Por Ronald Abilio Noda
La revolución: ajetreo y venganza, a un lado están aquellos que pasan su vida en la ignorancia de su fiesta, al otro: la furia; aquellos que claman por la sangre de los injustos, aquellos que pronto habrán de arrasarlo todo. Ellos vivían en la falsedad, pero creían haber sido levantados hacia un paraíso destinado a asechar la tierra, el demonio se había encaprichado con ellos y su mentira de salvación pronto anegaría el siglo XX, aunque un peligro mayor se abalanzaba contra la humanidad. En medio de estas dos partes hay un judío que tristemente sostiene los rollos de la Torah, aquel libro que ha conducido tantas guerras en el pasado, aquel libro que ha sido preservado con las entrañas de un pueblo frente al abismo de la vanidad, frente a la disolución. Junto al judío, Rusia, representada por un equilibrista, se esfuerza por mantenerse sobre una mesa vacía, unos lloran, otro ha muerto, los amantes yacen en la cama y el terrible espectáculo se inclina sobre la sangre. Banderas rojas y armas, es el tiempo de la liberación, el tiempo de la profecía anunciada y entonces el milenario no queda ya tan lejos y parece que ya no existen unos y otros, que se han diluido los rostros y ya no hay ni judíos ni cristianos, ni estos ni aquellos, sólo la gente que se obstina en su futuro, aunque ese futuro no es más que un espejismo y la profecía misma ha de ser quebrada sobre sus hombros como mismo Jananías había quebrado el yugo del sometimiento que Jeremías llevaba ante el rey de Judá. Y entonces, como quien mira los afanes de los hombres, hay un macho cabrío que ha tomado asiento y en él está un doble símbolo que mira por un lado el ímpetu de la revolución y por el otro el pasado que aún no se realizaba del todo a pesar del sacrificio, a pesar del cuchillo que pendía sobre Isaac y a pesar del retablo encendido en sus llamas hacia la permanencia del mundo. Estas cosas pasaban en el año de la esperanza de 1917, pero más hubiera valido que aquella esperanza no se hubiera atragantado de vísceras y colmado de sangre coagulada y que la mentira no hubiese quedado santificada en sus símbolos. Los hombres habrían de entregarse a la idolatría de sucesivos dioses falsos: como mismo antes se habían dado a la falsedad del liberalismo, los signos de los tiempos se expresaban en dos sombras abstractas, pero en verdad y aunque lo pareciese no existían varios dioses falsos entonces, sino que, como ahora y en el principio de los tiempos, era un único dios falso al que se adoraba, aquel que proclamaba la salvación política, la salvación histórica. Pero era bueno que los hombres se equivocaran, aunque llenaran el mundo de tribulaciones y muertos, porque en aquella equivocación estaba contenido todo el pasado y también todo el porvenir.
El mundo era un circo por entonces, cada cual a su acto sin prestar atención a las cosas que quedaban desparramadas a su alrededor, los utensilios de su arte, paleta cromática, violín, clavicordio y la gente en torno como en un lago inaccesible. El mundo era un circo, pero al menos era algo. Prestidigitación que se cernía sobre los espectadores para ensombrecer cualquier atisbo de racionalidad; las maravillas estaban allí: en los arlequines y la espada, en la cabeza que levita y en el fuego. Chagall dibuja el circo judío, lo hace a través de una intuición que poco a poco toma el lugar de la materia. La posición judía sobre el asunto del espíritu, en principio, es que este no se diferencia sustancialmente del mundo sensual. De esta forma, los ángeles no se presentan mediante una visión, sino que lo hacen a través de su objetualidad, los coros seráficos y querúbicos están en el tiempo y en el espacio cuando se presentan ante Ezequiel. Hay pocos momentos, tanto en la Torah como en los libros proféticos, en que un sueño viene a suplantar la materialidad del mundo; todos esos momentos se refieren a la interacción de los hebreos con pueblos extranjeros: José y el faraón de Egipto, Daniel y Nabucodonosor. En este sentido es curioso que el Cantar de los Cantares representa el libro que dará forma a la mística europea, el libro de la consumación carnal quedará elevado a la unión secreta del alma con un Dios que apenas se percibe sensitivamente, sino que viene de una forma milagrosa ante los ojos sorprendidos y ante las manos que ya no pueden tocar. Teresa de Cepeda y Ahumada, aquella judía que sería conocida en el mundo católico bajo el nombre de Santa Teresa de Jesús entendió muy bien lo que aquellas antiguas escrituras insinuaban, sobre ellas elevó el platonismo del amor de San Pablo: todo lo soporta, todo lo espera, y junto a este amor la promesa del cristianismo en toda su pureza: quien intente conservar su vida la perderá, quien pierda la vida a causa de mi nombre, la ganará. Pero en el misterio de la vida y de la muerte se acrecentaba el antiguo árbol sobre el que subían largas figuras enredadas, trapecistas, farsantes, máscaras y rollos. El circo judío evidentemente no está en la realidad inmediata sino que es algo mucho más profundo, es la imagen del mundo interior y con interior no estamos diciendo acá personal, puesto que ese interior no está dentro de una persona específica aunque se sostenga en los ojos de Chagall, se trata de una intimidad otra, de las cosas que se agrupan más allá de su simple naturaleza, se trata de una revelación, de una expresión de las cosas en todo su significado y entonces ese significado excede al objeto, excede a la palabra, y la imagen recurre a su simbolismo para transfigurarse más allá de su propio aspecto, es de este modo que los símbolos dejan de existir, la verdad no puede ser simbólica, sino que es un descenso del espíritu hacia la materia de forma objetiva. Y el mundo sigue en su ajetreo, las multitudes hacia aquel sitio que nadie conoce inundando las calles, las luces de la tardenoche y el tráfico de los automóviles. Las letras están sobre la gente, la cábala, las permutaciones infinitas del circo, el significado de aquella magia que traía al mundo de la vida los razonamientos de un simulacro. El cuadro de Chagall es eso, serían eso todos sus cuadros, un simulacro sobre el que se intenta infundir vida a la manera de Salomón y los rabinos de Chequia. Pero los judíos eran felices, danzaban y se probaban sus chaqués, el circo era su pequeño gueto, y la experiencia del paraíso nacía de la cautividad, venía del horror exterior. Pero de pronto la justicia irrumpió en el mundo y con la justicia vendría el desamparo. Pronto la necesidad de pureza, la expiación del pecado habría de consumirlo todo en un acto propiciatorio sobre el que se asentaba la antigua voluntad de Ananías, Mizael y Azarías en aquel fuego del horno de Babilonia, la ciudad arrasada por los siglos.
Como acto de prestidigitación el rostro nunca es el rostro, sino que va cambiando, y de este modo, la habitación nunca es totalmente la habitación, sino que es un despacho, un salón de abogados, una clínica, un manicomio. El siglo XX fue el siglo de las transformaciones sucesivas, nada permanecía y el engaño tomaba forma siempre desde el afán de la justicia. El bien se elevaba sobre las almas humanas, residía en la comunión terrenal. En realidad, como en la profecía de Isaías, al mal le habían llamado bien, pero esto no sucedía por deseo de maldad ni por el deseo del engaño, sino porque los hombres se habían persuadido de que su error era la justicia, habían dejado de ser ellos, su personalidad quedaba anulada entre la lucidez de la sociedad. La democracia había demandado la sangre de los esclavos, el pueblo vendría a ser una palabra sagrada, una herencia totémica que los revolucionarios y sus oponentes agitarían como un trapo. La historia, la ciudad, se mecía en torno como si fuese el coro de los sacerdotes de Baal a los que Achab e Iezabel apremiaban para que hiciesen descender fuego sobre sus altares. Pero Elías se elevaba sobre los cielos de Rusia, de Alemania, y por último descansaba sus pies en la ciudad de París. Elías, el último profeta, no temporal, sino espiritualmente, aquel sobre quien se apoyaba el Tanaj y quien antecedía al mesías de los cristianos en la palabra de Juan el bautista, aquel que se eleva sobre las casas, él mismo como un cuervo, ante la viuda de Israel, ante la orfandad de sus hijos. Chagall comprendía en el profeta a uno de sus ilusionistas, a un equilibrista de los cielos para quien la sabiduría hace de juego infantil. El sabio no es más que un idiota, un pobre exiliado, aquel que se aleja de sus amigos y hace el ridículo en un país que no le pertenece. Elías no tiene país porque anuncia que su pueblo es por sangre, que hay una hermandad en la cabra sacrificada y en el gallo que da sus primeros cantos en la mañana. El preludio del acto, el mago prepara sus imitaciones, lleva su sombrero hacia adelante. Un poema de Emily Dickinson dice:
The Apple on the Tree-
Provided it do hopeless – hang –
That – “Heaven” is – to Me!
The Color, on the Cruising Cloud –
The interdicted Land –
Behind the Hill – the House behind –
There – Paradise – is found!
Her teasing Purples – Afternoons –
The credulous – decoy –
Enamored – of the Conjuror –
That spurned us – Yesterday!
En esto están las imposibilidades, y como en los prestidigitadores de Chagall, el mago del poema de Dickinson representa una lejanía inaccesible, la representa en el tiempo y en el espacio con una noción de trascendencia que sugiere un ir más allá de lo histórico para adentrarse en el paraíso que siempre está en la casa, que siempre es al interior, pero no al interior de lo particular, sino al interior del espíritu que es compartido por todos. El amor rompe su sigilo, es una simple silueta, un traje garabateado sobre la hoja, la magia consiste en ver la realidad, en irse sobre la cuerda a entender las máscaras, a irlas descifrando sin más orgullo que la simpleza de ver.
En el año 1931, Europa ya está totalmente en trance, bajo los signos del ilusionismo de la esperanza. Cientos de hombres y mujeres huyen de sus ciudades, se levantan aquellos profetas de la falsedad a llamar a los justos, los corazones nobles colman las avenidas, los buenos sienten la necesidad de matar y los impuros huyen hacia los montes. Palestina permanece en paz. La ciudad de la guerra, por aquellos años, es tan sólo lo que fue al comienzo, aquel reflejo del paraíso adánico donde se levanta la antigua ruina del templo de Herodes el grande. Allí, los rabinos desenrollan la Torah y prenden un fuego perpetuo, ahí parece estar la seguridad del hogar. En Palestina está el cordero, no como un holocausto, sino como un don. Abraham sube todas las tardes con Isaac tomado por el brazo y piensa en la violencia que ha de hacerle. Casi llegando al anochecer, Dios hace que el patriarca mire hacia el otro lado y allí entonces la víctima del pacto. Chagall pinta, en Palestina, el último reflejo de un paraíso posible. Oh, Sión, si no me acordare de ti, pierda mi mano su fuerza y mi lengua se pegue a mi paladar. El canto se eleva entre las piedras, los lamentos de los profetas, más bien las lamentaciones. Y entre todo eso, una promesa de crueldad: Bendito quien estrelle a tus hijos contra tus muros. Los profetas de Chagall tienen la angustia en su mirada, no son aquellos que han llegado hace poco a Palestina buscando las ruinas materiales de Israel, sino los desprotegidos de Vítebsk, su ciudad natal, que se asienta sobre el tiempo de las generaciones de Judá. En esto es el recuadro rojo del fuego, la visión primigenia del niño que desconsolado busca a sus padres mientras las plazas son asediadas y el cántaro de agua no llega a tiempo para limpiar la sangre. Pero allí, lejos de Europa hay una promesa que surge entre tanta desolación, una promesa de consuelo, aunque el paraíso ya no sea posible y ante su entrada se hallen los dos ángeles que sostienen la espada flamígera. Continuarían las bromas del tiempo que poco a poco iría corroyendo la piedra de los muros y en Palestina los resignados pastores verían a Jericó, verían a Samaria y a los ancianos, siempre con una mueca extraña, siempre sin entender el destino de esas tierras.
El ángel de la muerte pasó por sobre los primogénitos de Egipto. Pero ya no había Egipto y el ángel de la muerte se ensañaba en los pobres bebedores. Dintel último de la revelación. La sangre de la cabra no estaba en su lugar, y el judío, que esperaba el paso de la pascua, sólo con la torah, se anegaba en su última devastación, recordaba aquellas tristes horas de Moisés y la profecía, la vara que desciende convertida en una serpiente ante los ojos atónitos del público. Una antigua magia se deslizaba entre las puertas entreabiertas, un oscuro temblar de voces polvorientas, arenisca agonizante y toda Europa con sus cabezas contraídas desde Inglaterra hasta Rusia, pero más en Rusia, más en el llanto de la anciana que ha recogido su última manzana, y más en el trono de los archiduques. Y todas aquellas palabras no significaban más nada: imperio, dinastías, siervos y señores. Había quedado abolida la propiedad, la vida había sido reclamada, y ante esto pasaba el ángel haciendo un signo de silencio a un muchacho desconsolado. En las grandes capitales la gente se mostraba entusiasmada, no sabían mucho acerca de la esperanza, solo habían reconocido sus ojos ante un espejo mal bruñido y esto era suficiente para lanzarse como un amante medieval que canta bajo la torre
La verdad era el llanto, no la revolución, no la esperanza, no aquellos que se inclinaban ante la civilización sin conocer que su doble rostro escondía una monstruosa sombra. En 1925, Chagall escribe en una carta: El tiempo no es profético, reina el mal. Y he ahí que se inundaban los cielos sobre la ciudad de Paris, era una leve neblina de color rojizo que sobrecogía hasta el tuétano. Y todo pasaba bruscamente, los carros, las lluvias, la entraña de la ciudad despierta con aquella frugalidad de raquíticos, con la absenta todavía en la copa y el ciego enarbolando sus razones, con el orgullo diabólico de las buenas familias. Y entre el espasmo y la alegría, el tiempo que acudía a darle la razón, que venía a trastocar en historia todo cuanto había de espíritu. Y hacia 1936, España que corría a ese presagio de sangre que anunciaban ya los cielos de París. Chagall pinta entonces El Ángel de la paleta y la serenidad del rostro está reposando tras las pobres casas de Vítebsk que son apenas un recuerdo profético, lo que había sido antes durante tantos siglos, volvería a ser, se erigiría entre la sangre española, y aunque no lo sabían aún, sobre la sangre finlandesa, polaca, checa y francesa, y acabaría el mundo sumido en el estupor y luego en el horror. Las mujeres de la Torah, Ruth y Noemí se compadecían una a la otra, ambas caminaban entre las calles de Francia tristemente tomadas del brazo, el tiempo parecía haber llegado a su fin. Si el rostro de la civilización tras el arte, tras la música de Bach, tras las catedrales góticas y barrocas, tras el motor de combustión y la teoría de la relatividad, era tan solo el crimen y aquellas cosas no eran más que un leve maquillaje, ahora quedaría de veras expuesto el ímpetu sangriento que había llevado a la humanidad a las cruzadas y al sucesivo pecado de la historia. Aquellas mujeres judías volvían a consolarse en la devastación, la cuerda escarlata de Rahab pendía de la ventana por todos aquellos que serían enviados al fuego.
Como en Rusia durante los pogromos de la época zarista, deslucidos por los tiempos de la primera revolución y vueltos a aplicarse en la segunda y la tercera, así Alemania llevaba su propia cruzada contra los infieles amparada en la justicia y en los libros, en la tradición luterana y en la filosofía de los prusianos. Cada país de Europa se vio obligado a tomar una decisión y nuevamente el mundo quedó dividido, y los judíos encerrados en sus antiguos guetos, obligados a contemplar nuevamente el fuego y la sangre de sus convecinos. Este relato ya era bastante conocido y el ídolo de la historia, de la renovación del mundo se erigió ante la multitud que no llegó a comprender del todo lo que sucedía. Era la guerra, pero también era el hambre, y a su vez el orgullo. Ícaro volaba ante las costas del Egeo, pero el Egeo era de sangre como en las plagas de Egipto. No quedó un solo río sin que se enrojeciera y no quedó una sola persona que pudiera escapar al destino de ejecutar o dejarse ejecutar. Ícaro, encima de todo, cayó en la profundidad del abismo de sangre, pero ya no era el hijo de Dédalo el artesano, sino el ángel, aquel primer fruto de la irredención siempre descendiendo sin tocar nunca el fondo como el símbolo más cruel del espíritu humano. Los hornos de fuego de la antigua babilonia se cernieron sobre el judío solitario, contra el extraño, aquel que no pertenecía a ningún lugar. En una anotación de 1940 Chagall dice:
Madre, tú estás en tu ataúd, te has quedado allá abajo, en la colina de Vítebsk, cubierta de gusanos y ceniza a causa de las bombas alemanas, dentro de la tierra, debajo de las piedras donde me tumbaba a llorar y a rogarte que rezaras por el hijo y sus hermanos, como lloraban tus hermanas de la antigüedad, Raquel, Sara, Lea y Rebeca. Aquí me asfixio, perseguido, extranjero ¿Qué puedo hacer con mi “talento”, con mis cuadros, que tal vez vayan a ser destruidos? Sálvame. Reza. Estoy privado del sentimiento de la tranquilidad. Ya no puedo pintar cuadros teniendo la impresión de que algunos franceses, muchos, los llamados intelectuales, en su fuero interno se alegran de no ser judíos y nada de esto va con ellos. Los hombres han hecho que tenga que sentirme como un perro. No estoy en casa en ningún sitio. Extranjero en todas partes.
Estas palabras eran las de un hombre concreto, pero antes de eso habían representado los ciclos de la profecía del ángel que cae y del hombre y la mujer expulsados del paraíso. Habían estado en la persecución de Diocleciano, en las expulsiones, en la vieja leyenda del Errante, en el agua con vinagre puesta en la boca del Crucificado. Y fue así que Europa se llenó de cruces, mil novecientos cuarenta clavos sostenían a Cristo sobre la cruz como decía Edith Sitwell en su conocido poema “Still Falls the Rain”. Y sobre la noche, Chagall pinta la crucifixión de Cristo, la pinta varias veces, la convierte en el símbolo de la locura de sus contemporáneos. Cristo es el judío entonces, lleva el talit puesto sobre sus rodillas. La cruz deja de ser el emblema de una religión específica, el cristianismo, para significar el espíritu humano ante el sufrimiento. La cruz se alza frente a la desolación, frente a la esperanza para mostrarle a la humanidad el rostro real de su especie y el horror que subyace tras la civilización. Y en la exhalación, en ese Padre por qué me has abandonado, Europa comienza a ver de nuevo su fracaso, el error que ha cometido con la esperanza, empieza a entender que no es la purificación sino lo impuro, que es el infeliz y el hambriento, el exiliado, pero ya la muerte se había enseñoreado.
Hay una pregunta después de todo esto: ¿La vida puede tener algún sentido?. El nacimiento no es más que la anteposición de la muerte, cada acto humano parece estar totalmente vacío si no se ejecuta como si uno fuese un equilibrista que esgrime un reto al abismo. La vida es la continuación del espíritu, es la profecía de la humanidad que no se sacia en su lucha de sangre. Y en esto están sus dobleces, la vida y la muerte a veces parecen confundirse, y a veces es la muerte quien llama a la esperanza. Hablan de paz, pero no hay paz. El profeta Jeremías se sienta en la mitad de la luna y el sol que sus ancestros han detenido. Allí está mirando los restos de su pueblo. Entre la oscuridad y la luz reconoce al solitario que llora como él, la lejanía de los siglos no puede decirle nada, el profeta está exiliado en Babilonia, y sabe que nunca regresará a Israel, ya no hay más Israel, solo ellos que como un río discurren entre las naciones de la tierra.