Por Carlos Ávila Villamar
El 15 de agosto de 1981 Alejandro Rossi recibe una llamada de Octavio Paz: cuenta de unos programas que se estaban preparando para Televisa, aprovechando la presencia de varios escritores de renombre en Morelia. Paz asegura que tenía la idea de un programa con él y con Borges. Insinúa que lo ha propuesto, pero que Televisa ha preferido a Salvador Elizondo. Imagino el breve y probable silencio. Paz añade que no está decidido. Le pregunta con diplomacia qué cree de invitar a Elizondo. “Le dije, claro está, que espléndido”, anota Rossi en el diario. Paz, como para consolarlo, le promete otro programa, no con Borges, sino con Carlos Fuentes y con Günter Grass (programa que al parecer nunca se grabará). Rossi había conocido personalmente a Borges, lo había leído antes de que se convirtiera en un fenómeno editorial, había escrito un ensayo formidable sobre él (“La página perfecta”), lo entendía quizás como pocos en México, y ahora una vez más quedaba fuera.
El encuentro entre Borges, Paz y Elizondo, que hoy puede verse en Youtube, es ligeramente torpe. Una conversación enjaulada. Elizondo, adulón y desinformado, interviene como un niño pedante en un debate entre adultos (“¿Usted no ha conseguido oír las campanas en Poe, Borges?”). Borges no se molesta, solo se ríe (“No”, responde). Paz trata de salvar a Elizondo como puede, pero no se arriesga a contradecir a Borges (Paz es a estas alturas, por supuesto, el más nervioso de los tres). Sabía de este encuentro desde hacía años. Lo que no sabía era que Elizondo había estado ocupando el lugar de Rossi por caprichos de Televisa. A la vez, no me sorprende.
Si bien es cierto que ya no tantos recuerdan a Rossi como hace unos años (hasta hoy 5 de abril de 2024 solo me he enterado de una reseña de sus Diarios, en venta desde el mes pasado: la de Pablo Sol Mora en Letras Libres), la verdad es que nunca fue un escritor terriblemente “popular”. Tuvo, en el mejor de los casos, un libro famoso: Manual del distraído. Sí, Rossi estaba cerca de Paz, y en una posición privilegiada de la élite intelectual mexicana. Pero más allá de su extraordinaria calidad como prosista, había escrito poco, casi nada. Y lo peor, era un extranjero. Y un extranjero al que le costaba adaptarse: reír gracias, portarse humilde. Uno que salvo pequeñas excepciones no escribía sobre temas urgentemente políticos, ni “típicamente” mexicanos. Y también uno que (seamos francos) a menudo no se sentía bien en México (“¡¡Estoy harto del tercer mundo!! De las comidas con nombres pomposos y faltas de ortografía, los pobres meseros sudados e ignorantes, la mala comida, pero más bien la sensación de copia, de calca mal hecha, en perpetua aproximación”).
Rossi, ahora lo sé con seguridad y tristeza, llegó a detestar casi todo a su alrededor, llegó a odiar meticulosamente a cada uno de sus amigos. Pero en los Diarios, entre mezquindades e impotencias, hay una perspicacia entrañable (“No me interesa hablar con gente que ha dormido desde las diez o las once, fresca, parlanchina, activa, enormemente fastidiosa”, “Contó Divón que estuvo en Haití y comentó acerca del atraso y situación del país; como ejemplo de no sé qué mencionó que muchas personas del pueblo hablaban solas. Ahí me fastidié y en un tono neutro le dije: «Yo también hablo mucho solo». McGrégor, que es un alma seráfica, intervino muy serio: «Tal vez cuando caminas, ¿verdad?» Le contesté: «No, no, también cuando estoy sentado»”, “El miércoles por la noche fui a la exposición de Fernando del Paso. Este señor había mandado un papelito escrito a mano a cada uno de los amigos de Vuelta. Y el tono y las palabras cambiaban según la importancia pública y literaria. A mí me tocó un «Estimado amigo»), y hay cordilleras plateadas de elegancia e inteligencia (“el miedo infantil al padre es, muchas veces, el deseo de que nos protejan”, “Saber que hay flores rojas y saber que solo podremos ver las azules”, “La corrupción consiste -me parece que lo he dicho muchas veces- en el asesinato de nuestros gustos profundos y, así, de muchas posibles virtudes”, “los grandes personajes literarios son aquellos en los que el «destino» es más fuerte que la libertad”). Leer los Diarios de Alejandro Rossi (los tres volúmenes recién publicados, que van de 1973 a 1989) ha sido difícil. No encuentro otra forma de comenzar estas líneas.
Sí, es mejor comenzar por lo difícil. Los Diarios son incómodos de leer. Incluso para los estándares del género (Pablo Sol Mora los campara con los diarios de Bioy: yo creo que los de Rossi van más lejos, en el mal sentido). Hay líneas brutalmente duras, y ciegamente desleales. Se queja de todos. Ve egoísmo en todos. Quiere la lástima de Dios. Pero hay nombres de amigos que solo anota, que solo le importan, cuando le han elogiado el Manual, o cuando han publicado alguna reseña útil. Rossi critica un paisaje hipócrita del que él mismo forma parte. Y él lo sabe: “introducirme lentamente en el mundo del otro, hacerme partícipe de lo que siente, expresarle sus propios pensamientos mejor que él, solidarizarme con él, comprenderlo, mimetizarme y luego, cuando ya estoy seguro, empezar a decir mis cosas (…) Muchas veces, ya adentro de la persona, me comporto con dominio y crueldad, empiezo a doblarla y a romperla”. Es una confesión desgarradora.
Le decisión de Malva Flores, Milenka Flores y David Medina Portillo (los editores) de dejar ciertas partes es valiente. Los Diarios probablemente no sean bien recibidos por todos. Y creo que una de las razones por las que son importantes (la más banal de ellas) es que, si bien la sinceridad de Rossi no lo exime a él, si bien no hace más justas sus injusticias o excesos, tampoco anula sus dolorosas verdades. Las imposturas. Los oportunismos. Las debilidades que encontraba en la revista Vuelta ahora están multiplicadas en todos lados (“una mezcla de confusión, humo, artículos pretenciosos e insignificantes, golpes de pecho ideológicos y reacciones histéricas”). Rossi podría tener muchos defectos, pero evitó sacrificar lo único que de verdad le importaba (la escritura) para atrapar algunos méritos o trepar en ciertos estratos. Y le molestaba, más que cualquier otra cosa, una literatura donde la literatura fuera accesoria.
He usado la palabra “sinceridad”, pero habría que ver de qué he estado hablando. Rossi califica a Cioran de pedante, solo para retractarse unas horas después: “Probablemente fui injusto con Cioran. Aunque no se le aplique, ese ʻtipoʼ existe”. Quizás esta observación sea una clave para leer los Diarios, y para sobrepasar el chisme fácil. Rossi necesita encontrar “tipos”, sustancias escurridizas que a veces cree atrapar en sus amigos usando la sintaxis correcta, el adjetivo último. Cuando escribe, los seres humanos son recipientes de lo que ya él ha estado pensando de antemano. Para ser sinceros no hace falta estar en lo cierto. Para estar en lo cierto no hace falta ser sinceros. La escritura de Rossi busca a veces lo monstruoso. Un ave dorada de tres cabezas en una baraja descubierta. Creo que de esto no se ha escrito mucho. Lo que quiero decir es que para leer a Rossi lo mejor a veces es olvidarse de quién está hablando. Desestima a George Steiner, por ejemplo. Dice que es la clase de persona que probablemente se ponga nerviosa si le mencionan un autor que no conoce. No creo que aplique a Steiner, pero hay una verdad en la frase. Una verdad que pasa por el agua sucia de la bañera como una fotografía revelada en un cuarto rojo. Esa es su sinceridad. Y con eso habremos de quedarnos.
Los diarios están repletos de imágenes inolvidables, estampas en las que el significado se insinúa, pero no se anuda. La anciana que observa el mar. La ballena en la playa que iguala a los habitantes en una fascinación común. Y de escenas poderosas y solitarias. “Al fondo del estudio flota, casi inmóvil, el humo del tabaco. Una forma, luego lentamente otra”, escribe. Luego algunas de estas invenciones serían trasplantadas al Manual: “Un hombre agoniza solo en su cuarto y al lado de la cama, sobre el piso de baldosas, está echado un perro. Entra alguien, observa unos segundos y cierra otra vez la puerta”. Curiosidad por los objetos y los entornos, minerales del tiempo. No sorprende su admiración por Hopper. El mejor Rossi no es el de los relatos de Gorrondona, o las nostalgias de Edén, sino el de “En plena fuga”, el Rossi que se sienta en un estudio y observa con cuidado (y con inagotable asombro) cómo piensa, cómo parecen producirse de la nada los remolinos de ideas, autónomas y misteriosas. Gólems de significado, comunicando la percepción y la memoria. El ser humano perdido en esa tierra de nadie en la que hablan el mundo y el inconsciente, sin que nadie le traduzca.
Y hay mucho de ese Rossi en los Diarios. Hay en ellos formidables e inconclusos ensayos filosóficos. Ese texto sobre la imposibilidad de dejar de fumar que nunca escribió, que se confunde con el otro que tampoco escribió, el de la voluntad, que recorre páginas y páginas, que se le escapa (hay textos más veloces que sus escritores). Tal vez el mejor de esos textos antílopes sea el que iba a hablar sobre la acción teleológicamente huérfana: “Paso una hora con alguien para aconsejarlo sobre un asunto: me oye, asiente y luego hace lo contrario: las cosas dichas, la situación toda escapó, no se integró a la realidad. O sea: no todo lo que hacemos se convierte en un hecho. Es el tema del desperdicio de la vida (…) De todos los actos que llevo a cabo en un día ¿cuántos de ellos tendrán futuro? Como diez mil disparos que se pierden en el aire. Voy a la cocina a prepararme un café, pierdo diez minutos y cuando ya está servido en la taza me llaman por teléfono y salgo corriendo. Todo queda allí. No bebí la taza, dejé de pensar en algo, de sentir algo, de escribir algo (…) Trabajo veinte años en el instituto para que ocurran ciertas cosas, para que nazca una determinada realidad. Muere Hugo y todo el pasado se modifica, pierde su propósito, su teleología”. La tragedia del presente es que tiene un afán totalitario: subordina el significado, deshereda, exilia, borra, y la mayor parte de la vida va quedando atrás en esquirlas inútiles (envejecemos, nuestro pensamiento pierde agilidad, mueren nuestros amigos), hasta que se pierde por completo. La intuición de la muerte recorre los Diarios (en particular el tercer volumen: se registran, consecutivas, las muertes de ídolos insustituibles, las de varios amigos, las de ambos padres, y Rossi especula sobre su propio fin, que por un instante llega a parecer médicamente inminente).
La intuición de la muerte es una sensación que creo conocer, una de las cosas que comparto con Rossi (también la extranjería, las horas de sueño desfasadas, llevo dos años en Las Águilas, y no fue hace tanto que me enteré de que Rossi había vivido en algún momento en esta colonia periférica). Compartimos, pese a sus caprichos, una gratitud hacia Ciudad de México (“¿Por qué me gustaba? Porque era, aún lo es, una ciudad muy generosa, poco jerárquica, comprensiva con el abandonado. Una ciudad que sabe aceptar a las almas perdidas”: así cierra el tercer volumen de los Diarios). He descubierto estupefacto en los Diarios que también le interesaba la ceguera de significado de la que hablaba Wittgenstein: “Cuando perdemos la memoria pensamos que olvidamos rostros, sucesos, calles, situaciones, pero suponemos que el lenguaje no se pierde (…) El pasado se esfuma, el lenguaje -máquina expresiva- ya no reciba ese material, pero él está allí, intacto”. Compartimos ciertas sospechas políticas. Es curioso: Rossi no parecía interesado en una escritura “social”, pero acumuló privados argumentos contra esa postura intelectual de sofá que ve en los gobernantes de izquierda el origen de todos los males del mundo (la que confunde un estado fuerte con un estado totalitario, como si lo opuesto al estado fuera una democracia espontánea, natural, como si no hubiera oligarquías). Lo he estudiado a fondo y en buena medida he llegado a México y a su literatura a través de él. Recomiendo a todo el que me encuentro la lectura del injustamente olvidado Sueños de Occam (casi siempre sin éxito). Después de tantos años, podría decir que el “personaje” de Rossi se ha acoplado a mi vida. Hasta un punto en el que (yo, que tanto aborrezco los nacionalismos) me conmuevo cuando leo su descripción detallada de la casa de Cabrera Infante (“Una mesa con variadas botellas, aunque él no bebe, indica frecuentes visitas y cierto estilo generoso de vida”), o su aprecio por la poesía de José Kozer (“esa lucha por conservar su idioma, por protegerlo con un torrente de palabras y poemas que escribe a las cinco de la mañana”). Hasta un punto en el que mi fascinación me avergüenza: odio la clase de investigador parásito que hace carrera sobre los hombros de un escritor, parece que solo ha leído a ese, y en privado llega a cansarse de él.
Jugué alguna vez a copiar la prosa de Rossi (sobre todo a la hora de escribir ensayos): empezar con la confesión de un rasgo de mi carácter, articular categorías y enumeraciones, escarbar en fisuras filosóficas no desde el acopio de citas prestigiosas, sino desde imágenes y detalles. Creo que ahora lo hago menos, pero ahí está Rossi, secreto y pulsante. Descubro que era esta la mejor forma de cerrar la reseña de sus Diarios: tratando otra vez inescrupulosamente de imitarlo, adolescente y feliz.