Por Olivia Rico
¡Yo, el invierno pasado, más sordo que los cerebros de niños,
Corrí! Y las Penínsulas desamarradas
Jamás sintieron clamores tan triunfales.
"El barco ebrio"
Arthur Rimbaud
I
En su famosa fotografía de los diecisiete años, veo a Rimbaud con los labios apretados en una mueca de ira; labios hundidos como ojos enfermos, consumidos el uno por el otro como un órgano doble y replegado hacia su interior, como un corazón capaz de latir solo para sí mismo, asesino del cuerpo. Apenas existe una prominente línea oscura bajo la nariz y luego una porosa planicie blanca sobre la barbilla. El gesto es una mutilación falsa, una pequeña censura en una boca invisible, como la disciplina pícara de quien esconde basura bajo la alfombra. Esta mueca es su única apariencia de contención, el único mesurado umbral de su odio: imagino que pronto, de cualquier modo, comenzarán a salpicarnos las gotas de sus esputos, como de un pequeño tuberculoso que blasfema.
II
Mi imagen de Rimbaud es, ciertamente, fácil. Es, digamos, la primera imagen, la que se puede hallar en las fotografías, en las cartas y en las anécdotas, en los otros. Es la imagen que se puede reconocer. Estas notas impulsivas no buscan otra, no aclaran ni profundizan. Recrean la primera fascinación, la ingenuidad; se dejan llevar por la maravilla cruel, eléctrica, de un primer retrato.
III
Pienso de nuevo en aquella aparente contención: con algo de mago, de arlequín huidizo que burla y esconde la mofa, la tela cortada, no nos queda claro dónde está el reproche, en qué momento se ha movido de la aparente oda a la queja. En “Después del Diluvio” está toda, o casi toda, su enfermedad: la liebre está dispuesta a decir su plegaria, y espera el final del despliegue de la oscura maravilla para darnos sus razones. Rimbaud nos engaña.
“Mala sangre” y “Alquimia del verbo” son la rebeldía clara y estridente, la abundancia que no puede contenerse, la visión extasiada. “Después del Diluvio” contiene, en cambio, su difícil y amable maldad, virtuosa e indecible. Rimbaud es como un inquieto ante un momento de cordialidad, de armonía hipócrita: la conversación afable, de tonos perfectos, la cena de comensales fáciles e irreprochables, donde todo moraliza y hay canciones y recuerdos, pasajes graciosos y sol poniente en las ventanas: no una verdadera felicidad, sino, más bien, una insensibilidad cómoda. Imagino a Rimbaud pensativo: no puede soportar el momento que acaba de pasar, su contagio, no quiere soportarlo. Por un minuto vivió en él, creyó en él: su candor lo ha abandonado. Su enfermedad es, pues, la de quien se sorprende involuntariamente en la traición. Imaginémoslo como el niño que ha aprendido a disfrutar de las disputas, de cierta llorosa forma de violencia. Imaginemos a una madre belicosa presentando argumentos y sermones a las hermanas, y veamos al niño atento, silencioso, absorto. Cada palabra instala en él un momento sagrado, cada grito procura su inmovilidad, cada escena nutre su diversión, su descubrimiento de secretos. Las guerras y los castigos se hinchan ante sus ojos.
Alguna sana humildad puede llevarnos a pensar en “Después del Diluvio”como en un inventario de maravillas, un descubrimiento de novedades en la primera mañana tras la Tormenta. Sin embargo, es quizás una maravilla al revés, una consecuencia inevitable del desdén, de los labios crispados a punto del salivazo: la plegaria retrasada, burlonamente redentora, es el resultado de la galería de odios, de esa prodigiosa profusión del asco.
Pero nosotros no podemos mirar con desprecio la sucesión de las escenas post- diluvianas: admiramos las flores recién despiertas, la partida de las inmigraciones, el ancla levantada en alta mar, la definitiva marca de salvación en la matanza. Nos gusta la plaza adoquinada y el niño peculiar de pueblo pequeño. Nos alegra la dicha nueva de las imágenes, las muchedumbres enlutadas despojándose de sus trajes, el andamio de los roedores. Nos deleita que los mazagrans puedan humear, y que haya música en los cerros y una lujosa rectitud en medio del caos de la primera alba del mundo. Corremos con placer el riesgo de asombrarnos demasiado, de que la tela aguada de la iluminaciónnos consuma. Nosotros no podemos comprender sino la ponderación del nacimiento tras la muerte, del cese del relámpago, de la misericordia y el perdón. O quizás podemos comprender el oculto placer de la tormenta, de la extrañeza de una Noche larga en donde todo era oscuro y natural y no existía el Tiempo, solo la turba de las cosas puras e inflexibles; mas no podemos no desear que cese, no podemos no contemplar la posibilidad del descubrimiento, la esperanza de la llegada del prodigio. Somos genuinamente tolerantes: hemos creído siempre en una falsa amplitud del mundo que no estamos dispuestos a desechar. A Rimbaud le basta la primera escena; no le teme a la segunda, sino que la deplora: ya la conoce, la conoce hace mucho tiempo, porque en él están la soledad genuina, la inocencia perfecta y severa. Ha visto ya. La eternidad para Rimbaud (la verdadera eternidad) es el cerco, los límites, no la infinita y absurda posibilidad de cosas.
IV
Toda su diversión está en la tragedia; más aún, todo su asombro, toda su impaciencia. El Diluvio, como una batalla, es un estado uniforme de cosas (aquellas “cosas enredadas y textos y doloridos ojos” del mar de Lepanto); en cambio un nacimiento, un breve acuerdo de paz, es una felicidad transitoria, una abolición momentánea de lo terrible. ¿Quién puede soportarlo? La reacción de Rimbaud es la del rebelde cuyo odio y cuyo placer no apuntan a una única cosa, sino a la existencia toda, a su proverbial agonía:
Mi debilidad, ¡la crueldad del mundo!
El sosiego temporal, el tentativo olvido de la corrupción y la maldad que le ofrece el fin del Diluvio, le son insoportables, menos por dolorosos que por tediosos (“Pues desde que se disiparon… es un tedio”), y menos por el sencillo olvido del sufrimiento de solo vivir, que por la resurrección del sufrimiento: la tregua para rehacer. Para Rimbaud es imposible la absolución de los pecados, el perdón. Y es aquí donde vemos su inocencia terrible: una inocencia excepcional, verdadera e implacable, nacida de una insólita cantidad de tiempo, de una “sabiduría tan desdeñada como el caos”. Rimbaud no solo está “libre de pecado”, sino también de piedad. El cese de lo siniestro, el levantamiento del castigo, le son impensables, en parte, por su falta de piedad. Rimbaud, mínimamente, como un ángel, sentencia sobre la Tierra, observa y dictamina su verdad:
Como un ángel que afeitan, vivo siempre sentado,
empuñando algún vaso de profundas estrías;
doblado el hipogastrio, miro cómo han zarpado
del puerto de mi pipa tenues escampavías…
Y es un ángel despótico, impío, exigente: nos seduce con su burlona tristeza, mas con convicción (he aquí, una vez más, su inocencia inaudita: alguien que no hace si no cree es alguien felizmente inocente) blasfema y se jacta. Es evidente: así como no desea el retracto de los diluvios, no desea la restitución del orden, el final de la agonía, la vergüenza y la obediencia últimas.
V
La enfermedad de Rimbaud se nos aparece, al final, en su cerebro sordo. Su pasión se completa en su infancia demasiado tiempo prolongada, en ese fastuoso bulto sobre los hombros. Su niñez le es demasiado cercana; no puede desterrarla. ¿No es esta la gran enfermedad? Rimbaud no es solo el enfant terrible, sino el eterno infante. Todo él está en la infancia, en “la hora del querido cuerpo y querido corazón”. Así, por más que en “Alquimia del verbo” desdeñe la falsa belleza, las antiguas “telas de saltimbanquis”, el “latín de iglesia”, las “estampas populares”, los “cuentos de hadas”, los “ritmos ingenuos” y los “libros eróticos sin ortografía” que antes lo cautivaban, desprecia en vano: estas pinturas humildes y “pequeños libros de infancia”, esta bohemia inofensiva, revive en las Iluminaciones, en la vieja acuarela de plaza y soledad, de circo ambulante e íntima revelación a un tiempo. La niñez es su tormento, su saludada desgracia. Su sordo cerebro (su insolencia sencilla) es resultado de una especie de fiel resignación: su falta de piedad, su falta de remordimiento y de pecado, no han abandonado el sitio solitario de los niños, los días dolorosamente largos, las tardes agónicas, el tedio. He aquí entonces que censura la reversibilidad del castigo, que intenta rogar por la permanencia del “deslumbrante aguacero”. Pues para él, solo el secreto de la Reina es un milagro irrechazable, un prodigio imperdible.