Por Carlos Ávila Villamar
Sobre el viaje que Adolfo Castañón comenzó en junio de 1973 y terminó en abril de 1974 he encontrado pocas líneas entre las entrevistas que se le han hecho, lo cual resulta sorprendente. En nuestra correspondencia lo mencionó hace tiempo de manera casi tangencial: me habló de las jornadas “arando o más bien barbechando campos de algodón” en un kibbutz de Israel. También me contó entonces que se había hecho amigo de unos holandeses, que los fines de semana iba a Jerusalén o a Tel Aviv, que visitó Eilat (donde había un frente de guerra), y que para llegar hasta allá atravesó el desierto, y conoció de pasada el mercado de Beersheva, “que se remonta a tiempos bíblicos”. Aquello formó parte de un descubrimiento íntimo de la civilización. Se me ocurrió una entrevista poco convencional. En vez de emular otras excelentes que se le han hecho, de carácter extensivo, trata de concentrarse a un momento específico y poco tratado de su biografía. Intenté empezar el texto con alguna información ceremoniosa, convencional en estos casos: libros publicados (La batalla perdurable, La gruta tiene dos entradas…) y premios (el Alfonso Reyes, el Premio Nacional de Literatura de México…), pero me parece más útil decir que lo conocí porque tuvo la amabilidad de asesorar mi tesis de licenciatura, decir que he disfrutado sus ensayos alfonsinos, transversales y eruditos, pero también sus mortíferos epigramas y sus poemas, y decir que ha alimentado mis esperanzas por la supervivencia del género epistolar, que él practica magistralmente. Encuentro más útil además decir que está siempre pendiente de la memoria de los objetos (guarda muchos, con historias asombrosas) y que practica un singular deporte extremo consistente en subvertir el orden de las bibliotecas y las librerías colocando en los estantes volúmenes inesperados cada vez que tiene la oportunidad. Finalmente, quiero explicar otra decisión: he borrado mis preguntas. Creo que le sumaban muy poco a la entrevista, y le restaban mucho.
Un gran viaje (le grand tour, como diria Byron) rondaba mi mente desde hacía años. En 1971 salí de mi casa a pie hacia Cuautla, pasando además por Tepoztlán y Yautpec. Con un amigo atravesé la montaña. Dormimos en la cumbre del cerro del Tepozteco, en los portales de las iglesias, a la orilla del rio. Regresamos después de casi una semana. Yo quería salir…
La idea de ir a Europa fue alimentada por los consejos de un chileno compatriota de Roberto Bolaño –Nelson Oxman–, quien me dijo que en Israel, en el golfo de Eilat, había trabajo para quienes quisieran y que se pagaban 500 dólares diarios. Pensé que si llegaba me haría rico y luego me podría dedicar a escribir. Paralelamente, hice un primer libro abominable para una editorial comercial. Era sobre un personaje de la mafia italiana. Lo firmé con seudónimo. Me lo pagaron bien. Con el producto de ese pago fui a una agencia de viajes y compré un boleto de ida –sólo de ida– a Europa, en la línea más barata, que era KLM. El vuelo aterrizaría en Bruselas. Llegué a la casa de mis padres con el boleto en la mano, les dije que me iría en tres semanas. Fue una conmoción, pero no pudieron o quisieron hacer nada, pues yo era mayor de edad. Me dieron 500 dólares pensando que me los gastaría muy pronto y que regresaría. A esos 500 yo añadí otros 500 de mis ahorros y con esos mil dólares sobreviví desde junio de 1973 hasta abril de 1974 en Europa.
Dormí en las calles y en los parques, en los trenes y en los albergues de la juventud. Aprendí a hacerme simpático y a dejar que me adoptaran Nunca robé ni vendí mi sangre. Mi plan era conocer Europa, y tenía fantasías secretas: sentarme en las gradas del Coliseo en Roma –lo hice–, conocer Olimpia –lo hice–, abrazar una de las columnas del Partenón en la Acrópolis –lo hice–, tocar el Muro de las Lamentaciones –lo hice–, visitar Notre Dame de París y conocer esa ciudad a la que luego volvería muchas veces.
Había leído la Historia de la Civilización Griega de Burckhardt, pero yo quería estar en Grecia. De niño me había fascinado la biografía de Heinrich Schliemann, que había descubierto Troya guiado por la Ilíada. No pude llegar a Creta, pero al regreso de Israel y de Turquía pasé por Esmirna y conocí Pompeya. Movido por una credulidad menos que infantil, casi diría yo prenatal, quise convencerme de que Europa existía… No sé si se podría repetir ahora mismo esa experiencia.
Los sitios se eligieron de algún modo solos, aunque desde el principio tenía claro que no podía dejar de pasar por París, Roma, Atenas, Jerusalén. Y en Israel yo quería ir hasta el puerto de Eilat a trabajar como albañil.
Al llegar a Israel, los soldados se rieron de mí. Me dijeron que era yo demasiado enclenque como para resistir las jornadas de trabajo allá con más de treinta grados de sol. Y me dieron dos opciones: o bien iba a trabajar en un kibbutz –me preguntaron si sabía manejar– o bien regresaba a Roma en el próximo avión. Decidí ir al kibbutz, y al llegar a Hulda –así se llamaba esa granja algodonera próxima al aeropuerto militar de Rehovot– me di cuenta de que la pregunta de si sabía yo manejar se había dado en función de mis aptitudes para conducir un tractor. Trabajé entonces ahí durante más de tres meses en horarios de 4×12, o sea, o bien de 4:00 am a 12:00 pm, o bien de 12:00 pm a 8:00 pm, o bien de 8:00 pm a 4:00 am. La producción nunca se detenía. En octubre de 1973 estalló la guerra de Yom Kippur, y mis padres asustados pidieron al gobierno mexicano que el agregado militar me rescatara de ese “servicio militar” honorario que yo había ido a cumplir por allá sin ser judío, y que era para mí como una temporada de vacaciones.
Llevaba yo en ese viaje los libros de Pierre Klossowski, El baño de Diana, los libros de Burckhardt y los libros que fui comprando en el camino: La tumba sin sosiego, de Cyril Connolly, Los cuadernos de Malte Lauridds Brigge, Manhattan transfer, de John Dos Passos, y una antología de poesía española del Siglo de Oro.
Escribí en aquellos días un diario que no creo que sea de interés, pues se trataba de un diario de lecturas. En Israel se habla hebreo e inglés, pero hay tantos judíos sefarditas que no me resultó difícil comunicarme en español.
El itinerario del viaje fue México, Bruselas, París, Troyes, Hyeres, Niza, Génova. Roma, Brindisi, Patras, Olimpia, Argos, Atenas, Tel Aviv, Hulda, Jerusalén, Eilat, Jerusalén, Tel Aviv, Estambul, Esmirna, Nápoles, Marsella, Montilivault, Loire, París, Montpellier, Barcelona, Alicante, París, Montlivault, París, México. El tramo griego lo hice casi todo a pie. El viaje de Estambul a Marsella, en barco. Los demás tramos fueron en tren o en avión. Cuando regresé a Israel en 1995, en un viaje auspiciado por el FCE, la policía de seguridad israelí tenía memoria y registro puntual de mi paso por allá. También mi cuerpo: guardaba en mi mente un cierto rincón encantado en Jerusalén, que busqué racionalmente en vano. Luego, derrotado, me dejé llevar como un sonámbulo y di con aquel rincón, que tenía un muro, un pozo y una higuera.