Por Ronald Abilio Noda
A ustedes increpé en la noche A ustedes que aún no habían terminado de morir Y la respuesta fue una y siempre La respuesta se deshizo ante los labios, como una flor de fuego rota entre las manos Dije y supliqué por que aquellos días no fuesen tan duros Y que la levedad llegase como un silbido de palomas y no como una corona de buitres Les dije que me perdonasen por las intrusiones de la suerte y el desamparo A ustedes, dioses de los insomnios, hijos de la desesperación y el desencanto Postrado ante la cal y la llaga que ardía como la memoria de los viejos mártires Casi como un condenado a la horca por perseguir los afanes de la justicia Me dije a mi mismo que esto era una broma, porque ustedes ya no estaban allí Nunca habían existido, fueron solamente los pasos silenciosos que se daban en los sepulcros antes de dejar desprovisto los mantos y el ungüento Ah, sí, la calma que quedaba entonces, el deseo de que un fuego feroz nos consumiese para siempre Un corazón de acuerdo con Dios, un corazón para la matanza y la entonación de los himnos El muchacho ahora no es aquel que tocaba la lira ante el viejo rey No hay poemas descritos por las letras del alefbet sino una espada que sangra en su costado Él ya no tiene dieciséis años, su rostro ha empezado a marchitarse, algunas canas le aparecen en la barba Pero este poder está en sus manos, este poder sobre la vida de sus súbditos y la profecía de los sacerdotes Y sin embargo, algo se le escapa silencioso entre las ventanas de su habitación Ah, te acuerdas de la regla de composición de versos, la primera parte debe decir la alabanza Debe decirse con la fuerza del espíritu, con la potencia de los arcángeles rodeando su trono La segunda parte debe repetir la primera, debe ser sutil como los vientos del oriente y las rosas de Hebrón Luego debe encadenarse la sílaba, nunca demasiada aliteración, siempre un poco de mesura en el verbo, debes de tener cuidado con la aspiración en los últimos sonidos Pero, por qué te digo esto, a ti que has olvidado los cantos juveniles y la felicidad A ti a quien los coros aconsejan en las noches bajo las estrellas junto a las orillas del Jordán Y no quedan tus ropajes, ni tus oros, ni tus hijos que colmaban el mundo y la ciudad Ellos empiezan a caer Sobre las arenas caen como los ojos indecisos de los bueyes y las ovejas que pastaban en el palacio del rey Y sigilosos vienen, con su lenta pesadumbre de hierro y espanto Buscan los solsticios y los requiebros de la cerradura entre la madera y el ladrillo Auguran sus miserables penas, Pero luego todo pasa, el dolor de la frente, el cansancio de las manos, el gusto del guijarro en la amargura de la boca Y uno se queda atento para recibir a los invitados y para llegar a los grandes salones Porque el momento de la esperanza ha pasado y con ella también han de irse las angustias y los lamentos y la ceniza A ti te digo, compañero de mis penas y mis pecados, yo mismo hace un tiempo atrás Te recuerdo que no debes olvidarte de ofrecer el incienso, de tomar el pan y consagrar tu mesa ante tantos quehaceres Que tu pesadumbre seas tú mismo, que tomes el arado y traces el círculo Ni bestia, ni apacible manjar, solamente un paso, un silencio que queda cuando no se dice nada Miremos esto como un juego, sentémonos a esperar, la espera no es posible, quedémonos sentados.