace un esfuerzo (tal vez sea el único personaje del grabado que da cara al libro, observa Castañón). No parece seguro de entender lo que lee, pero al menos lo intenta (es imposible no simpatizar con él). En dos siglos o menos hemos pasado de la lectura del personaje de Chardin a (con suerte) la del personaje de Brueghel.
Hasta el siglo diecinueve la escasa alfabetización y la rusticidad de las imprentas habían determinado que solo los pensamientos de unos poquísimos seres humanos hubieran logrado difundirse. Tal vez a causa de los insectos, la humedad y el fuego, apenas un porciento mínimo de estas copias atravesaba el umbral de un siglo a otro. La tradición escrita de Occidente resultaba tan pequeña que podía ser más o menos abarcada en la vida de una persona. El siglo dieciocho se despediría de los últimos faustos de Occidente, las últimas mentes en las que alcanzarían a dialogar los confines del conocimiento de la época: la filosofía natural, la alquimia, la mística, la literatura, la historia. Hay una idea inolvidable de J. M. Coetzee, contenida, creo, en la novela Infancia. La idea de que ya no podemos regresar a aquella edad en la que conocíamos a otros niños durante el verano, y en la que una tarde bastaba para forjar la amistad, porque bastaba para que nos contáramos nuestras vidas, todo lo que nos había pasado, todo lo que sabíamos. La humanidad, al parecer, disfrutó alguna vez de esa infancia. Tras el siglo diecinueve (y aún más tras el veinte) la memoria de la humanidad, antes sujeta al azar, se dilató y se agudizó, pero paradojalmente, la de los seres humanos por separado sufrió atrofia y encogimiento. Desaprendimos la lectura atenta. Confiamos en que el conocimiento no se perdería, aunque nosotros lo olvidáramos: de todos modos, estaría ahí, en los libros, y bastaría consultarlos para solucionar nuestros problemas.
En Lectura y catarsis Castañón transcribe un inquietante pasaje de Steiner. En la Jerusalén contemporánea es posible visitar el Santuario de los Rollos del Mar Muerto (lugar de resplandor “sepulcral” donde se conservan papiros bíblicos de “inapreciable valor”). El guía explica que en caso de bombardeo o ataque aéreo un mecanismo hidráulico oculto enterrará el edificio para salvarlo de la destrucción. Según Steiner, medidas como esta “constituyen también una barbarie metafísica y ética” y que las palabras “no pueden romperse por el efecto de la artillería”, pero tampoco “vivir en refugios de guerra”. Castañón nos propone que esta última idea es algo más que una “salida punzante”, y evoca otro ensayo de Steiner, “Los archivos del Edén”, donde se habla de la “maquinaria de conservación y difusión de la cultura” en Estados Unidos y del “peligro de la esterilización que corre la cultura ahí donde se ha cortado de la historia”. ¿Pues no se trata de eso? ¿No confiamos demasiado en la seguridad que nos dan los libros cerrados? La frase de Castañón es bastante exacta: “el peligro de la esterilización que corre la cultura ahí donde se ha cortado de la historia”. La torre de letras crece sin mirar hacia abajo.
La mayor parte de lo que pensamos es inútil e inarticulable, es cierto, pero nuestra sociedad se ha organizado para tratar de recolectar lo poco que pensamos que no es ni inútil ni inarticulable. La tecnología más importante que ha desarrollado la humanidad en los últimos dos siglos no ha sido la electricidad o la informática, sino las universidades y los centros de investigación: la maquinaria que aprovecha el pensamiento de los seres humanos como los molinos aprovechan la fuerza de los vientos. Lo que antes se perdía en la nada ahora puede ser usado. Esta máquina, desde luego, funciona mucho mejor para las ciencias que para las humanidades. Steiner no admiraba tanto de las ciencias su afán positivista como su temperamento riguroso. Las humanidades no estarían haciendo bien su colecta. Al haber bajado su rigor, al haber naturalizado la lectura desatenta, contribuyen a la multiplicación de lo superfluo y por tanto a la invisibilización de lo que puede ser realmente importante. Antes del siglo diecinueve había una tradición escrita tan pequeña que habría parecido imposible que en un futuro las tragedias griegas o los tratados aristotélicos se perdieran en los estantes de las bibliotecas. En el relato “Utopía de un hombre que está cansado” Jorge Luis Borges muestra una humanidad que ha abolido la imprenta para prevenir que se multipliquen los textos inútiles. El libro que lee el filósofo retratado por Chardin probablemente fuera copiado a mano. Tal vez también el que leía el gryllos de Brueghel. Desde luego, la solución de nuestro problema no estaría en abolir la imprenta o en abolir la internet. Probablemente contribuiría a una confusión todavía mayor. El problema no son los objetos: somos nosotros. El relato “La Biblioteca de Babel” parece presagiar la tragedia de la muerte por infinitud de la literatura. La torre de letras, que parecía una utopía, se ha transformado en pesadilla. Es la versión moderna del castigo divino por la aspiración del hombre a la infinitud. La frustración de los bibliotecarios del relato al no encontrar nada de interés, la triste alegría que sentía alguno al encontrar un volumen con una mísera frase coherente, no podrían retratar mejor nuestra creciente ansiedad, la manera en la que damos scroll en el teléfono en busca de alguna cosa significativa mientras nos movemos en el transporte público. Nada nos llega, nada nos salva. Y si algo que pudiera salvarnos estuviera frente a nosotros, ¿cómo lo sabríamos? En el ensayo “Kafka y sus precursores” Borges transcribe la observación (desconozco si apócrifa) del supuesto prosista chino Han Yu: puesto que nunca hemos visto un unicornio, “podríamos estar frente al unicornio y no sabríamos con seguridad que lo es”.
En Lectura y catarsis Castañón nos dice: “La Biblioteca de Babel crece hasta el infinito, pero su nauseabunda desmesura es todo lo contrario del sueño del lenguaje único cifrado en el mito originario. Otra lección de la infinita Biblioteca de Babel se refiere a las relaciones entre el sentido y el azar: el sentido, desde esta perspectiva, no es más que un accidente en la cadena infinita producida por el ars combinatoria del lenguaje. Pero ese accidente retiene su carácter milagroso gracias a la lectura y al lector”. El libro que no se abre no existe. El texto que no se está leyendo ni se recuerda no existe. El texto que no se comprende no existe. Siempre he sido partidario de la lectura, ante todo, como un placer, pero mentiría si dijera que no operan en mí otras fuerzas ocultas. En la noche profunda puede dar la impresión de que somos la única alma en el universo, y que sobre nosotros recae un designio sagrado. Como el gryllos de Brueghel, hacemos un esfuerzo. Cambiamos de postura o de asiento. Nos preparamos un té. El designio sagrado es conversar con los muertos, rescatarlos (existe una diferencia notable entre el modo en el que leemos a autores vivos y a autores muertos). Steiner ahora también es un autor muerto, hecho al que no consigo acostumbrarme. Desconozco si lo estoy leyendo correctamente. Me pregunto si ya seré un lector arruinado. Trato de educarme, como un aprendiz de acróbata. El teléfono está castigado en modo silencio a suficientes metros de mí. Siento en el aire el advenimiento de algo incomunicable, de “carácter milagroso”. Es cierto: hay pensamientos que no pueden visitarnos durante el día. Pero la catarsis es posible.