Por Carlos Ávila Villamar
Hace unos meses Acantilado sacó la primera traducción al español de ¿Este es Kafka?. El libro de Reiner Stach reúne noventa y nueve anécdotas poco conocidas de Kafka, que tratan de alejarse del lugar común del escritor reclusivo, asexuado, atormentado por pesadillas. Expande y complejiza el símbolo valiéndose únicamente del recurso de la selección extravagante de sucesos reales. Reiner Stach insiste en que la mayoría de los testimonios señalan a Kafka como un hombre amigable, y toca una dimensión que a la larga me ha resultado fascinante: el humor kafkiano.
Además de poseer un buen sentido del humor, Kafka se ponía involuntariamente a sí mismo en situaciones risibles (un segmento del libro se dedica a las anécdotas del slapstick, género del cine silente que él adoraba). Le escribe a a Milena Jesenská en 1920 que tres hermanas pequeñas lo han intentado arrojar al río cada vez que han tenido la oportunidad (nada más y nada menos que diez veces), mientras trataba de curarse de la tuberculosis. Un niño pequeño no se deja disuadir por los intentos fallidos, porque no tiene memoria y no es capaz de recordarlos, observa. Era el escritor que podía quedar absolutamente aterrorizado por la presencia de un ratón en su cuarto. Según escribe a Max Brod, localizar en la oscuridad del cuarto el ratón del que provienen los chillidos ha de constituir más que nada un ejercicio de psicoanálisis. El gato que ha traído como protección se rehúsa a cazar, da la impresión que se ha pasado de bando, y que ahora son dos contra uno. Kafka le tenía miedo a los teléfonos, a las vacunas y a los médicos (en sus últimos años a las dolencias físicas se sumó la humillación personal de tener que entregarse a sus eternos enemigos de batas blancas). Creyó tener una idea de un millón de dólares al imaginar un detallado sistema de turismo barato por las capitales europeas. Intentó fundar un grupo de homeopatía y escribió una especie de reglamento (que defendía la abolición de la propiedad privada) para los asentamientos judíos en Palestina. Practicaba metódicamente (quince minutos al día) la rutina de ejercicios físicos de Jørgen Peter Müller y animaba a los otros a seguir su ejemplo.
Llegamos a la verdadera interrogante que motiva estas líneas. Hay páginas de Kafka que no he leído (mi falta más notable es no haber leído América). No entiendo por qué no lo he hecho. ¿Será acaso que una parte de mi cree que solo voy a encontrar más de lo mismo? ¿Por qué he leído las trescientas páginas de anécdotas de Kafka que ha preparado Reiner Stach teniendo trescientas páginas vírgenes (o más) de una novela de Kafka? La respuesta a la pregunta (asumiendo que haya una respuesta definitiva) tiene menos que ver con el escritor checo que conmigo, con mi propio carácter. Pero también es probable que muchos lectores de ¿Este es Kafka? hayan hecho una elección tan curiosa como la mía (trescientas páginas de anécdotas del escritor antes que trescientas páginas vírgenes de ese mismo escritor, sin las cuales de hecho quizás no se entiendan a cabalidad todas las anécdotas, lo cual lo hace todavía más absurdo). La elección colectiva puede constituir un asunto más serio de lo que parece, y aunque puede tratar de explicarse con hipótesis morbosamente crueles y pesimistas, tales como que resulta más fácil leer una anécdota biográfica en nuestro tiempo libre que el capítulo de una las obras literarias más celebradas del siglo veinte, o que resulta más conveniente, porque hablar sobre el libro de Reiner Stach nos hace ver como expertos kafkianos, o como lectores actualizados, aunque estas hipótesis sean razonables, sospecho que hay algo más, sospecho que Kafka en específico nos inspira una curiosidad de orden casi sagrado (semejante a la que inspiran las figuras de David Foster Wallace o J. D. Salinger), que persiste gracias a la suposición secreta de que todo lo que Kafka hizo (como todo lo que David Foster Wallace hizo, o todo lo que Salinger hizo) resulta tan importante como su escritura, la suposición de que sus vidas fueron las vidas de profetas. Es una sensación que no tengo con otros escritores, cuyas obras valoro infinitamente, tales como Jorge Luis Borges o Cormac McCarthy, me da la impresión que todo lo que tenían que decir ya se encuentra en sus obras (no por esto “lo que tenían que decir” resulta menos inagotable, queda claro), en cambio presiento (no sé por qué) que Kafka escribía también mientras vivía, que la vida de Kafka fue de algún modo tan minuciosamente significativa como sus textos.
Una vez más, se pueden plantear múltiples hipótesis decepcionantes: que Kafka, David Foster Wallace y J. D. Salinger dejaron obras narrativas incompletas, a diferencia de Borges o de Cormac McCarthy, y por ello tratamos de completarlas recurriendo a sus biografías, que las voces de los primeros nos suelen producir una lástima especial, un patetismo que solemos relacionar con hechos biográficos, y por último, también vale la pena considerar la hipótesis más realista (y mezquina), que los primeros llevaron vidas más “interesantes” que las de los segundos. Y una vez más, sin descartar por completo estas hipótesis, pondré sobre la mesa una alternativa: en Kafka se esconde un modelo moral. Por eso parece un profeta, como David Foster Wallace o J. D. Salinger. Hace unos días apenas hablaba con Carlos Jaime Jiménez acerca de Todas las historias de amor son historias de fantasmas (la entrañable biografía de David Foster Wallace que compuso D. T. Max, de la que también he querido escribir), sobre cómo Foster Wallace estaba desesperado por brindar una salida humanista al cinismo que veía en todas partes. Carlos Jaime Jiménez me hizo notar que los críticos de David Foster Wallace llegaron a tildar de “autoayuda” lo que él trataba de escribir, sin entender cuál constituía el verdadero propósito (da igual si lo cumplió o no) de sus textos. El trasfondo moral es lo que explica, según mi parecer, que creamos que fuera de los textos puede hallarse algo más, es lo que explica que veamos a Kafka, a David Foster Wallace y a J. D. Salinger como profetas, y lo que explica que hagamos algo tan absurdo como leer trescientas páginas de anécdotas biográficas antes de leer trescientas páginas vírgenes de esos autores. Al punto al que quiero llegar es que ¿Este es Kafka? posee el mérito de cuestionar cualquier facilismo que pueda ofrecer la biografía y la obra de Kafka como modelo moral.
Puede reconfortarnos pensar en la engañosa idea de Kafka como el autor desconocido en vida que luego pasó a la posteridad literaria (no fue tan desconocido como suele creerse), puede engañosamente reconfortarnos pensar en Kafka como un individuo sin gracia que convirtió su falta de gracia en un arte (no se puede entender su arte sin entender su agudo y extraño sentido del humor), puede engañosamente reconfortarnos pensar en Kafka como la perfecta expresión del odio hacia el padre (pero Kafka en sus últimos días recordaba las tardes de su juventud en las que tomaba cerveza con el padre). ¿Este es Kafka?, como toda buena biografía, nos previene de autocomplacencias y simplificaciones, y nos obliga en última instancia a replantearnos cuestiones morales. Al mostrarnos la risa de Kafka, nos muestra las múltiples dimensiones de su inteligencia y de su sensibilidad. Hay un capítulo del libro que trata la enemistad entre Kafka y el que fue una vez uno de sus amigos cercanos, el escritor Ernst Weiss. Al parecer la enemistad fue desencadenada porque Kafka prometió hacer una reseña a una novela de Weiss, promesa que nunca cumplió. Weiss, resentido y con el ego dañado, se alejó de manera paulatina, y después de la muerte de Kafka se dedicó a divulgar que el difunto era un canalla autista. La cuestión entre los escritores posteriores acerca de quién es Franz Kafka y quién es Max Brod (quién es el genio y quién es el amigo oculto que hace posible la fama del genio) carece de sentido, ya que la mayoría de nosotros no es Franz Kafka, ni siquiera Max Brod. La mayoría, al menos en nuestros peores momentos, estamos destinados a hacer el papel de Ernst Weiss. No debemos pensar en secreto: “Soy Franz Kafka”, o “Soy David Foster Wallace”, o “Soy J. D. Salinger”, ya que la mayoría de nosotros está destinada a ser (con mucha suerte) un personaje secundario en la biografía de otro escritor.
En 1908 Kafka le confiesa en una carta a Max Brod que se sintió solo y fue a ver a una prostituta. Resultaba según Kafka demasiado vieja para ser melancólica. La prostituta se quejó de que los hombres no fueran tan dulces con las prostitutas como lo eran con sus amantes. Él no trató de consolarla, porque según él, a fin de cuentas ella tampoco había hecho el intento de consolarlo. La falta de empatía de Kafka tiene algo de tristeza, y la imagen de ambos en la cama, insatisfechos, de comedia. Lo importante de la anécdota no es cuánto nos identificamos con Kafka, cuánto podemos ver de nuestras propias experiencias en la suya. Depositar el peso simbólico de la disfuncionalidad sexual de la humanidad en una persona me parece un abuso evidente. Lo importante está en la lógica a través de la cual Kafka le contó lo sucedido a Max Brod, la riqueza de su tono. ¿No es perezoso querer identificarnos siempre con el protagonista y punto? ¿No es perezoso identificarnos con el Kafka que rehúye del sexo? ¿No es perezoso identificarnos con el Kafka que odia al padre? Si un lector ya odia a su padre de antemano, los textos de Kafka no habrán alterado sus convicciones. Si un lector ya siente miedo, los textos de Kafka no serán más terribles, o más detallados, o más profundos que ese miedo previo. ¿Para qué molestarnos en leer en tal caso? Una situación como la de la prostituta puede ser sencillamente triste para cualquiera que la experimente, pero si después se lee la carta de Kafka (si se lee con atención), además de triste será un poco cómica, de forma inevitable. La lectura de la carta de Kafka habrá hecho que se entienda de un nuevo modo la memoria que ya existe. No se trata de cuánto de nosotros ponemos en Kafka mientras lo leemos, sino cuánto de Kafka se suma a nosotros después.
Pienso ahora (mientras escribo estas líneas) en ese texto de David Foster Wallace que aparece en Entrevistas breves con hombres repulsivos, cuyo título exacto no recuerdo, pero que en definitiva viene a ser una “carta al hijo”, derivada de la carta de Kafka a su padre, una carta desoladora que trata de mostrar la otra cara, la del padre que descubre con espanto que detesta a su hijo, que no puede proseguir la farsa, que detesta la avaricia y la ingratitud de su hijo, su indolencia, su frialdad, su manipuladora forma de comportarse con la madre (que en cambio se lo perdona todo), su suposición de que cuanta cosa hay en el mundo le pertenece. Se trata según creo de uno de los textos más oscuros de David Foster Wallace, y en cuanto lo leí, pensé en lo fácil que podría resultar una lectura equivocada, leerlo imaginando que aquella persona capaz de imaginar detalles tan específicos y miserables de la relación entre un padre y un hijo tenía que haber sentido como padre al menos una parte de ese desprecio secreto, pensé en lo fácil que podría resultar para un lector acostumbrado a leer una narración identificándose con el protagonista juzgar al escritor David Foster Wallace, sospechosamente experto en el tema. Si se presta atención, no obstante, no cuesta demasiado intuir que si alguien es David Foster Wallace en la ecuación, en todo caso es el hijo. Lo interesante del desdoblamiento yace en que el escritor emprende una autocrítica brutal usando la voz de alguien cercano, de alguien que lo ha visto comportándose en privado. Ni el más cruel de los críticos sería capaz de destruir a un autor con la misma efectividad que su padre, en el caso de que se lo propusiera, y sin necesitar la más mínima capacitación en cuestiones literarias (mi teoría sobre el texto de David Foster Wallace me fue prácticamente confirmada después de leer Todas las historias de amor son historias de fantasmas). De igual manera, Franny y Zooey, acusada durante años de ser una novela narcisista, probablemente sea aquella dentro de la cual J. D. Salinger haga más trizas de sí mismo. Si uno como lector desea husmear entonces en las biografías de sus ídolos, debe procurar algo más que una mera confirmación de sus prejuicios. Reiner Stach, que además es autor de una biografía completa de Kafka en tres volúmenes (que no he leído), al parecer hizo esta especie de versión ligera para despertar la curiosidad del público prejuiciado por esa primera imagen de Kafka que conoció el mundo, la imagen del escritor enfermo que se esbozó en su nota fúnebre.
La nota fúnebre fue escrita por la misma Milena Jesenská. Dice sin titubeos que ha muerto un escritor inconmensurable, y resulta comprensible que en la nota se refiera a la última y dolorosa imagen que le quedó de él, la imagen que le procuraría a la larga la fama: un hombre encerrado en sí mismo, destruido, débil. Lentamente, gracias a la labor de Max Brod, el público se interesó por los textos que había escrito aquel hombre agonizante, y los interpretó según le convino: como parábolas religiosas, como denuncias al sistema social, o como relatos fantásticos. Se había creado un mito, que fluyó en paralelo a los horrores de la guerra. Milena Jesenská murió en un campo de concentración. Una anécdota que Kafka le contó a la misma en una de sus cartas abre el libro de Reiner Stach. Cuando era niño, su madre le había dado una moneda como regalo. A Kafka la moneda le había parecido una suma asombrosa, y puesto que había decidido darla a una indigente, resolvió que más correcto resultaba fragmentarla en monedas de menor valor, e írselas dando de una en una, fingiendo ser diferentes transeúntes, incluso si para ello debía dar vueltas en un inmenso círculo por la ciudad. La noción de lo correcto que está alegremente proponiendo (mientras invita a Milena a caminar juntos y a repetir la anécdota) parece pertenecer a un código individual de conducta que se confunde con un código estético.
Una parte inesperada del libro compara las múltiples y contradictorias descripciones que nos quedan de los ojos de Kafka. Cuatro personas los describen como negros, cuatro como grises, tres como azules y tres como marrones (Reiner Stach utiliza un simpático sistema de “votos”). El pasaporte de Kafka parece ofrecer una solución “diplomática” al enigma: gris oscuro con matices azules.