Por Carlos Ávila Villamar
(…) todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad.
El jardín de los senderos que se bifurcan, Jorge Luis Borges
Se podría decir que construí el torreón en una especie de sueño. Sólo posteriormente vi lo que había surgido y que ello poseía una forma razonable: un símbolo de la integridad psíquica.
Recuerdos, sueños, pensamientos, Carl Jung
Tuve una pesadilla la otra noche de la que no recuerdo mucho. Principalmente recuerdo un hongo jaula del diablo en la tierra húmeda (esos hongos pestilentes y agujereados que crecen de un huevo blanco). Vi uno de esos hongos de niño, cuando tenía tres o cuatro años, en el patio de la casa de mi abuela, y me horrorizó (mi madre me advirtió que me alejara: son venenosos). Me horrorizaba su carne roja de coral enfermo e hinchado, su irrupción inexplicable en la tierra en la que había jugado tantas veces, que me parecía segura. Bastaban unas lluvias y un poco de mal agüero para que el mal se esparciera y se adueñara de la casa. He estado pensando, desde hace tiempo, en el misterio que algunas imágenes en apariencia arbitrarias contienen, combustible del candil del sueño y de cierto tipo de literatura, tan esquiva como maravillosa, una literatura que encuentra estas presencias y las sabe tejer. El poema “Los tiempos”, de Eliseo Diego, es un ejemplo tan perfecto que cometeré la imprudencia de transcribirlo completo: “El tiempo del Paraíso es el suave gotear del agua, cuando acaba de llover, entre las hojas del plátano. / El tiempo del Infierno es la humedad que encontramos debajo de las grandes piedras, manchando la mañana. / El tiempo del Paraíso es la transparencia del agua. / El tiempo del infierno es la transparencia de un espejo. / El tiempo del Paraíso es el Rey Mago de barro que está en los Nacimientos. / El tiempo del Infierno es el Rey de la Baraja”. Sutiles imágenes que se prestan el sueño y la literatura hasta que acaba por olvidarse quién es su dueño (manifestaciones de viejas sabidurías). He descubierto una comunicación entre la escritura de Eliseo Diego y Adolfo Castañón (concretamente en sus relatos), que tiene que ver con estas presencias y misterios. Comunicación quizás no imprevisible (el vasto libro La campana en el tiempo, de Castañón, tiene como pórtico una carta de Eliseo Diego), pero sí bastante disimulada por la pertenencia a literaturas nacionales distintas. Es decir, no solo se trata de casualidades agradables, como que el relato “De paseo”, en el que el protagonista queda estático en un sitio y comprueba cómo la tierra da vueltas bajo sus pies “como una pelota”, tenga una imagen que recuerde al final del relato “De los zapatos viejos” (compilado en Divertimentos), donde se dice: “ha imaginado que él es como uno de esos perrillos que andan sobre grande, pelotas, sólo que la bola que él hace mover es enorme: suave, dócil, silenciosa, la Tierra gira bajo sus zapatos viejos”, o que el relato “Una temporada en la cuerda” contenga la imagen del equilibrista al que Eliseo Diego le dedicó dos poemas en Muestrario del mundo (a fin de cuentas el relato de Castañón toma su exergo más bien de “En la cuerda floja”, de Cristina Peri Rossi), hablo en verdad de otra cosa, más significativa, que tiene que ver con la exploración de esas imágenes que se vuelven más vívidas cuando cerramos los ojos, y no cuando los mantenemos abiertos, sueños y bosques profundos.
“No es fácil regresar conscientemente al lugar de nuestros sueños”, dice la voz narrativa del relato “La cruzada de los perros”. Muchos personajes de Castañón se adentran en esa aventura, y aprenden que lo extraordinario no es algo que pueda buscarse con facilidad, sino que a menudo nos tantea y nos encuentra. En el relato “Los guías” se habla de leñadores que dejaron de practicar su oficio y que emprendieron uno nuevo, incierto y a la vez respetado, el de guías (se llamaban así “por más que rara vez guiaran efectivamente a alguien”). Nadie sabía en concreto qué hacían. Pasaban la mayor parte de su tiempo internados en el bosque, eran amables, aunque también prudentes y silenciosos, no nombraban el bosque de manera directa, sino “con circunloquios”, eran habitantes comunes que en algún momento de sus vidas habían dejado de ser comunes. El protagonista narra su único encuentro. Era un niño y se había perdido en el bosque y estaba a punto de caer la noche. Entonces escuchó “una voz singularmente grave que parecía surgir de una laringe hecha de raíces” que le preguntó a dónde iba. El niño, que de repente había sido amansado por un “sentimiento de confianza y de bienestar”, respondió que a su casa, y el guía indicó un camino brevísimo, casi mágico, que los condujo a las afueras del poblado tras un par de pasos. “Temía que me regañaran, pero al día siguiente fui a contarle todo a mi padre. «Pensé que a ti ya no te tocaría. Les dicen guías». Esa fue toda su respuesta”. El argumento es simple y bellísimo: un niño que se pierde en el bosque y que, gracias a una aparición que tal vez no le tocaría volver a presenciar en su vida (como una especie de sueño), logra regresar a casa. Es uno de los relatos que he leído que mejor logran representar el “bien”. Y la idea del “bien” conlleva a una idea del “mal” que es su reverso: también el mal es una cualidad misteriosa (ese hongo rojo y fétido que soñé la otra noche). El “bien” y el “mal” son difíciles de representar en la literatura, ya que normalmente están contaminados y diluidos, y si se crea personajes claramente “buenos” o “malos” se corre el riesgo de volverlos planos y falsos. Pero el “bien” y el “mal” verdaderos no son planos en lo absoluto. Son complejos y esquivos, son fuerzas pre ideológicas que al parecer se insinúan de un modo similar al que pueden insinuarse los colores y la música.
El relato “Los guías” tiene su reverso en otro libro de Castañón, La batalla perdurable. El reverso se titula “Los niños de la ciudad no saben andar descalzos” (me comentó Castañón que transcribe una anécdota verídica, sucedida a otra persona), y trata de unos seres rurales llamados “caballeros”. Los protagonistas estaban de visita en una finca y el guardia de la finca advirtió a los niños que tuvieran cuidado con los caballeros: “son traviesos con los niños traviesos”. Los niños durmieron en una recámara con “grandes ventanales que daban al bosque” (sí, reaparece el bosque). Estaban todos cansados, “el cuerpo era una sustancia que perdía sus límites en lo profundo”. Los adultos fueron despertados por una súbita y extraña tormenta que parecía envolver únicamente a la finca. Corrieron a la recámara de los niños y los encontraron llorando. Se los llevaron a dormir con ellos. Pasaron las horas y “la noche se disolvió en una luz gris”. La luz de la mañana mostró que afuera, junto a los ventanales de la recámara de los niños, había quedado una alfombra de insectos muertos. Los niños protestaron porque sus botas estaban llenas de agua. Le contaron la historia al guardia de la finca:
«Ah, sí, me pareció oír el tambor de los caballeros pero luego el ruido se calmó y me volví a dormir». «¿El tambor de los caballeros?», preguntamos Abril y yo a una voz «Sí –dijo pasándose la mano por la barba. Cuando los caballeros quieren raptar a un niño, redoblan el tambor y a él se lo llevan a trabajar a sus minas. Dicen que los alimentan de flores. Desaparecen dos noches y regresan a la tercera, ojerosos y exhaustos pero sin recordar nada. Son muy exigentes y no pierden el tiempo. Se enojan cuando no se pueden llevar a un niño, en venganza orinan en sus zapatos para que el niño regrese. Si los zapatos de los niños amanecen mojados mejor tírenlos, que no se los vuelvan a poner».
La extrañeza de la historia está en la arbitrariedad de sus objetos. ¿Son de carne y hueso esos seres o son una tormenta, y si es el caso por qué llamarlos “caballeros”? ¿Por qué al orinar en los zapatos harían a los niños regresar? Los detalles arbitrarios abundan en las historias folclóricas, forjadas por múltiples voces (no así en las historias creadas por una única subjetividad), pero también abundan en los sueños: Castañón esquiva cualquier facilismo costumbrista y utiliza la leyenda para construir una imagen universal, la intuición (de nuevo) de una fuerza pre ideológica (lo estético es más primitivo y profundo que lo ideológico, y no al revés, como el arte comprometido ha llegado a pensar), la intuición del mal. En esos misterios podemos contemplar el relato en estado puro: como una manifestación de la naturaleza y no como un artificio.
Cuando se pone a los niños en la recámara cuyos ventanales dan al bosque se está abriendo una posibilidad de sentido. El bosque es una de las imágenes más recurrentes de la literatura. Inacabable y profundo, es el mar de los pueblos que no tienen mar. Lo diferencia que puede ser transitado a pie, y eso ofrece una engañosa apariencia de hospitalidad, que suele desvanecerse con la llegada de la noche. Además, la infinitud del mar crece hacia abajo mientras que la del bosque hacia arriba, opuesto a la gravedad: el bosque cubre el cielo de su sustancia. Siento que los seres humanos preconocemos el bosque tal como preconocemos el mar. Emplearlo de la manera correcta abre la puerta a otras imágenes preconocidas para las cuales tal vez ni siquiera sirvan los nombres, intuiciones oscuras, memorias más antiguas que el lenguaje. Los sueños son las pinturas rupestres que una antorcha ilumina en la noche de la consciencia.
El bosque circunda el que podría ser el mejor relato (la mejor imagen) que haya escrito Adolfo Castañón. “El pabellón de la límpida soledad” se extiende por unas pocas páginas, y lo constituye un único párrafo. El protagonista vislumbra con recurrencia un bosque en los umbrales del sueño y la vigilia. No puede acceder a él mediante su voluntad, se aparece de manera imprevista. En el bosque hay una cabaña esquiva, un pabellón de madera. Logra algunas veces entrar, pero jamás lo explora por completo. El piso es de cedro, “en las puertas, cuando sopla la brisa, se oye tintinear uno de esos adornos que cuelgan del dintel para advertir la llegada del extranjero”. Un incienso en su interior sugiere que ha sido recientemente habitado. Pero nada delata la naturaleza de su dueño. Algunos detalles se van volviendo incomprensiblemente familiares: las ventanas y sus vidrios. El protagonista, intruso, recorre el pabellón con insaciable curiosidad. Se convierte en su habitante y su destino es morir allí. ¿Pero es el mismo habitante que estuvo siempre? Es la gran pregunta sin respuesta del relato en la que se contiene la pregunta por la identidad entre los signos del inconsciente y los sueños y los signos de una exterioridad prelingüística a la que (de manera paradójica, como lectores) solo estamos accediendo mediante el lenguaje. Resumido en una frase falsamente tautológica, mediante la lectura habitamos en el lenguaje.
En “El señor pasea por su casa” un lector entra a una casa misteriosa sin techo que recuerda por instantes la de “El pabellón de la límpida soledad” (“hay un olor a café recién hecho y a hierba quemada, vestigios de incienso en el aire como cuadros desteñidos bajo la luz”), el lector entra a la casa sin techo como nosotros entramos al relato. La lectura se prolonga y brotan imágenes a medio camino entre la casa sin techo y lo que el lector lee. En muchos relatos de Castañón la imagen no es algo que se construye, sino que se atisba (también pienso en “La isla”), la imagen es algo que preexiste y la escritura y la lectura constituyen medios dentro de los cuales se emprende la búsqueda. Quizás por eso sus relatos parezcan a menudo ensayos, porque constituyen ejercicios de introspección, posturas del pensamiento desde las cuales es posible contemplar esas imágenes, fuerzas, intuiciones primordiales. Sueños autoprovocados.
Pienso en el niño protagonista de “Las montañas azules”, que contempla las montañas en la lejanía, en las que se perdieron sus padres, e imagina senderos entre las nubes: “si los dioses existían, allí seguramente podrían encontrarse sus huellas todavía frescas”, el niño que emprende el viaje hacia las montañas azules y cuando regresa ha pasado un tiempo inconmensurable. Pienso en el sueño recurrente de “La cruzada de los perros” (al que trata de regresar siempre el protagonista), el pasadizo subterráneo al que se entra por un confesionario. Pienso en la luna animada de “Luna de octubre”, traída de un sueño (este relato recuerda a “Mi vida con la ola”, de Octavio Paz).
Un relato, no obstante, ilumina todavía mejor los mecanismos de préstamo entre los sueños y la literatura. El protagonista de “Cazador de la aurora” tiene el empeño de dilatar el instante precioso que delimita el sueño y la vigilia: se despierta y remolonea, prueba su mente, no se levanta. Deliberadamente inmóvil, trata de rescatar imágenes de las aguas del sueño antes de que las borre el día, “sargazos confusos”. En algunas ocasiones ha logrado no solo traer a estos seres marinos del sueño, sino preservarlos, “como si fuese la cama un acuario capaz de cautivar con vida aquellas formaciones líquidas, viscosas estrellas a veces dulces, a veces amargas”. Castañón es un “cazador de la aurora”, un naturalista del sueño que ha aprendido a llevarse imágenes raras y curiosas en los bolsillos. Sus relatos no pretenden aleccionar, y pocas veces construyen historias tradicionales con nudo y resolución, más bien han aprendido sus mañas de los movimientos del estado que Borges en su prólogo a El libro de los sueños llamó el más antiguo género literario. Los narradores de Castañón son a menudo contemplativos, se recuestan y esperan que se abra un portal. En algún momento del relato ese portal se abre y entran al texto aguas verdosas y vivas, que nos cubren por el tiempo breve y milagroso de la aurora.
En una respuesta a Witkiewicz publicada en 1935 (suerte de entrevista), Bruno Schulz desarrolla una idea bellísima sobre la función de ciertas imágenes capturadas por el artista durante su infancia, imágenes cautivantes en las que parecen concentrarse las fuerzas tectónicas de la realidad, imágenes tan misteriosas como sugerentes, que “desempeñan el mismo papel que los filamentos sumergidos en una solución química, en torno a los cuales se cristaliza para nosotros el sentido del mundo”. Una de las suyas, que utiliza como ejemplo, es la del coche jalado por caballos (no pocas veces se evoca en los cuentos de Schulz la intimidad del coche, abrigado de la noche infinita, en el que viajan padre e hijo). “Esas primeras imágenes le imponen al artista límites que son los de su creatividad”, dice Schulz. Luego no habría nada nuevo que descubrir, lo que podría hacer el artista sería intentar comprender y evocar mejor esos símbolos en los cuales estaría comprendido su destino (un gran artista, como Eliseo Diego, o como Adolfo Castañón, pasaría su vida revisitando estos avistamientos hasta pulirlos y devolverles la mayor nitidez posible). La idea de Schulz, sin embargo, me parece incompleta. No solo la incognoscibilidad de las primeras memorias, en las cuales el mundo brillaba con colores distintos, ofrece estas imágenes poderosas, estos símbolos incontrolables también se aparecen en algunos sueños de la adolescencia o adultez (incluido el sueño lúcido que llamamos literatura). De adultos solo en los sueños y en las artes podría decirse que encaramos la verdadera naturaleza del mundo (el ser, si es que hubiera un ser), sin el vidrio empañado de la memoria. Compartir estas imágenes, estas visiones, es ser partes de un rito secreto que nos hermana.