Por Claudia Chaviano Gómez
A la altura de tercer año de mi carrera de artes, había dado con un método propio de interpretación de obras visuales. Algunas eran sencillas, un poco de estudio y una redacción impecable garantizaban como mínimo un aprobado alto. Sin embargo, otras piezas, las escurridizas, las que se resistían a lecturas incompletas o didácticas, apoyadas en un sistema de pistas y verdades, me resultaban en extremo difíciles.
Servando Cabrera es un artista cubano reconocido, con marcadas etapas dentro de su producción artística. Es muy fácil para un estudiante, como lo fue para mí, periodizarlas y comprenderlas en su relación con el contexto de renovación estética de los años 60 del pasado siglo. Sin embargo, una clase de arte cubano y los torsos desnudos de un Servando erótico, desafiaban la capacidad hermenéutica de un sujeto con una inexistente experiencia sensual.
Recuerdo haber mirado sus obras, esas, las eróticas, con inusual curiosidad, nunca una pintura me había fascinado tanto. Recuerdo, además, haber perdido la perspectiva del examen en ciernes con tal de perderme en el abismo de la experiencia estética. Confieso no ser una persona particularmente sensible. Las piezas de las que hablaba primero, aquellas de intervención intelectual, siempre me resultaron más sencillas, menos herméticas. Pero la verdadera carga de lo que se denomina el concepto de experiencia estética, no lo advertí, al menos conscientemente, hasta Servando.
Llegado el día de la prueba y frente a la extrañeza de obras que me seducían, pero no era capaz de comprender, hice lo de siempre, las reduje a la fórmula de los períodos y las fechas, de las veladuras que recordaban a Carlos Enríquez, de la sensualidad y las palabras con que Rufo o mi profesora se habían aproximado a él. Pero mi manía simplista o complejo controlador de lo inefable me pasó factura. Sufrí el suspenso y con él, el propio colapso de mi auto-percibida narrativa de niña aplicada, inmune a esos destinos.
Me recuperé, obviamente ha pasado mucho tiempo y ahora estoy graduada. Pero Servando marcó un punto de giro.
Tiempo después del revés del suspenso, tropecé con una exposición de las piezas eróticas de Servando. Muchas juntas en un mismo lugar. En una galería que, además, respondía a la antológica caja de zapatos y, por tanto, ponderaba la desconexión del sujeto con cualquier referente externo. Iba acompañada, pero me quedé sola. Mi actitud egoísta estaba justificada, necesitaba volver a experimentar el sobrecogimiento de tiempo atrás. Mi situación era la misma, la asignatura ya había pasado, pero la sensualidad seguía siendo territorio inexplorado.
Y casi lo logro, casi regreso en el tiempo, pero la ausencia de la pieza mayor, el homenaje servantiano a la soledad, me sustrajo del ensimismamiento, y la extrañé tanto que tuve que marcharme. Solo en ese momento reparé en la palabra soledad. Volví atrás, a releer los textos estudiados en busca de señas de su aislamiento. Los que trataban de Servando propiamente me ofrecieron menos pistas, pero el mea culpa de Raúl Martínez cargó de tormentos la palabra soledad. Una vez más había caído en reduccionismos peligrosos, en la circunscripción de la experiencia solitaria de un Servando a una épica revolucionaria incompatible con la otredad, con la alteridad sexual.
A Rufo le resultaba curioso “que el apareamiento de los torsos no se realice como enarbolamiento de la diferencia, sino con la misma libertad de un paisaje que no sabe de límites.” Yo no entendía la pieza, ni el paisaje, ni a su soledad. ¿Cómo podía un ser humano encontrarse solo en el momento de la cópula? En ese momento glorioso en el que el monstruo favorito de los románticos, ese de dos cabezas, hacía su aparición. No lo podía entender entonces. Ahora, por desgracia, sí comprendo.
En “Homenaje a la soledad”, los nostálgicos azules dominan fondo y figura, violados sólo por hilillos rojizos, posible costo de la unión. Parecen torsos, senos o incluso codos, amorfa amalgama de trozos humanos. Sin embargo, la voluntad homogeneizadora es tal que adquiere la fuerza de un puño, de nudillos contraídos en un gesto de amarre tan infinito como doloroso, que antecede a un desenlace no feliz.
El sexo en sí mismo es un acto violento. La necesidad de fundirse con el otro, la penetración, el intercambio, la exacerbación del deseo son desencadenantes de la impulsividad y la rabia. Sin embargo, la comunión sexual es finita, y una vez alcanzado el éxtasis, los cuerpos retoman su consabida individualidad. La consciencia de la momentaneidad de esta asociación, lo efímero de esa sublime conexión resulta, cuanto menos, decepcionante. Quizás por ello lo besos de Servando diluyen los rostros que lo componen en una sonrisa compartida. Quizás la testaruda repetición de la misma parte del cuerpo de uno y otro amante se aferre a esa conexión aun violenta pero gloriosa, de quien se rehúsa a regresar a esa solitaria individualidad.
Dicen que el alma se comunica a través del cuerpo y que éste trasciende su culposa vulgaridad solo cuando lo sublime, el amor, justifica el intercambio de fluidos. Esta ecuación no es menos desconcertante. En la vida posmoderna, hija del nihilismo y el vicio, el cuerpo ha retomado su militancia, no en la forma de un ello invasor a doblegar, sino en su mera subordinación al placer del individuo. Objetualizado finalmente, el cuerpo deviene territorio a conquistar, declaración personal de ordenanzas o burla de tabúes. Sin embargo, la cínica demostración de poderío, el cuerpo subordinado a la estrategia consciente del ser que se sabe completo, pero no se experimenta tal cual, lo devuelve a un estadio victorioso, sí, pero solitario. Al final, en habitaciones anónimas, con gente desconocida, solo se puede conversar con uno mismo.
Entonces comprendo la violencia sublimada de los torsos servantianos, los dos seres que batallan entre sí, pero sobre todo con ellos mismos, en la búsqueda de una victoria personal que se traduce en un paliativo momentáneo, escape fugaz y vulgar de la soledad. Pero la lírica, la sensualidad de las partes hechas un todo, el paisaje humano, los fácticos referentes colorísticos de la hierba y el cielo no simbolizan para mí la comunión, aun violenta, sino la desesperación por un abstracto vínculo que excede al de los cuerpos, pero al que creemos acceder solo a partir de estos. La abstracción de una emoción devenida acto, vulgar e inocente simulacro del amor.
Sin embargo, no solo en la protección del anonimato acecha la soledad, pues no solo a lugares sombríos acuden las miserias humanas. Allí donde el amor triunfó, aquellos con una justificación ancestral para sucumbir a los sentidos, en esos actos tan “inmorales” como humanos, no debieran experimentar silencios, inseguridades o temores. La realidad es otra. Las dos mitades nunca podrán conformar un todo homogéneo. Nunca fueron mitades. No están incompletas, pero aun así se necesitan una a otra. Hermosa declaración de un amor desinteresado, que no busca lo que le falta, sino que comparte lo que posee. En efecto, hermosa declaración, hasta que las necesidades cambian y los individuos mutan. Kundera tenía razón, es insoportable la levedad del ser.
Regresa entonces a mi mente el paisaje servantiano, la infinidad del azul cielo, de las tierras fértiles, del horizonte y la posibilidad, enfrentado al caos de lo momentáneo. La legendaria lucha de los por siempre contrapuestos: límite/infinidad, cuerpo/alma, praxis/teoría. Y el rojo, herida de un sujeto idealista que a fuerza de voluntad ha querido encajar ambos destinos y lucha, aunque se sabe derrotado. O peor, del que se aprovecha de la momentánea vindicación del infinito, pero duda de su capacidad para sostenerlo; el que pasado el éxtasis regresa a una comprensión racionalizada y coherente que lo serena y atormenta en igual medida. Hay algo consolador en la existencia infinita de posibilidades, así como algo absolutamente desconcertante en la elección de un camino recto.
Ahora comprendo a Servando, he experimentado la soledad y el desasosiego posterior al trance. Aquella incómoda sensación de vulnerabilidad o de reencuentro con la vergüenza, cuando sólo momentos antes todo había quedado develado, ya fuera en sublime declaración o vulgar constancia de principios. El asunto no es exclusivo de los cuerpos, aunque en ellos radique la poesía del placer y de lo humano. La soledad requiere de homenajes.