Por Louise Glück
Traducción Lenna Escobar
Canícula
En noches como esta solíamos nadar en la presa, los chicos inventaban juegos que requerían arrancarles la ropa a las chicas y las chicas cooperaban, porque tenían nuevos cuerpos desde el verano pasado y querían exhibirlos, los valientes saltaban de las rocas altas, los cuerpos llenando el agua. Las noches eran húmedas, serenas. La piedra estaba fría y mojada, mármol para cementerios, para edificios que nunca vimos, edificios en ciudades lejanas. En las noches nubladas, estabas ciego. En esas noches las rocas eran peligrosas, pero de otra forma todo era peligroso, eso era lo que buscábamos. El verano inició. Los chicos y las chicas comenzaron a emparejarse pero siempre quedaban unos pocos al final. A veces vigilaban, a veces pretendían que se marchaban unos con otros como el resto, ¿pero qué podían hacer ahí, en el bosque? Nadie quería ser ellos. Pero ellos aparecían de todos modos, como si alguna noche su suerte fuera a cambiar, el destino sería un destino diferente. En el inicio y en el final, sin embargo, estábamos todos juntos. Después de los deberes nocturnos, después de que los niños más pequeños estuvieran en la cama, éramos libres. Nadie decía nada, pero sabíamos las noches en que nos veríamos y las noches en que no. Una o dos veces, al final del verano, podíamos ver que un bebé saldría de todos esos besos. Y para esos dos, era terrible, tan terrible como estar solo. El juego había terminado. Nos sentaríamos en las rocas a fumar cigarros, preocupándonos por aquellos que no estaban allí. Y luego finalmente caminar a casa atravesando los campos, porque siempre había trabajo al día siguiente. Y al día siguiente, éramos niños de nuevo, sentados en los escalones de la entrada en la mañana, comiendo un melocotón. Solo eso, pero parecía un honor tener una boca. Y después ir a trabajar, que significaba ayudar en los campos. Uno de los chicos trabajaba para una anciana, construyendo estantes. La casa era muy antigua, quizás creada cuando la montaña fue creada. Y luego el día se desvanecía. Estábamos soñando, esperando la noche. Parados en la puerta delantera al anochecer, viendo las sombras extenderse. Y una voz en la cocina estaba siempre quejándose sobre el calor, deseando que el calor se disipara. Entonces el calor se iba, la noche estaba clara. Y pensabas sobre el chico o la chica con quien te verías más tarde. Pensabas en adentrarte en el bosque y recostarte, practicando todas esas cosas que aprendías en el agua. Y aunque a veces no podías ver a esa persona con quien estabas, no había substituto para esa persona. La noche de verano resplandecía, en los campos, las luciérnagas brillaban. Para aquellos que comprendían tales cosas, las estrellas enviaban mensajes: Dejarás la villa donde naciste Y en otro país te harás muy rico, muy poderoso, Pero siempre lamentarás algo que dejaste detrás, aunque no consigas decir qué fue, Y eventualmente retornarás a buscarlo.
Midsummer
On nights like this we used to swim in the quarry, the boys making up games requiring them to tear off the girls’ clothes and the girls cooperating, because they had new bodies since last summer and they wanted to exhibit them, the brave ones leaping off the high rocks — bodies crowding the water. The nights were humid, still. The stone was cool and wet, marble for graveyards, for buildings that we never saw, buildings in cities far away. On cloudy nights, you were blind. Those nights the rocks were dangerous, but in another way it was all dangerous, that was what we were after. The summer started. Then the boys and girls began to pair off but always there were a few left at the end — sometimes they’d keep watch, sometimes they’d pretend to go off with each other like the rest, but what could they do there, in the woods? No one wanted to be them. But they’d show up anyway, as though some night their luck would change, fate would be a different fate. At the beginning and at the end, though, we were all together. After the evening chores, after the smaller children were in bed, then we were free. Nobody said anything, but we knew the nights we’d meet and the nights we wouldn’t. Once or twice, at the end of summer, we could see a baby was going to come out of all that kissing. And for those two, it was terrible, as terrible as being alone. The game was over. We’d sit on the rocks smoking cigarettes, worrying about the ones who weren’t there. And then finally walk home through the fields, because there was always work the next day. And the next day, we were kids again, sitting on the front steps in the morning, eating a peach. Just that, but it seemed an honor to have a mouth. And then going to work, which meant helping out in the fields. One boy worked for an old lady, building shelves. The house was very old, maybe built when the mountain was built. And then the day faded. We were dreaming, waiting for night. Standing at the front door at twilight, watching the shadows lengthen. And a voice in the kitchen was always complaining about the heat, wanting the heat to break. Then the heat broke, the night was clear. And you thought of the boy or girl you’d be meeting later. And you thought of walking into the woods and lying down, practicing all those things you were learning in the water. And though sometimes you couldn’t see the person you were with, there was no substitute for that person. The summer night glowed; in the field, fireflies were glinting. And for those who understood such things, the stars were sending messages: You will leave the village where you were born and in another country you’ll become very rich, very powerful, but always you will mourn something you left behind, even though you can’t say what it was, and eventually you will return to seek it.