POR Carlos Ávila Villmar
Se dice que August Kekulé resolvió el problema de la forma de la molécula de benceno en un sueño. Se acostó a dormir una noche junto al fuego tras pasar tiempo buscando inútilmente la respuesta, y soñó con una serpiente que se mordía la cola, y se despertó exaltado: “Es un anillo. La molécula tiene la forma de un anillo”. Historias semejantes tuvieron Dimitri Mendeléyev con la tabla periódica, Otto Loewi con los neurotransmisores, y Elias Howe con la máquina de coser. La fórmula del descubrimiento o la invención en sueños tiene cierto matiz místico, el de una revelación, y siempre podemos sospechar que hay algo falso (o de copycat) en algunas de estas historias. Pero al menos unas cuantas debieron ser ciertas. Cormac McCarthy toma la de Kekulé para hablar del problema que se contiene en ellas (y llama a su breve e inquietante ensayo, hasta ahora no traducido al español, “The Kekulé Problem”). Si eliminamos la explicación sobrenatural solo nos queda suponer que se trata de fabricaciones del inconsciente, y hasta ahí todo bien, salvo por un detalle: ¿por qué el inconsciente, si se entiende tan bien con el lenguaje, tuvo que inventarse la forma de la serpiente que se muerde la cola, en vez de decir simplemente (traduzco la frase de McCarthy): “Kekulé, es un puto anillo”.
Según McCarthy, el inconsciente es “una máquina para operar un animal”. Es decir, el inconsciente puede ser visto como un sistema para operar funciones biológicas que la consciencia es muy haragana para operar, empezando por las más básicas, como respirar, en el caso del ser humano (lo que opera o no opera el inconsciente depende del animal, McCarthy pone de ejemplo los cetáceos, que controlan la respiración de manera consciente para evitar ahogarse cuando no están en la superficie). Si fuera cierto que el lenguaje es una antigua adaptación evolutiva, como la vista, ¿por qué el inconsciente se lleva tan mal con ella?
McCarthy cuenta en su ensayo que bromea con sus amigos matemáticos diciéndoles que sus inconscientes son mejores que ellos en matemática, a lo que sus amigos han respondido que probablemente sea cierto. Incluso han conversado la posibilidad de que el inconsciente resuelva problemas matemáticos sin usar números (mis primitivos ejercicios de álgebra en la escuela me hicieron pensar una que otra vez en algo parecido: en que no usaba una ecuación como herramienta para entender un problema, sino que debía entender el problema en abstracto antes de formular la ecuación). Si fuera cierto que el lenguaje moldeó el cerebro humano en un proceso evolutivo de millones de años, no se explica que le cueste tanto bajar hasta el inconsciente. McCarthy en su ensayo propone que el cerebro sencillamente nunca terminó de adaptarse al lenguaje, que somos una especie de fotografía de un proceso evolutivo inconcluso, in medias res. Es una idea que también está en una de sus dos últimas (y extraordinarias) novelas, Stella Maris, donde también se menciona a Kekulé y donde también se compara al lenguaje con un parásito: “El cerebro no tenía la menor idea de que eso iba a pasar. El inconsciente debe de haber tenido que espabilarse para dar cabida a un sistema que se demostró perfectamente implacable. No solo es comparable a una invasión de parásitos, es que no se lo puede comparar con nada más”, dice el personaje de Alicia.
Un contraargumento evidente a la idea de McCarthy de que el lenguaje es un fenómeno reciente que invadió nuestro cerebro parecería ser que el ser humano no es el único animal con lenguaje. Delfines, colibríes e incluso insectos como las abejas se comunican entre sí usando señales auditivas o visuales. Pero la respuesta de McCarthy es bastante sorprendente, y es difícil sobrestimar su importancia en la discusión: no es lo mismo lenguaje que comunicación. Los animales se comunican, pero no tienen lenguaje. ¿Y cuál es la diferencia? Que la idea central del lenguaje es que “una cosa pueda ser otra”. Los animales tienen señales para atraer a una pareja, para avisar de la presencia de un predador, o para cualquier otro fin, pero esas señales no pueden desdoblarse y reflexionar sobre sí mismas. “El signo de un vaso de agua no es sencillamente el signo que reclama un vaso de agua, es el vaso de agua”, dice McCarthy. Hasta donde se conoce, la comunicación de los animales no tiene sustantivos ni verbos, porque no puede igualar un sonido a un concepto, sino a una voluntad dentro de una situación.
Esta atrevida afirmación de McCarthy puede generar otros contraargumentos. Según mi propia experiencia, he visto que perros y gatos parecen entender la comunicación humana. Hay palabras y frases ante las cuales reaccionan con inteligencia: saben con claridad cuándo se les indica entrar a una habitación, salir al patio, cuándo van a comer, cuándo son invitados a jugar. Incluso reconocen sus nombres o los de personas a su alrededor. Pero creo que no los entienden como los entendemos nosotros. Los entienden como señales situacionales. Su propio nombre, ejemplo, como lo que en nuestra gramática sería un vocativo. No como un concepto independiente y articulable. Los cuervos saben contar, pero no creo que sepan sumar o restar: ahí está el asunto. En que la suma y la resta reposan en una identidad, que en la convención matemática está representada por un signo de igual (=). Y es esa posibilidad de la identidad entre una cosa y otra, según McCarthy, lo que diferencia al lenguaje humano de otra comunicación animal. Que podemos afirmar que “El perro es blanco” (lo cual equivale a que el color blanco está en el perro), o que “El perro es un mamífero” (lo cual equivale a que el perro pertenece a los mamíferos).
Tuve hace años una etapa en la que me interesé por la lingüística (que trágicamente no coincidió, por cierto, con la etapa en la que recibía materias de lingüística en la Universidad de La Habana). Recuerdo que una de las conclusiones más relevantes que me quedaron de aquellas lecturas autodidactas era la de que el verbo copulativo está contenido en todas las oraciones verbales. Afirmar “Los delfines nadan” es de algún modo afirmar que los delfines “son nadadores”. Todo verbo no copulativo ha engullido una cualidad o cosa externa. Y si no siempre es evidente (si no siempre puede ser “traducido” en una forma nominal gramaticalmente correcta) es por las irregularidades implícitas en la evolución de las lenguas. También es cierto que no todas las lenguas poseen un verbo copulativo como ser o estar, pero las que no lo tienen forman las oraciones nominales por yuxtaposición (o usando otras herramientas gramaticales). Las excepciones en vez de desmentir confirman de algún modo la regla: el verbo copulativo está tan presente en una afirmación que puede sencillamente no mencionarse. Incluso en español podemos afirmar cosas como “De tal palo, tal astilla” sin necesidad de poner el verbo copulativo. Pero las variantes de identidad que sugieren los verbos copulativos están en todas las afirmaciones: explícitas, engullidas por el verbo, o en elipsis. ¿Y por qué esto es tan importante? Pues porque es la identidad la que permite al lenguaje humano explicarse a sí mismo, y por tanto reproducirse (como un parásito, diría McCarthy). La inmensa variedad de palabras que utilizamos a diario no sería posible de no existir la identidad: “Esto es eso, que a su vez no es aquello”. En algún punto de nuestra infancia las palabras empiezan a multiplicarse entre ellas, ya sin necesidad de mirar siquiera el mundo, más que de forma indirecta.
Según McCarthy, el lenguaje empezó a crecer en las áreas del cerebro que estaban “menos ocupadas”. El cerebro sufrió la llegada del intruso. El intruso no satisfacía ninguna necesidad biológica en particular, pero al parecer los seres humanos cuyos genes habían mutado para darle más espacio tenían más posibilidades de dejar descendencia que aquellos que no. Una de las ideas más afiladas del ensayo de McCarthy es que aquellos que trabajan en nuestro tiempo en inteligencias artificiales no parecen entender la naturaleza parasitaria del lenguaje y el rechazo o desconfianza que el inconsciente (donde radica la mayor parte de lo que podría llamarse la “inteligencia”) siente por él (y la prueba definitiva está en lo que sucede cuando lo dejamos en libertad, lo que sucede en los sueños). Lo último que debería aprender una inteligencia artificial debería ser el lenguaje humano. La primera computadora en verdad inteligente, creo, será la computadora que pueda soñar sin lenguaje, frase que puede simplificarse a la primera computadora que pueda soñar. Mientras tanto, Chat GPT está demasiado ocupado procesando cientos de millones de textos y elaborando las respuestas más estadísticamente probables (probables significa seguras, pero también mediocres) a tareas escalares.
Un texto que podría dialogar muy bien con el ensayo de McCarthy sería el libro The Origins Of Meaning, de James R. Hurford. En el cuarto capítulo de la primera parte (“Animals form proto-propositions”) se establece que tanto seres humanos como otros animales poseen un mecanismo en la consciencia estrechamente ligado a los sentidos, llamado atención global y atención local. En una situación dada, al parecer, los seres humanos y otros animales interpretan los estímulos sensoriales simultáneamente prestando atención al conjunto y hasta cuatro objetos independientes (según Hurford, cuatro es el “número mágico”, podemos contar simultáneamente, lo que se conoce como subitizar, de uno a cuatro objetos, pero no más: si hay cinco objetos tenemos que sumar cuatro y uno, o tres y dos, he hecho la prueba y creo que tiene razón). Según Hurford, muchos animales tienen un proto-pensamiento que consiste en la relación de objetos de atención local subordinados a una lógica de atención global. Los animales categorizarían los objetos según su memoria semántica y serían capaces de interpretar cuándo hay un peligro, quién es quién en una persecución, y demás. En esas relaciones entre objetos categorizables, según Hurford, estaría el germen de las proposiciones y del lenguaje. Mis conocimientos del tema son casi nulos, pero me pregunto cómo encaja eso con la hipótesis de McCarthy de que solo los seres humanos son capaces de establecer identidades. La cosa intermedia entre un objeto de atención local (un león, digamos, visto por una gacela) y una identidad luego apuntillada por una palabra o símbolo (“león”) es el concepto. ¿Tienen los animales conceptos? El sentido común nos dice que algo parecido deben tener, para poder categorizar a los objetos de atención local, es decir, para saber que un león es un león. ¿Pero pueden significar un león? ¿Crear un signo que no sea una llamada de alerta porque hay un león, sino un concepto independiente apuntillado por un sonido, digamos, con el que elaborar una afirmación tipo “El león anda solo” o “El león anda con otro león”? Quizás haya una señal de que el león anda solo, o acompañado, pero sospecho que no un sonido independiente y articulable para el concepto “león”. No creo que después de un ataque una gacela chismosa le narre a otra que no estuvo lo que sucedió.
Algo parecido sucede con los niños pequeños. Sus primeras palabras siempre expresan un deseo. Si desean ir al baño aprenden la palabra correspondiente para ir al baño, pero para ellos esa palabra no es un concepto, sino una señal completa. Luego empiezan a conocer los nombres de las cosas. “Gato”, dicen cuando entra el gato a la habitación. Aquí se trata de una etapa intermedia. Lo que quieren decir es una señal, pero a la vez una afirmación: “Gato” significa para ellos algo así como “Ahí hay un gato”. Lo comunican porque quieren asegurarse de que todos en la habitación sepan que hay un gato (y probablemente, además, que fueron ellos los descubridores del gato). Pero con el tiempo estas señales situacionales (que no deben ser muy distintas de las que fabrican los animales) se hacen más enredadas. Los niños producen sonidos que intentan ser oraciones. Tienen su propia lengua, que quizás a los adultos cause gracia, pero que es un asunto extremadamente importante para ellos. Este paso, en el que empiezan a articular palabras independientes (que antes eran señales simples) en señales más complejas, es un verdadero misterio. No podemos entenderlos con claridad, ni podemos recordar cuando nos tocaba a nosotros elaborarlas.
Únicamente sabemos que cuando un niño ya puede usar el verbo copulativo (“ser” y “estar”) lo demás sale solo. Puede aprender que el gato es un mamífero, y quizás no sepa qué cosa es un mamífero, pero sabrá a partir de entonces que el gato es uno, sea lo que sea que signifique. Y aquí se empieza a dar un interesante giro cognitivo: al principio el niño tiene conceptos de cosas (objetos de atención local categorizables a partir de la memoria semántica) y aprende los signos, las palabras que apuntan a esas cosas (los signos con los que elaborar señales cada vez más complejas), pero después con mayor frecuencia aprende antes el signo (“mamífero”) que la cosa en sí. El mundo se empieza a ampliar no solo a su alrededor, con nuevas imágenes, sonidos, fenómenos, sino en su interior, con palabras que designan conceptos abstractos y confusos, que se irán esclareciendo (o no). El mundo y las palabras se bifurcan, y muy frecuentemente se encontrarán de nuevo, pero permanecerán como dimensiones separadas. El carácter convencional del lenguaje hace que como dentro de una misma lengua todo el mundo usa palabras parecidas los misterios y contradicciones de los signos se invisibilicen. Un niño puede preguntarle a otro si el delfín es un pez o un mamífero y el otro puede contestarle que es un mamífero, y el asunto quedará arreglado en apariencia, pero es perfectamente posible que no sepan qué es un pez o un mamífero. La verdad del mundo empieza a ser ante todo la verdad del lenguaje. Nos quedamos atrapados en el fetichismo del lenguaje que Wittgenstein entendió muy bien. Y quizás por esto McCarthy vea al lenguaje como un parásito intruso. Porque es algo con vida propia que se reproduce a través de nosotros, y que nos ocupa buena parte de la memoria y que a veces oculta más las cosas de lo que las desvela.
En los sueños aparecen palabras, pero no es frecuente. Cuando despierto, sé que interactué con otras personas, pero rara vez puedo recordar las palabras exactas que nos dijimos. Tal vez ni siquiera las hubo, no lo sé. Curiosamente, nunca me ha sucedido que haya soñado un texto, pero sé que a otros sí. Me pregunto cómo habrá sido la naturaleza de esa experiencia. Si habrán soñado con la sucesión de palabras, o si habrán soñado más bien con ideas, que al despertarse se traduzcan en palabras.
En cualquier caso, hay algo muy extraño que no toca McCarthy en su ensayo, a propósito de la desconfianza que siente el inconsciente por el lenguaje, y es nada más y nada menos que la poesía (o la literatura, en general). No puedo explicar con claridad cómo me ha surgido la idea de un poema o un relato, pero puedo asegurar que se parece bastante a la experiencia de un sueño despierto. La “cosa” se va construyendo sola. O no exactamente sola, sino con independencia de lo que podríamos llamar el “pensamiento verbal” (el pensamiento que se sostiene en palabras). Y es un poco paradójico que construyamos algo hecho de palabras sin utilizar las palabras. Pensemos en una figura retórica sencilla. En un relato que escribí hace mucho hay un personaje que se interna en una caverna, y ve colgando en las paredes y en el techo de la caverna lo que parecen ser unos “frutos malévolos” (murciélagos, desde luego). No sé cómo llegó a mí la frase “frutos malévolos”, pero sé que no fue mediante el lenguaje. Hubo algo que mi inconsciente encontró allí, y lo encontró sin usar lenguaje. De haber estado dormido, probablemente en mi sueño habrían aparecido unos frutos ennegrecidos y orejudos. Pero como estaba despierto, mi inconsciente tuvo que negociar de otra forma con mi consciencia. Es como si hubiera dicho: “A ver, no me estás entendiendo, voy a dar mi brazo a torcer y ponértelo en la forma en la que te gusta. Son unos frutos malévolos”.
Por eso tenemos poco o ningún control de nuestra creatividad poética. Sospecho, como McCarthy, que el inconsciente solo usa el lenguaje como último recurso, cuando ya se han agotado las demás opciones, y lo hace además de mala gana. No puedo ir ensamblando figuras retóricas al estilo de “frutos malévolos” en mis relatos cada vez que lo creo apropiado, y eso es frustrante. Quienes hayan escrito o intentado escribir alguna vez entenderán de lo que hablo. De hecho, quizás una de las señales de que un poema o un relato está mal escrito es cuando nos topamos con figuras retóricas que justo han sido “planificadas” por el pensamiento verbal. Como si el pensamiento verbal forzara al inconsciente: “Vamos, dame una metáfora”, y el inconsciente diera la espalda: “No quiero ser parte de esto, arréglatelas como puedas”. Cuando uno tiene cierta maña en el asunto sabe que en esos casos lo mejor es darse por vencido.
Es muy posible que la consciencia, que en principio solo tuvo que ocuparse del aquí y del ahora (el arbitraje y decodificación de los estímulos sensoriales) use las herramientas de la atención global y local a las que se refiere Hurford con los objetos fantasmas del mundo. Si nos abstraemos de nuestros estímulos sensoriales la consciencia seguirá buscando objetos que decodificar y procesar situacionalmente. Pero son objetos que, como aquellos percibidos a través de los estímulos sensoriales, no podemos controlar. No hay manera de controlar lo que estamos pensando. Un ejemplo de ello es que no podemos recordar a voluntad una cosa específica. Nuestra memoria no es una biblioteca de la que podamos agarrar un libro al azar. Hace falta una especie de hilo. Tendríamos siempre un libro abierto que nos llevaría a otro libro. De hecho, mientras escribo estas líneas está sucediendo. No podría haberme despertado, tomado un café, abierto mi laptop y escrito este párrafo de no haber escrito el anterior, o de no haber leído el ensayo de McCarthy, en primer lugar. Y es un poco lo divertido de escribir: que no estás seguro de a dónde te va a llevar el texto.
Leer funciona de otra manera. Un texto nuevo frente a nosotros es un objeto extraño, ajeno a la corriente de pensamiento que estábamos teniendo. Cuando leemos una metáfora, el inconsciente lidia con otro inconsciente a través de una pared de lenguaje en la que ninguno de los dos confía en primer lugar. Quizás por eso tantos textos literarios se nos hagan pesados de leer, porque el parásito, el gran intruso, no es bien recibido, y nuestro inconsciente sea cauteloso y mire con recelo esas raras formaciones que la consciencia lo obliga a mirar. Si encuentra algo de interés, el inconsciente se esforzará un poco. Si no, trabajará lo mínimo como para que las frases tengan algún sentido. Y a veces ni eso. A cada rato nos pasa que estamos leyendo un texto académico, burocrático o de cualquier otra índole, y caemos en cuenta de que nuestros ojos han estado pasando por encima de las líneas sin prestar verdadera atención a nada. Y para nuestra tortura debemos entonces regresar y leerlas de nuevo. Y si el inconsciente del lector está prestando atención justo ahora quizás sea porque este fenómeno le haya sucedido y piense: “Bueno, esto me ha pasado, veamos si este tipo tiene algo interesante que decir al respecto”.
El prólogo del Tractatus de Wittgenstein comienza con cierto desánimo, no desprovisto de sentido del humor: “Posiblemente sólo entienda este libro quien ya haya pensado alguna vez por sí mismo los pensamientos que en él se expresan o pensamientos parecidos”. Aquí está la otra gran pregunta. Si el gran intruso puede generar en un cerebro humano algo que ya no estuviera dentro de él, pero eso es tema para otro ensayo, o quizás para una novela o un poema (¿o no sería justo esa la pregunta que cada poema, novela o texto literario intenta responder?). Quizás ahora mismo yo esté intentando responderla.