Por Carlos Ávila Villamar
El alquiler quedaba en un pueblo periférico que había sido secuestrado administrativamente por la ciudad. Las calles habían sido renombradas para que se ajustaran al sistema de números, pero no encontró ninguna señalización y los locales solo recordaban los viejos nombres. El sol de las once de la mañana provocaba sombras negras y violentas. Casimir preguntó la dirección del alquiler a unos niños que fumaban. No lo sabemos, dijeron y le ofrecieron un cigarro como si él fuera uno de ellos.
La mayoría de las personas que veía eran viejos que arreglaban cosas en sus jardines, partes de automóviles o de lavadoras. Casimir entró a una guarapera y oyó cómo un vagabundo le preguntaba al vendedor qué año era. Un muchacho de alrededor de veinte años que fumaba tirado en la escalera de lo que parecía una oficina notarial le indicó dónde vivía un tal Lino. El muchacho, que llevaba un pulóver marinero y que hablaba una especie de jerga, le aclaró que el hombre era muy raro y que nadie quería alquilarse ahí, y le propuso que se alquilara mejor en otro sitio que él conocía. Casimir le dio las gracias, pero declinó la oferta.
Era una casa de un solo piso, pintada de blanco, y llena de jarrones de cerámica con tierra en los que no había nada sembrado. Tocó la puerta, pero nadie le respondió. La vecina, que tendía la ropa en unos cordeles, le dijo que Lino había salido un momento. Casimir era alto y de pómulos afilados y cortantes. La vecina se acercó y le preguntó en voz baja si él iba a alquilarse ahí. La mujer le susurró que tuviera cuidado, que Lino no estaba bien de la cabeza. La muerte de la hermana lo dejó muy mal, dijo. Casimir no hizo ninguna pregunta y la vecina quedó decepcionada. Era la primera vez que no le preguntaban qué le había pasado a la hermana de Lino.
El hombre llegó unos minutos después y lo invitó a entrar. Tenía la fragilidad de un muchacho, era de movimientos rápidos y nerviosos, y de voz aguda. Los muebles de la sala eran los típicos muebles que había adquirido toda la clase media de la época en la que había sido construida la casa. Los forros habían sido visiblemente cambiados varias veces. Había escasos cuadros en las paredes, y no había ninguna foto.
En un rincón había un librero. Los lomos de los libros tenían el color y la textura rancia de las ediciones locales de mala calidad, abundantes hacía unos años. Las ventanas eran grandes y tenían persianas de vidrio por las que entraba una luz verdosa y vegetal, proveniente del jardín y del patio. El jardín y el patio se unían en un pasillo exterior, en el que otras familias solían aprisionar perros. Casimir miró por las persianas, nadie podaba la yerba ni regaba las plantas, la naturaleza se encontraba en un estado salvaje. Había leído que ciertos animales, cuyos ancestros hubieran sido domesticados durante generaciones por el hombre, al ser dejados en libertad no sabían cómo vivir por su cuenta. Se preguntó si las plantas de jardín descendientes de plantas de jardín tampoco sabrían desarrollarse solas, si se quedarían atontadas por el suelo sin saber cómo enredarse a un árbol.
Casimir acomodó las cosas en su cuarto y se dio un baño. Le pusieron toallas y sábanas limpias y un jabón nuevo. Nunca terminamos de acostumbrarnos a los baños ajenos. Conversaron a la hora de la comida. No sé cocinar bien, dijo Lino. No importa, respondió Casimir y comprobó otra vez los términos del contrato y otras trivialidades. Debes haber oído lo de mi hermana, dijo Lino. Casimir mintió y dijo que no, creyó que así iba a hacer sentir mejor al pobre tipo. Mi hermana mayor escribía poesía, dijo Lino. Enloqueció porque soñaba una y otra vez con un verso escrito en una lengua desconocida, y al despertar olvidaba qué decía el verso. Casi nunca salgo de aquí, no tengo muchos amigos, y la gente dice que hablo demasiado de mi hermana. Casimir dijo que no había problema si hablaba de su hermana. ¿Por qué viniste al pueblo?, le preguntó Lino. Vine a recuperar algo que me pertenece, prefiero no hablar de eso.
Se escucharon unos golpes en otro cuarto y Casimir preguntó qué era eso. Es mi madre, contestó Lino, tiene demencia senil, a veces se comporta de manera rara, no te preocupes. ¿Encierras a tu madre en un cuarto? No encierro a mi madre en el cuarto, es solo hoy, porque no está acostumbrada a los invitados. ¿Es peligrosa? No, nunca le ha hecho daño a nadie. Casimir suspiró y miró con sus ojos implacables a Lino antes de hacer la próxima pregunta. ¿Te sientes avergonzado de tu madre? El hombre contestó que no y se disculpó con la cortesía apresurada de las personas cobardes.
Abrió la puerta del cuarto y se escucharon unos ruidos que llevaron a Casimir a pensar que le estaba poniendo otra ropa más decente. La mujer se sentó a la mesa, en realidad no era tan vieja. La demencia senil le había llegado de manera temprana, quizás a causa de la locura de la hija. La madre era pequeña, delgada y huesuda, y tenía una expresión grotesca de seriedad. Se tocaba el pelo corto y gris todo el tiempo, como si se mirara en un espejo inexistente. Siguieron comiendo. ¿Tu madre ya comió? Sí, ella prefiere comer temprano.
Casimir dormía bocarriba, sin sábana y sin almohada, como un faraón. Se acostaba en esa posición, cerraba los ojos y unos minutos después quedaba dormido.
Al día siguiente dio varias vueltas por el pueblo y consiguió algo más de comida. En el mercado una niña de diecisiete años o dieciocho le preguntó si tenía dinero. No estaba mal vestida, no parecía que pidiera limosna. Casimir le dio el vuelto y vio cómo la muchacha le preguntó lo mismo a otro hombre, que le contestó que no traía nada, y luego a otro hombre, y a otro. Nunca le hizo la pregunta a una mujer, pero tampoco parecía estar ofreciendo un favor sexual. Un vendedor le dijo que la muchacha era exactamente lo que parecía que era.
Por la tarde se sentó junto a Lino y a la madre en el portal. Era agradable ver el jardín, entre los colores desteñidos comenzaban a abrirse unas flores silvestres cuyo nombre desconocían. No ha llovido en semanas, dijo Lino, y esas flores salen siempre cuando no llueve, justo lo contrario que las otras. Una gata blanca se le enroscó en las piernas a la madre de Lino, y ella la acarició. Luciana no se ocupa de ti, dijo. Mi hija no se hace cargo de su gata, le explicó la mujer a Casimir, invitándolo a ser parte de su indignación.
Más tarde Lino le explicó a Casimir que su madre pensaba que su hija estaba viva, en casa de los tíos, y que esa era la gata blanca de su hija. La original murió de vieja, dijo, pero yo la he venido remplazando por otras gatas iguales. La siguiente se fue y no volvió, y justo cuando le busqué un remplazo, regresó, y había dos gatas blancas en la casa. Regalamos una, y no sé con certeza si la que tenemos fue la segunda o la tercera que vino durante la ausencia de la segunda. Casimir sonrió. Era la primera vez que sonreía desde que había llegado a la casa.
Casimir preparó una carne con verduras por la noche. ¿Por fin tus primos te devolvieron el dinero que te debían?, le preguntó la madre al hijo. No, respondió, hace años dijeron que no lo iban a devolver. Si hace falta, dijo la anciana, recuerda que yo tengo una cuenta de ahorros. Mamá, esa cuenta está agotada, gracias, pero ya no te queda dinero.
Lino se disculpó con Casimir por hablar de dinero mientras comían. La cortesía es la única bondad que nos queda, dijo Casimir.
Pasaron los días entre rutinas hiladas por el tedio. Casimir con frecuencia cogía volúmenes del librero y los hojeaba con despreocupado mecanicismo, como si fuera un trabajo mal pagado. No parecía retener el interés en ningún libro durante mucho tiempo.
Una tarde Lino encontró a Casimir tirado en el suelo de la sala entre varios libros abiertos. Todos pertenecían a Luciana, dijo. Lo supuse, contestó Casimir.
Imagino que los subrayados en algunas páginas sean de ella, añadió. Me han gustado las notas que garabateó sobre un ensayo de un autor contemporáneo, que trataba de exaltar la librería como un nuevo símbolo ante el símbolo supuestamente caduco de la biblioteca. La librería es el hábitat moderno del libro, aceptémoslo de una vez, y cualquiera que use la biblioteca en sus textos momifica un cansino lugar común, decía el autor, la gente común solo visita las bibliotecas en las películas y en las novelas románticas. Tu hermana respondió al autor (claro, el hombre nunca iba a enterarse de esa respuesta) que al parecer no era capaz de distinguir la diferencia entre una librería y una biblioteca. Una librería no es tan simple como una biblioteca que vende sus libros. La librería trata de deshacerse de los libros, mientras que la biblioteca trata de acumularlos. La librería tiene un catálogo efímero y reducido de papanatas con cascabel, puso tu hermana, mientras que la biblioteca trata de ser absoluta y atemporal, para la biblioteca ya todos los libros han sido escritos, o al menos la mayoría. Esas son las diferencias evidentes, pero tu hermana señala otras. La biblioteca solo tiene uno o dos ejemplares de cada libro, sin importar la calidad o la popularidad del libro, esa es su justicia. La biblioteca es imparcial, atemporal y no tiene un verdadero dueño. Las bibliotecas privadas sobreviven siempre a sus dueños. Las bibliotecas son anteriores a las librerías, puso tu hermana, y probablemente sobrevivan a las librerías y a los ensayos que exalten a las librerías.
Resultaba bastante evidente que Lino se había conmovido por el modesto, aunque esperanzador interés que había demostrado Casimir por su hermana. No demoró en comenzar a contarle cuán triste había sido el entierro.
La funeraria del pueblo es pequeña, dijo. En el patio interior crecen yerbajos y a veces se meten perros de la calle. Frente a la funeraria venden flores, en toda la zona se siente ese sutil aroma que no es de las flores sino de los tallos cortados de las flores puestas en agua para que revivan un poco. Metáfora involuntaria del bálsamo de los muertos. Y se escucha el sonido del tránsito y de los pájaros que anidan en unos flamboyanes cuyas raíces han roto la acera. Velaban también a un anciano ese día, habían abierto el ataúd y los niños se asomaban y miraban con morbosa curiosidad al anciano muerto. Al funeral de Luciana no vinieron más de veinte personas. A medida que su locura avanzó, producto de ese sueño persistente, sus viejos amigos se apartaron de ella. Durante los últimos meses ya nadie iba a visitarla, estaba sola en la casa con mi madre y conmigo. Un muchacho, pariente lejano del anciano que velaban al lado, se me acercó y me preguntó el nombre de Luciana. La había visto pasar varias veces en bicicleta por unos senderos boscosos. El muchacho y la novia del muchacho también iban en bicicleta por esos senderos y habían tenido la tentación de preguntarle el nombre, por parecerle simpática, pero siempre iba demasiado rápido, no sabían cómo alguien podía ir tan rápido por esos senderos. Y le dije el nombre al muchacho y dio las gracias, y me dijo que lo sentía mucho, y se fue, y nunca lo volví a ver. Fue el único ápice de sinceridad que hubo en aquel funeral. Debí preguntarle el nombre del anciano, no pensé en eso hasta varios días después. Los senderos boscosos conducen a la represa en la que mi hermana se suicidó. Nunca sabremos si pensó en suicidarse muchas veces, antes de por fin hacerlo.
La madre de Lino los había estado observando a los dos mientras hablaban, recostada al marco de la puerta. Tenía en los ojos la inexpresividad del olvido. ¿Ya recuperaste eso que te pertenecía que viniste a buscar a este pueblo?, le preguntó el hijo a Casimir para aligerar el ambiente. No, con suerte pronto lo tendré.
Esa madrugada Casimir se levantó para tomar agua y se encontró a Lino en la sala frente a la luz del televisor. La luz era de un azul sintético, y el muchacho estaba embobecido por la imagen. Estoy viendo una grabación casera, dijo, la única grabación larga que existe donde aparece Luciana. ¿Quieres verla? Casimir se encogió de hombros y se sentó en el piso. La cámara había grabado una especie de fiesta en el interior de una casa que no era la casa de Lino, había muchas personas, de entre veinte y treinta años, y había botellas de cerveza vacías dispersas por todos lados, y se oía una música estridente al fondo. El camarógrafo trataba de grabar a una muchacha molesta con su novio porque se había emborrachado y había vomitado sobre una alfombra cara en la que peleaban dos hipogrifos. Luego alguien se ponía a hablarle estupideces a la cámara, y luego el camarógrafo grababa al dueño de la fiesta, que se había ido para el cuarto con su novia, era obvio que estaban cansados. Y luego salía al exterior de la casa, un pequeño patio de cemento con una piscina inflable bastante grande.
La muchacha que está en la piscina es Luciana, aclaró Lino. La cámara se acercaba y mostraba su cara. Luciana tenía pequeñas manchas de vitiligo en la cara y en los hombros, pero su piel era tan blanca que apenas se notaban. Tenía menos de veinte años en ese momento. Un idiota se acercaba con una tijera como si fuera a pinchar la piscina, y Luciana riéndose le decía que no se atreviera, y el muchacho se tiraba a la piscina y ella salía.
La grabación duraba veinte minutos. Filmaban a varias personas bailar en la sala, alguien jugaba con el interruptor para hacerlo parecer el juego de luces de una discoteca. De repente empezaba a llover y a tronar y todo el mundo entraba mojado a la casa. Luciana se quedaba afuera recogiendo una ropa que habían dejado tendida en los cordeles. No te preocupes por eso, le decía el dueño de la fiesta, y ella entraba con todos los trapos a la casa, sonriendo, y las personas le aplaudían. Alguien tocaba la puerta, unos despistados que habían salido a comprar cigarros. La gente se sentó en un círculo, el piso estaba mojado, pero no importaba. Fumaban y la cámara se acercaba a Luciana, que estaba en una esquina, como poseída por un cansancio feliz. ¿Estás pensando en un poema?, le preguntó el camarógrafo. No todo el tiempo que me callo la boca estoy pensando en un poema, dijo Luciana. Su voz era indescifrable, y se distorsionaba tristemente por la mala calidad de la grabación. ¿Me vas a escribir un poema alguna vez? No funciona así, dijo Luciana, uno no le escribe poemas a la gente. ¿Quieres un cigarro? No, lo estoy dejando. ¿Quieres fumar yerba más tarde? Tampoco, gracias, estoy bien así. ¿Cómo puedes estar bien en una fiesta así tirada sin hacer nada?, preguntó el camarógrafo.
Lino detuvo el video porque le entraron ganas de llorar. Casimir le puso la mano en el hombro por cortesía, pero el hombre dijo que estaba bien, que ya había pasado por eso cientos de veces, que había visto el video cientos de veces. Todas las personas que están en ese video existen hoy menos ella, dijo, han seguido con sus vidas, la mayoría se han mudado de este pueblo, nadie en esa fiesta iba a entender nada, ni nosotros tampoco. Casimir le buscó agua y le ofreció sentarse a hablar. Era obvio que Lino ya no tenía a nadie con quien hablar.
Los psicólogos trataron de darle toda clase de explicaciones a su locura, dijo Lino, lo único en la que coincidían era en que las parálisis del sueño constituían un síntoma de la enfermedad, y no la enfermedad en sí. Seguramente has tenido alguna, estás despierto, pero no puedes moverte, no puedes abrir los ojos ni controlar tu cuerpo. Ese estado de terror, que dura apenas unos segundos normalmente, lo ha experimentado buena parte de la población mundial. No tiene peligro, se dice que es un desperfecto del cerebro humano, que le cuesta a veces reconectar la consciencia con el resto del sistema nervioso, tras el sueño. Las parálisis del sueño suelen ser producto del estrés o del insomnio. Los psicólogos y psiquiatras empezaron a analizar la situación doméstica, cualquier posible trauma, el estrés de la universidad, pero desestimaron que la locura pudiera provenir de un sueño. En el registro médico no queda constancia de ningún paciente que haya enloquecido por un sueño. Pero eso fue justo lo que le pasó a mi hermana. Luciana era una muchacha normal, con ciertas tristezas, pero una muchacha normal, y de repente tuvo ese sueño, un sueño que no era ni siquiera una pesadilla, es lo más extraño, y comenzó su obsesión, y comenzaron las parálisis.
Seguramente te preguntas qué soñó, qué fue aquello tan perturbador que pudo enloquecerla, pero si te cuento el sueño te quedarás tan confundido como yo. Mi hermana soñó que entraba a una especie de biblioteca antigua. Había un hombre en la biblioteca escribiendo. El hombre vestía de negro y estaba sentado al final de una mesa larga. Mi hermana esperó que el hombre se levantara para ver qué escribía. Era un poema extraordinario en otra lengua. En el sueño mi hermana podía entender aquella lengua desconocida. Al terminar de leerlo quedó tan fascinada que decidió robar los escritos, pero el hombre vestido de negro reapareció y le arrebató los papeles, y cuando lo hizo mi hermana se quedó con un trozo de papel en una mano, que contenía un solo verso. Y despertó, y ese fue el inicio de su locura. Un verso escrito en un trozo de papel. Se obsesionó por reconstruirlo, pero su memoria le falló, nunca pudo recordar qué decía.
Casimir escuchaba con atención. No había dicho una sola palabra, la espalda reposaba firme en la silla, los brazos estaban rectos y dejaban caer las manos sobre las rodillas, simétricas, como si él fuera un mueble humano. Lino siguió su historia. Mi hermana pasó años tratando de recordar aquel verso. No le interesaba escribir otra cosa, solo perseguía aquella combinación de palabras que se asemejara a una traducción del sentido y del ritmo del verso. Luego, agotada la posibilidad de que su genio fuera capaz de replicar el verso del sueño, apostó por la posibilidad de que el azar se lo entregara. Su talento no estaba a la altura de crear el verso de la nada, eso no iba a suceder jamás. Pero si veía el verso ya hecho ante sus ojos iba a ser capaz de reconocerlo. Picó un diccionario en miles de palabras y probó tantas combinaciones como le permitía su tiempo. También fracasó ese método, y unos meses después se mató. No podía dormir. Le ocurrían parálisis del sueño varias veces a la semana. Cada cierto tiempo soñaba que se veía a sí misma dormida, y que se sentaba sobre ella misma dormida, y que por tanto era ella misma la que provocaba las parálisis del sueño. Lo más extraño de todo era que soñaba que su versión despierta trataba de meterse en su versión dormida, y mientras trataba una salamandra le traspasaba el cráneo y se metía en su cerebro, y ella estaba aterrorizada, porque estaba segura de que se iba a despertar antes de que a la salamandra le diera tiempo de volver a salir, y estaba segura de que siempre se le quedaba una parte de la cola de la salamandra en la cabeza cuando despertaba, y la cola se seguía moviendo, y luego se descomponía con el paso de las semanas en su cabeza. La cola de la salamandra era algo parecido al pedazo de papel con el que se quedó. Era como un símbolo de ese pedazo de papel misterioso del sueño, un símbolo del verso que no le había sido permitido recordar, pero que intuía.
Había dos asuntos que la obsesionaban. Por un lado, aquel poema extraordinario que había perdido para siempre, aquel poema escrito por un hombre vestido de negro en una biblioteca antigua, sentado al final de una mesa larga. Por otro, la sensación de culpa, de profanación, por haber conservado un pedazo del poema. Lo más extraño era que durante las parálisis del sueño ella podía volver a leer ese pedazo, podía recordar y entender la sucesión de signos en otra lengua desconocida, pero al despertar olvidaba el significado. Mi madre y yo llegamos a creer, contrario a la opinión de los médicos, que sus parálisis del sueño habían sido provocadas por ella misma de manera involuntaria, anhelaba tanto volver a leer ese verso que se provocaba las parálisis del sueño mientras dormía. No deseaba hacer otra cosa. Despierta no hacía otra cosa que buscar maneras de reconstruir el verso, pero el verso era como un coral monstruoso, que solo florecía bajo el agua, y que si intentaban llevarlo a la superficie se escondía tímido en la piedra calcárea de la realidad. Llegamos a plantearnos un dilema de índole casi filosófica, el dilema de si el verso, y el poema al que pertenecía el verso, existían verdaderamente, o si solo su cabeza le hacía creer que existía. Si había una sucesión concreta de signos que le produjera una revelación o si en la lógica aberrada del sueño ella sentía los efectos de una sucesión maravillosa de signos, sin que existiera esa sucesión, sin que el verso fuera más que un símbolo hueco para un asombro ya existente. En un sueño a veces nos inventamos personas y lugares, y sentimos complejas historias detrás de esas personas y lugares, pero esas historias no existen, los sueños son capaces de falsificar la información, podemos correr sin estar huyendo de nadie y cosas por el estilo.
En las últimas semanas, ya frustrado cualquier intento de reconstruir el verso de aquel poema, escrito por un hombre vestido de negro en una biblioteca antigua, un último horror destruyó sus fuerzas. Encontró un significado para la salamandra que entraba en su cabeza y dejaba siempre la punta de la cola, que se descomponía por semanas estando ya despierta. La salamandra era aquel hombre vestido de negro al que ella le había robado el verso, el hombre se dedicaba a torturarla. Luciana en las últimas semanas encontró una explicación a sus parálisis del sueño, más específicamente, a las parálisis del sueño en las que se veía a sí misma dormida desde afuera, perdida en el espacio, como una consciencia sin cuerpo. Descubrió que esas memorias no le pertenecían. Cuando se despertaba recordaba haber sentado su cuerpo invisible sobre sí misma, y por tanto creía ser la causante de las parálisis. Pero la verdad era que ese recuerdo era el recuerdo del hombre vestido de negro, que iba a visitarla para castigarla por su robo. Cuando el hombre vestido de negro se sentaba sobre ella y se metía en su cabeza, era la salamandra, y a veces ella se despertaba antes de que él pudiera salir, y por eso la salamandra dejaba un pedazo de cola, es decir, él dejaba una parte suya dentro de ella, dejaba una memoria, la memoria de estar escabulléndose en el cuarto y de sentarse sobre ella.
La noche antes de ella matarse fuimos al norte del pueblo con nuestra madre, habíamos estado dentro de la casa por meses y casi habíamos perdido cualquier contacto con el mundo exterior. Luciana había olvidado por un momento el sueño y la salamandra y el hombre vestido de negro que la perseguía, y había vuelto a ser la muchacha que era. Hacía frío, algo raro en este clima, y nos pusimos nuestros abrigos, poseídos por una alegría misteriosa y embriagante, y caminamos en la noche clara sin cansarnos. Fuimos por toda la autopista bajo la bóveda turquesa llena de astros, y nos pasaban por al lado carros a altas velocidades que se convertían en líneas rojas y blancas, dragones lumínicos. Vi de cerca edificios que quizás nunca había visto de cerca, edificios misteriosos que veía de lejos siempre y me preguntaba cómo podían ser, eran imágenes víctimas de esa lejanía abstracta de ciertos sitios cotidianos, que se hacen inaccesibles como los fondos sin perspectiva de una pintura medieval. Luciana adoraba esa lejanía y me atrevo a decir que todo lo que trató de escribir en su vida constituía un intento por repetirla, por repetir la distancia sagrada de la forma ajena a este mundo. La belleza para ella era un verdadero misterio, creía que las formas de nuestro mundo solo podían acercarse a esa belleza silvestre escondida fuera de la conciencia humana y fuera de la naturaleza, fuera de la realidad, y que la función de la poesía y del arte era tratar de reproducir la forma misteriosa a la que se trataba de parecer la forma de la naturaleza. Una pintura no debía imitar el sol, sino el círculo, que era la forma a la que el sol trataba de asemejarse. Del mismo modo que la geometría era el alma de la pintura, existían arquetipos secretos en el lenguaje, geometrías del pensamiento. Luciana poseía una sensibilidad maravillosa, tan maravillosa que creía en una perfección literaria que no se encontraba en este mundo. Lo siento por seguir estos balbuceos estúpidos, pero por favor, tienes que entender que no tendré hijos y que algún día nadie va a recordarla, nadie va a saber de aquella noche luminosa. Y yo tengo que decírselo a alguien en esta madrugada.
El norte del pueblo, que colinda con la ciudad, estaba inundado de comercio y de sitios abiertos por la noche. Incluso los negocios que no abrían por la noche, como las ópticas o las librerías, prendían sus luces color ámbar, y uno caminaba entre sus vitrinas absorto por el extrañamiento de habitar en el mundo, de ser parte de la realidad, de ese milagro. Habíamos permanecido confinados en la penumbra de la casa, y teníamos la sensación de ver por primera vez las formas del mundo en aquellos callejones llenos de vida. Al parecer el frescor y la claridad de la noche habían llevado a otras familias a salir, al igual que nosotros. Los bares y los restaurantes estaban llenos, y los cafés y los chocolates calientes humeaban sobre las mesas. Podíamos entrar a cualquier sitio, quedarnos en cualquier plazoleta. Luciana nos sonrió y nos dijo que se sentía satisfecha, que ya había visto lo suficiente, no entendíamos de qué hablaba. Y nos explicó que había leído en alguna parte que la mayor tragedia de los suicidas era que se mataban en el momento incorrecto de sus vidas, cuando ya no había un sentido en hacerlo, que toda persona que se había suicidado había dejado pasar una serie de momentos perfectos para morir, pero que los suicidas potenciales siempre se sentían cegados por esa perfección para morir y la confundían en una razón para seguir existiendo, y que luego la vida les demostraba que aquello no había sido una esperanza, sino un intento de despedida que les concedía el mundo. Y Luciana nos dijo que sentía que esa noche habría sido una gran despedida, y nosotros lo interpretamos como un lirismo siniestro y nada más. Unas horas después su cuerpo apareció flotando en la orilla de la represa, lo encontraron unos campistas a punto de celebrar una orgía. La descripción del cadáver fue una mujer de alrededor de veintiocho años, muy blanca, con manchas de vitiligo en ciertas zonas de la cara y el cuerpo: enseguida supimos que era ella.
Casimir miró la pantalla encendida del televisor. Todavía estaba la imagen congelada de Luciana. Su hermano menor guardaba cierto parecido físico, los labios gruesos, el blancor de la piel, las orejas pequeñas. Los ojos de Lino, no obstante, eran los ojos de un hombre enfermo. Había pequeñas contracciones y tics en su rostro, además, que sugerían la enfermedad.
Después de lo que pasó mi madre y yo no volvimos nunca a la normalidad, mi madre desarrolló una demencia senil temprana, y yo a veces sufro de trastornos del sueño. A veces yo también he tenido parálisis, la diferencia es que nunca me he visto a mí mismo durmiendo desde afuera. Tengo que confesarte además que a veces me surgen miedos muy primitivos, irracionales. Pienso en el hombre vestido de negro, de repente creo con certeza que vendrá a buscarme a mí también. Sé que parece una locura, pero cada día que pasa pienso más en eso. Lino dejó de hablar y evaluó la reacción del otro antes de proseguir. Casimir permanecía inmutable, en esa inmovilidad característica que podía llegar a infundir miedo.
Algunos dijeron que Luciana había enloquecido y se había suicidado porque se había dado cuenta de que no era una buena escritora, y que el verso era una metáfora bastante obvia de la perfección literaria que ella podía vislumbrar en sueños, es decir, cuando leía, pero no podía reconstruir luego estando despierta, es decir, al instante de escribir. Espero que estés de acuerdo conmigo en que eso fue un psicoanálisis barato, sin ninguna correspondencia con la realidad. Creo que mi hermana fue capaz de ver en sueños algo que no debía ver, y conservó un pedazo de ese algo, y luego fue castigada por su atrevimiento. Y tengo miedo, tengo mucho miedo, de enloquecer como ella, creo que el hombre vestido de negro puede venir por mí, y me dirás que ya esto es una locura, y querrás irte a dormir y no escuchar más sobre el pasado, pero tengo algo que puede corroborar mi miedo, un detalle que he omitido en la historia. Sí, no te iba a contar este detalle al principio, porque resulta demasiado inquietante. En realidad no es un detalle que tenga que contar, bastará mostrarlo.
Lino hizo un gesto a Casimir para que lo siguiera, se levantó de la mesa con el entusiasmo de un loco y fue hacia su cuarto. En el librero había un tomo de una enciclopedia separado del resto, lo agarró y prendió la luz y abrió el tomo en la página 777. Había un papel doblado. Lino puso el tomo en las manos de Casimir y desdobló el papel. Había unas letras extrañas escritas en una tinta de un dorado enfermo. El papel pesa porque la tinta ha sido mezclada con oro, dijo Lino. ¿Tú también puedes verlo? Si tú también puedes ver este pedazo de papel, que mi hermana guardó por años, y si tú tampoco entiendes esta sucesión de signos, entonces no estoy loco. Corro peligro, el hombre de negro vendrá a buscarme, y necesito esconderme, mudarme de esta casa, dime por favor que tú también puedes ver este pedazo de papel, que mi hermana guardó por años, el papel que encontró en su mano después de despertar de aquel sueño, y dime que tú tampoco entiendes esta sucesión de signos fuera del sueño, dime que no estoy loco, prefiero correr un peligro real a estar loco, a que mi hermana haya estado loca al final de su vida.
Casimir suspiró. Había una tristeza enorme en su largo y mortífero rostro. Negó lentamente con la cabeza, a una velocidad casi imperceptible. No estás loco, dijo. Yo también puedo ver ese pedazo de papel. La cuestión es que a diferencia de ti puedo entender qué dice fuera del sueño. Entonces Casimir metió su mano en el bolsillo derecho del pantalón negro de dormir y sacó una libreta de notas con una apariencia rara, y la abrió y había una página incompleta, y tomó el pedazo de papel y le mostró a Lino que el pedazo encajaba en la página incompleta. Yo escribí ese verso hace muchos años en una biblioteca, y tu hermana me lo arrebató.
Lino se alejó aterrorizado y comenzó a dar gritos como un animal. La lámpara cayó al piso y las sombras detrás de los objetos se alzaron hasta el techo, como los cuernos puntiagudos de una corona maligna. Casimir le bloqueó el acceso a la puerta, y Lino se encaramó sobre los muebles dando gritos espantosos. Lino comprobó que sus gritos de repente ya no podían escucharse y que caía desplomado en la cama, y sintió sobre su pecho el peso muerto de Casimir, y en el limbo entre el sueño y la realidad Casimir era una salamandra que se metía en su cabeza.
No trates de despertar, dijo Casimir, o una parte mía puede quedarse dentro de ti y enloquecerte. La sensación era la de caer infinitamente bocarriba, veía el techo manchado por las sombras de los objetos cercanos a la lámpara en el suelo, veía las formas de su cuarto alejarse aunque no se alejaran, y lo peor era saber que en realidad tenía los ojos cerrados y que estaba indefenso.
Se esforzaba por darse cuenta de que era un sueño, para así despertar, pero no funcionaba, sus brazos y piernas no respondían, aunque podía sentir un ligero cosquilleo que indicaba la presencia de brazos y piernas. Cálmate, dijo la voz de salamandra de Casimir. Si despiertas una parte mía quedará dentro de ti. Lino trató de calmarse, descubrió que podía hablar con el intruso de así quererlo. Se concentró en su propia respiración, que continuaba de manera involuntaria, y escuchó la voz lenta y pacífica de Casimir.
Quiero decirte ante todo que nunca traté de castigar a tu hermana. Conocía el peligro de que retuviera el texto en sueños, así que acudí numerosas noches y traté de sacárselo de la cabeza. Nunca pude, solo empeoré las cosas.
Vine hasta esta casa por dos razones. La primera era recuperar el pedazo del poema, por eso rebuscaba en los libros de la sala. No estaba ahí, así que esperé con paciencia a que tú me lo mostraras. La segunda razón era ofrecer la única ayuda que puedo ofrecerte a ti y a tu madre, después de todo lo que han pasado. Casimir hizo una pausa entre una oración y la otra. Te ofrezco el olvido.
¿Olvidar a mi hermana?, preguntó Lino sin mover los labios. Sí, contestó Casimir con paciencia, borrarles a ti y a tu madre la memoria de Luciana. Lino comenzó a llorar desde su inmovilidad. No, prefiero que no lo hagas, dijo, prefiero recordarla.
Piénsalo bien, no tendrás de nuevo una oportunidad como esta, dijo Casimir. Su recuerdo solo puede producirte ya dolor y angustia. Y de todas formas cada año que pasa la olvidas un poco más, sin que te des cuenta. Al final la habrás olvidado de todos modos. Lino lloraba ante estas palabras, al fondo de su garganta un latido agudo le provocaba espasmos en todo el cuello y en la cabeza. Quedó en silencio.
Si aceptas, mañana despertarán como si fuera un día ordinario. Te sentirás vacío al principio, pero luego encontrarás cosas con las que llenar tu tiempo. Tendrás una segunda oportunidad. Deberías sentirte afortunado, es algo que casi nadie consigue en la vida. Lino siguió en silencio por un rato hasta atreverse a responder. Hazlo, dijo con timidez y con culpa.
¿Tú la recuerdas?, preguntó. Sí, contestó Casimir con una sonrisa invisible, se puede decir que nos conocimos, aunque de una forma muy extraña. Entonces no la olvides, suplicó el hermano. Recuérdala para siempre. Y te pido algo más. Cuando hagas lo que vas a hacer, busca debajo de esta cama una caja de cartón, ahí están los poemas manuscritos de Luciana, son la única copia que existe en el mundo. Por favor, necesito que los leas y los recuerdes, será la única forma de que permanezcan en la memoria del mundo. ¿Prometes que leerás y recordarás los poemas? Lo prometo, dijo Casimir con un ligero tono de impaciencia. Los leeré y los recordaré. ¿Prometes leer y recordar cada uno de ellos? Lo prometo.
Lino se relajó y sintió que su consciencia se desplomaba. Casimir comenzó a deshacer los ligamentos del recuerdo de Luciana. La rivalidad entre hermanos, el temor a ser inferior a ella, la envidia adolescente, la aceptación posterior, los años felices de la universidad, llenos de cafés e idas grupales a la playa, los jóvenes despellejados por el sol de la playa, como si también tuvieran vitiligo, la incomprensión ante la locura repentina, la secreta vanidad de creer que al menos él no había enloquecido y que por tanto no estaba en desventaja, el suicidio, la culpa que lo abarcaba todo, el dolor incesante, la frustración, luego el miedo a la locura. Al terminar el trabajo Lino dormía apacible en su cama.
Ya casi amanecía cuando se internó en la cabeza de la anciana y borró cualquier recuerdo de la hija. La niña abrazada a los barrotes de la cuna, que no quería ser cargada por ningún extraño, el parque de diversiones ya desaparecido en cuyos columpios mecía a la niña, los pasos torpes de la niña, los tropezones y las carreras de la niña a medida que crecía, delgada y marimacha, la impotencia de ver a su hija crecer y alejarse, la impotencia de no entenderla y pese a eso amarla. El resto de los recuerdos estaban carcomidos por la lepra de la demencia senil, las imágenes, desligadas y absurdas, a veces creaban conexiones desafortunadas, en su intento de darle sentido a un mundo sin sentido.
Se atisbaba una división entre el cielo y la tierra, una franja amarilla sobre las ruinas verdeazules y mohosas de la noche. El viento entraba por la ventana y levantaba las pesadas cortinas y hacía temblar algunos objetos del cuarto. Casimir estuvo quieto por un momento, escuchaba cómo el viento batía la muchedumbre de hojas y se colaba por ciertas ranuras para sacar aullidos huracanados. Fue hasta el cuarto de Lino y sacó la caja de cartón, y sacó los papeles de Luciana de la caja. No los leyó. Fue con ellos hasta el patio, y los tiró en la tierra, y el viento los desordenó para siempre. Les echó gasolina encima y los papeles se pegaron sumisos a la tierra.
El viento le apagó el primer fósforo, y el segundo. Cogió un papel, fue a la cocina y le prendió fuego al papel en el fogón. Y luego llevó el papel, encendido en un extremo, hasta el patio y lo tiró junto a los otros, y el fuego se enroscó hambriento sobre los papeles y empezó a devorarlos. Los trozos de papel ardían en el aire levantados por el viento indiferente y húmedo del amanecer.
Recogió sus cosas y se cambió de ropa. La madre de Lino se pasó por la cocina para prepararse algo de comer. Lino se levantó poco después, fregó los platos y picó una fruta para compartirla entre los tres. Se sentaron los tres a la mesa y se sirvieron leche. El sol dibujaba la forma de la ventana en la mesa, esa sombra a medio borrar que proyectan las persianas de cristal (la sombra de un objeto transparente es una realidad casi inadmisible). Casimir explicó que necesitaba irse, pero que no importaba, que iba a pagar la estancia completa, la que habían planificado desde un inicio.
La gata blanca se le trató de enroscar en las piernas a la anciana, como de costumbre. Esta vez su gesto misteriosamente no era retribuido. ¿Por fin tus primos te devolvieron el dinero que te debían?, preguntó a su hijo. No, mamá, no creo que vayan a devolverlo. Seguro lo devuelven, dijo la anciana, pero si necesitas el dinero recuerda que yo tengo una cuenta de ahorros. Gracias, mamá, no creo que haga falta.
Lino salió al patio y vio la hoguera todavía humeante. ¿Qué pasó aquí?, preguntó. Quise quemar unos documentos para que no me pesaran en el viaje. Tenía que asegurarme de que quedaban destruidos, para no comprometer la privacidad de ciertos clientes. Las hojas secas hacían remolinos en el suelo. Algunos pedazos de papel sobrevivientes se elevaban por unos segundos, blancos e inmaculados. Lino se agachó y miró un fragmento, se notaban unas palabras sin sentido.