Por Carlos Ávila Villamar
Encontré el poemario Ánima en una librería de Coyoacán. No es tan común encontrar libros de José Kozer. En su mayoría han sido publicados por editoriales pequeñas. Rara vez tienen reediciones. Suelen ser delgados, imprevistos. Cualquiera los pasa por alto. El título no suele reconocerse (daño colateral de la productividad kozeriana: tiene tantos poemarios que es inevitable perderlos de vista), pero Ánima fue una excepción. Me gusta pensar en la idea de que los libros de Kozer son infinitos y que si se camina lo suficiente entre los vendedores de alfombras y los puestos de artesanía se hallará bajo la sombra de las jacarandas el estante callejero que tenga otro título desconocido, pero esta vez reconocí la cubierta azul de la edición del Fondo de Cultura Económica, que puede ser un vitral o un piso árabe (no recuerdo exactamente dónde la había visto antes). Todos los poemas se titulan “Ánima” (costumbre de Kozer: seriar sus poemas y luego volverlos libros), salvo uno, el último (“Legado”), y no hay otro modo de distinguirlos que los primeros versos. Esto no hace más que acrecentar la sensación de lo inabarcable e indefinible. No soy un lector de poesía. Muchas veces he tenido la sensación de que no entiendo la poesía y quizás la lectura en voz alta me haya auxiliado un poco. En algún punto, mientras releía, me resigné a la fatalidad de que iba a escribir una vez más sobre Kozer y de que tendría que dedicarle varias tardes al asunto.
Leer a Kozer se siente como vendarse los ojos e indagar a tientas en una casa ajena y antigua, someterse a texturas imprevistas, la aspereza del barniz seco, la suavidad helada de ciertas piedras, a humedades curiosas, y una que otra vez, a un objeto afilado. Contigüidades que nos estaban esperando. La contigüidad de las cosas es la sintaxis de Dios. Dios escribe haciendo las cosas contiguas.
Las cosas también pueden ser contiguas en el tiempo. Una taza da una sola forma a lo diverso (“en la taza sin asas de porcelana vino de / arroz, agua, vino de arroz, una tisana de hinojo”, motivo casi imperceptible: casi siempre que Kozer menciona el agua, no tarda en mencionar el vino, y viceversa). Y en estas contigüidades (del espacio y el tiempo) palpita el sentido. No hay frases sentenciosas. El verbo importa menos que los nombres (“Evita, Kozer, los aforismos: toda ley general se contradice”, “ni una sola petición de principio en lo que las / ideas se refiere”). El poema funciona como una especie de inventario de la realidad inmediata o soñada. Es mediante el inventario minucioso (y desde la actitud de humildad) que surge el poema.
Pondré un ejemplo. En el poema que inicia “De la mano de mi madre el ebanista entró en mi cuarto” se esbozan dos tiempos. En el primero, la madre ha encargado muebles a medida (se discute la madera, si palosanto, o majagua, o pino, o quebracho), a los tres meses se los traen, y la voz del poema (un niño entonces, está claro) cierra el cuarto, instante de una privacidad primordial:
Yo me dispuse a iniciar una nueva vida (me sobrecogí): a cal y
canto cerré la puerta del cuarto puse sobre el escritorio
(recién encerado) (aún oloroso a anillos concéntricos)
(oloroso a vástagos cortezas) (las manos, desbastadas)
un ramillete de tomillo (vaso) un ramillete de trinitarias
(florero) dos libros (abiertos): la oruga de marfil (una
garlopa) el cenicero (negro) de barro cocido: de las
raíces adventicias de un corpulento árbol (imposible
fabricar muebles con su madera: así al menos oí
decirle al ebanista) apareció una oruga: se enroscó,
brotó una cereza: se abrió de un tajo en dos, asoma la
lombriz de tierra: recogida en sí misma, apareció
(encendida) la lámpara de noche.
Es un poema hermoso sobre la decisión primera de escribir. Se ha construido el templo para que Dios aparezca en el templo. Una lombriz de tierra que deja surcos en el papel. Pero hay un segundo tiempo en el poema. “Han pasado cuarenta años (reina, la carcoma)”, la voz del poema encuentra un libro abierto sobre el mismo escritorio y comienza a leerlo, “su título está aún por dirimirse” (lo cual deja ver que el libro no ha sido escrito todavía, leerlo no es más que escribirlo, seguirle el rastro a la lombriz de tierra). Los muebles han sido encargados para que él escriba un poema sobre el encargo de los muebles en un libro inconcluso que se titulará finalmente “Ánima”, como cada uno de sus poemas. Sus libros han escrito su vida tanto como su vida sus libros. Esta relación, por cierto, está en otros poemas de Ánima, como el que inicia con el verso “Algunos poetas muertos nos plagian” (el tiempo se lee hacia atrás, porque el mundo inicia, se funda, en cada poema), o el que inicia “Mi nombre, mal pronunciado, será una calle” (su vida se resguardará en un nombre, en la forma de un fantasma). Y la imagen del objeto que perdura está en toda su obra (si se me permite la digresión). Recuerdo ahora ese poema inolvidable, “Reaparición”, compilado en Act est fabula, en el que la voz del poema narra el regreso a una casa de Santos Suárez, encuentra los mismos platos en la vitrina del comedor, “me dejaron abrir el mueble” (ya no es suyo), “el / niño al niño olfateó”, y sobre un plato azul en el interior del mueble sigue el melocotón mordido, fresco e intacto, que él había dejado “de espaldas” hacía cuarenta años. También aquí cuenta cuarenta años: el número se repite (en otro poema de Ánima se explica mejor: “cuarenta años de desierto”, la travesía de Moisés, “un archipiélago de arena estos cuarenta años”, la suya).
La materialidad es importantísima en Kozer y alberga una paradoja: las palabras no son maderables, son incorpóreas, son ánimas, soplos, almas. Kozer sabe que está escribiendo fantasmas. Trata al menos de escribir fantasmas minuciosos de ébano y de vitrinas luminosas, la penumbra que ocupa “el espacio de una mesa de comedor”, la bandada bulliciosa de pájaros negros “rumbo al Paseo / del Prado (a pernoctar)”, y sobre todo trata de escribir los fantasmas de fantasmas, los libros sobre el escritorio, riqueza inconmensurable de nombres (“leer / Salmo 136 / Deuteronomio / 6: 4 / 6: 4-9 / 11: 13-21 / Números / 15: 37-41 / Shemá. / Shemá / soy”, “a mis dos / hijas / lego: / y como precaución / leer / y releer / a diario / Eclesiastés).
En el poema que inicia “En la clepsidra un aceite rancio” se leen los versos:
En el nombre de la madera el nombre (sin asideros) de la carcoma la roya (boj)
me sostengo: la letra sostengo (buril) inscripción (me he
sentado a la mesa) silla, de pino: desbastado, yo. Del
reojo de la Madre Naturaleza (gota rancia de aceite,
se desliza) declive, la muerte. ¿Espeluznante? Charco
(óseo) espeso. No llegan venados a lamer la espesa
gota de aceite caída de la clepsidra en medio de una
calle, empedrada: su reflejo (reverbera) en una
habitación.
Gotean las palabras como aceite en la clepsidra (quizás esta imagen explique esos frecuentes poemas de Kozer cuyos versos consisten en una sola palabra, hilos, memoria destilada en los nombres). La voz del poema se sostiene en “el nombre de la madera”, en el nombre “de la carcoma”. La frase proviene, evidentemente, de la frase religiosa “en el nombre del Padre” (que se menciona de manera explícita unos versos antes). El poema se sostiene en sus nombres, en las adyacencias secretas que son la vida y que son el instante de creación (la idea del demiurgo que copia en la materia las ideas que preceden a la materia).
Dormito: rodeado de unos libros del aguamanil con unas gotas de esencia de azahar
(transpiro): a mano izquierda (destapada, aún) transpira
(azul) una botella vacía, jarrón. Un vasto panorama.
Cuando se escribe se imita al demiurgo (“Voy a nombrar las cosas”, escribía Eliseo Diego). Y el demiurgo que me escribe solo puede escribir mediante contigüidades. Mi materia es su lenguaje. Colinda el plato que uso de cenicero (traído de La Habana hace dos años, usado por mis padres para las visitas) con la libreta cubierta de corcho en la que anoté las primeras ideas de este ensayo, a unos pasos está la cámara Zenit de mi padre y en alguna gaveta de mi cuarto dormita un fósil cristalino. Sintaxis oscuras que se mueven bajo el tiempo y que transcribo aquí, convertidas en una textura.
Leo a Kozer y pienso en mi pobreza, que corresponde a un mundo que ha cambiado. Habito un mundo que ha olvidado los nombres de las maderas y de las plantas. He puesto al piso de mi cuarto una cubierta que imita madera (usurpación desesperada) y a mi sala una alfombra de poliéster que trata de parecer marroquí. Todo lo que poseo cabe en una camioneta. Un librero que no llega a los doscientos libros. Una carpeta en mi laptop que compila textos piratas. Lecturas pobres que me avergüenzan. Profundidades insondables. Remedos de remedos, copias de copias de originales perdidos (“El objeto falso”, de Alejandro Rossi, también pudo llamarse “el objeto fantasma”). Voy a cumplir treinta años y ya es muy tarde. Leo en voz alta palabras que me parecen remotas. Resonancias de un reino desaparecido. Esas palabras están más cerca de los objetos primigenios que sus falsificaciones tardías. “Alfombra” es más alfombra que mi alfombra. Pronuncio versos de Kozer en soledad (“Grácil es el vuelo del ave de carroña”, “Ya pronto comeré de mi propia naturaleza”) y escribo historias que no leerá nadie.
Quizás el mundo ya se destruyó, hace mucho, y habitamos su fantasma.