Por Carlos Ávila Villamar
I
Supe de la existencia de las piedras del sueño por Roger Caillois. Se trata de raros mármoles que fueron comúnmente enmarcados y firmados en China como cuadros, antes de que se hablara de arte abstracto. La práctica de enmarcar las azarosas imágenes de la piedra también tiene rastros en Occidente. Caillois habla de la piedra paesina (“piedra paisajística”) de Florencia, en la que aparecen misteriosos y nítidos paisajes (y en ocasiones ciudades y ruinas), y sobre la cual algunos artistas se atrevieron a pintar escenas de la mitología cristiana. Las piedras del sueño (pierres de rêves en francés, dreamstones en inglés) comúnmente recuerdan alturas nevadas, o formaciones rocosas sobresalientes en la neblina, y en ellas sucede el milagro: la piedra dibuja la piedra. Una forma se representa a sí misma, como en el espejo de un sueño.
Caillois, promotor de lo que él llama las “ciencias diagonales”, sostiene que hay una belleza más profunda y vasta que la percibida por el ser humano: lo que ve el ojo humano son las huellas o las cicatrices de otro mundo, una escritura que apenas toma prestada la luz y las formas. El ocelo de los insectos y el ojo de los vertebrados, la piedra del sueño y la espuma bañando el arrecife, serían diferentes caligrafías de los mismos signos.
II
Será divertido invertir la lógica: en vez de ver la piedra como una forma de escritura, veré la escritura como una forma de piedra. ¿En qué se parecen la piedra y el texto, el mineral y el lenguaje? Más valdría preguntarnos antes en qué se diferencian. La respuesta más evidente sería que el texto tiene un autor, mientras que la piedra no (a menos que se señale a un demiurgo). Pero si lo pensamos bien, la vida no es una cosa opuesta al reino mineral. Más bien es un orden del reino mineral: a fin de cuentas, se subordina con absoluta obediencia a sus leyes. Así que ningún ser vivo, ni nada creado por un ser vivo, deja nunca de ser un mineral. Las piedras sedimentarias se componen a menudo de residuos orgánicos. Y bien puede decirse que un helecho es autor de su fósil tanto como lo es un ser humano de sus diarios o de su tumba.
Otra diferencia sería lo aparentemente tangible de lo mineral y lo intangible del lenguaje. No argumentaré que el lenguaje también puede verse o escucharse, sino más bien que nuestras percepciones del mundo mineral son a fin de cuentas fenómenos, fantasmas del cerebro humano, tanto como las palabras, y la verdad que guardan del mundo externo es bastante remota. Las imágenes, los sonidos, las texturas, son “lenguajes” mediante los cuales nos comunicamos con el mundo, no propiedades del mundo en sí.
Nos quedaríamos entonces con una última y aparente diferencia: lo mineral está en el mundo, aunque no lo pensemos, mientras que el lenguaje solo está en tanto sea pensado. Yo me atrevo a decir que esto último no es cierto. El lenguaje existe aunque no lo pensemos. Una etimología no es menos real porque no seamos conscientes de ella. Las palabras que usamos son más antiguas, más profundas y complejas que los usos que les damos, del mismo modo que un lapislázuli es mucho más que el peso y el color de la piedra que llega a nuestras manos.
Mi conclusión no es que el reino mineral y el lenguaje sean lo mismo, sino que el lenguaje es un fenómeno específico que se da en el interior de ciertos minerales tenaces en reproducirse a sí mismos, conocidos como personas. El lenguaje es como el cáncer que crece en el interior de la roca septaria, con forma de nebulosa.
III
El verso y el aforismo son hallazgos minerales en el lenguaje. Nuestra fascinación por formas extrañas e impredecibles del lenguaje, las llamadas formas literarias, se asemeja a nuestra fascinación por ciertas piedras, incluyendo las piedras del sueño.
IV
Alguna vez los libros constituyeron objetos raros. Eran recelosamente escondidos en gabinetes y bibliotecas privadas. Pero a partir del siglo diecinueve se hicieron comunes. Quizás demasiado comunes. En su ensayo “Sobre los clásicos” Jorge Luis Borges propone una idea contraintuitiva: que la belleza literaria puede encontrarse en todas partes, y no solo en los clásicos. Es una idea valiente, que he corroborado con el paso de los años.
En nuestro mundo los textos se han multiplicado a tal punto que nuestra actividad como lectores está irremediablemente sesgada por el azar. No podemos leer lo que no ha llegado a nuestras manos, y no llega a nuestras manos (no puede llegar) más que una ínfima, ridícula representación de la producción escrita. Leer ya no se trata solo de leer, sino de encontrar.
V
Nunca un libro ha sido tan parecido a un amuleto. El amuleto y el talismán, dice Caillois, sugieren a su dueño que bajo la apariencia del azar hay causalidades secretas que lo vinculan fatalmente a él. Todos, en mayor o menor medida, creemos en los amuletos, incluso si ya no son rocas. Yo he transportado conmigo ciertos objetos a lo largo de mi vida (y otros, con plena consciencia, los he dejado atrás, como para tener que regresar a buscarlos algún día: pienso en un plato chino de madera con un ave-dragón, que todavía está en el que fue mi cuarto, en la casa de mis padres). Los libros, ahora más que nunca, ya no son copias de obras incorpóreas e inmortales, que nos sobrevivirán, sino objetos frágiles y únicos, amenazados por el caos, que debemos proteger.
Me he dado cuenta de algo: cada vez es más difícil conocer a personas que hayan leído los mismos libros que nosotros. Los libros, a diferencia de las series televisivas o algunas películas, no son productos culturales con los que podamos socializar. No solo porque la gente lea menos, sino porque leemos cosas diferentes. Cada cual tiene su propia colección. Cada cual ha creado sus propios vínculos. Quizás por eso ya no tenga efecto recomendar un libro: nos llaman más la atención los que encontramos por nosotros mismos.
VI
Sucedió en la librería El Desastre, en la Colonia Del Valle. Buscaba un regalo para Luisa, una amiga, que cumplía años. Se me ocurrió encontrar un libro que nadie más pudiera regalarle. Evité los anaqueles de Alfaguara, Debolsillo, Alianza, Acantilado… debía hallar una cosa rara. El título me llamó la atención, quizás porque pasé la mayor parte de mi infancia leyendo sobre fósiles: Amonites. Desconocía a la autora, Jeannette L. Clariond, pero descubrí que era de Chihuahua, al igual que Luisa. Dos coincidencias cruzadas. Abrí el libro: el prólogo era de Salvador Gallardo Cabrera, un autor que (al igual que Luisa) había colaborado en nuestra revista, en Erial. Demasiadas coincidencias. ¿Había encontrado un amuleto? ¿Pero sería de Luisa o mío?
Amonites no era exactamente un poemario, pero tampoco un libro de ensayos, ni un libro de aforismos. “Los amonites tienen una velocidad y una composición sintáctica propias. No son aforismos, ni fragmentos”, dice Salvador Gallardo Cabrera en su prólogo. No se me hacía claro a qué se refería… hasta que empecé a leer. En un intento por replicar la experiencia, transcribo algunos de los primeros hallazgos: “La sombra, sin su límite, ardería”; “Desde este lado de la muerte, veo un cielo sembrado de puertas”; “La sangre del caribú mancha la nieve de la página”; “No pule el agua la piedra, sino la visión del pez”; “Hay una tranquila certeza al cerrar el libro que la madrugada, con su estertor crepitante, desvanece”.
Los fragmentos de Jeannette L. Clariond son imágenes inconclusas, misteriosas, hipnóticas, como la forma espiral del amonite. Es curioso, el sentido aparece en los fragmentos como mismo aparecen las imágenes en las piedras del sueño. Lejano, indeciso. Los fragmentos siempre nos hacen cuestionarnos si de verdad vimos lo que vimos, si los leímos de la manera correcta, o si bestias previas de nuestra imaginación los tomaron por lecho y se acostaron en ellos. “Sola se mueve el alma si es acompañada”, leemos en el libro. ¿Hemos visto lo que hemos visto? ¿Hemos visto a la bestia dar una vuelta y acostarse? Pero si leemos el fragmento de nuevo, tal vez ya la bestia no esté. Creo que esta es una de las propiedades más fascinantes del lenguaje. Milenios de lecturas se han sedimentado y han provocado por sí mismas, a cierta temperatura, a cierta presión, un pensamiento, y ese pensamiento se ha fosilizado en un grupo de signos que alguien más puede descifrar. Un molde que pueden proveer indefinidas réplicas, nunca exactas. Y en nuestro acto de lectura se ha manifestado algo que escapa al lenguaje. Uso la palabra “sentido”, y no “significado”, porque el paradójico fragmento de Jeannette L. Clariond no significa algo concreto.
“Todo principio es blanco”, podemos leer en el libro. Sería inútil forzar que el fragmento representa la angustia de la página en blanco que precede al texto, o que proclama que los principios, las máximas, los axiomas, son perfectos, pero estériles. En cierto modo, el fragmento se autodefine: también es un principio. “Transcurre, no discurre, la espiral sosegada del amonites”: aquí otro fragmento que parece definirse a sí mismo. Sabemos de antemano que la espiral del amonite no discurre caóticamente, sino que se desliza sobre sí misma. El fragmento no nos dice nada nuevo, en apariencia. Pero la mera enunciación hace que, una vez más, se entrevea algo que está fuera del lenguaje. Supongo que es un efecto parecido al del haiku. Se nos presenta una imagen, a veces una imagen que ya creemos conocer, y de repente cobra vida. De nuevo: lo sorprendente es cuán común es la belleza del lenguaje, si se lee bien. “Alto vuela el albatros”, podríamos decir con sencillez: sabemos que el albatros vuela alto, no hay ninguna metáfora que revele un color inesperado, y sin embargo la frase, cuya única rareza es apenas sintáctica, es algo más allá que ella misma. El mineral nos ha dejado ver un sueño antiguo en el lenguaje. Es una ilusión, una coincidencia, sí, como las de las piedras del sueño, pero a la vez no. No más que el parecido entre el amonite y el cuerno de un carnero. La etimología de “amonite” remite al dios Amón, tardíamente representado como un carnero, es cierto. El cuerno del carnero y la concha del amonite tienen en común que crecen desde adentro hacia afuera, que necesitan ser huecos, y que de algún modo proveen de cierta defensa a su dueño. No es raro que la espiral se repita en la naturaleza, según Caillois. Sintetiza dos fenómenos comunes en ella: la periodicidad y el crecimiento. En toda coincidencia se esconde siempre una verdad sobre el mundo. Así que cuando creemos ver algo en algo, sin duda lo hemos visto. Cuando creemos de niños que la sombra de un árbol en la ventana es un monstruo puede decirse que vimos un monstruo.
El lenguaje va a fin de cuentas de eso, ¿no? De reconocer. Y la literatura va de crear las condiciones para que algo sea reconocido. Va de ponerle un marco a la piedra. Es algo de lo que he hablado con Ronald. Sospecho que la experiencia literaria es un delirio autoinducido. No muy distinto de la experiencia religiosa. Una serie de pistas te preparan, te hacen saber que algo está a punto de suceder. “¡Ahí está!”, dices al fin cuando sucede. Si empezamos a leer un poema, lo común es que vayamos aceptando los primeros versos, quizás perdonemos algo que no nos convenza, hasta que de repente una frase, un adjetivo, un sustantivo postergado por la sintaxis, nos muestre la imagen en la piedra. El monstruo que el niño ve en la sombra de los árboles. Y esa imagen, ¿ya la conocíamos? ¿O solo parece como si ya la conociéramos? Esa es la verdadera pregunta.
Y en ocasiones la imagen simplemente no aparece. Algo habrá fallado en el delirio autoinducido. Tal vez de no haberme interesado el tema de los fósiles los amonites de Jeannette L. Clariond me habrían impresionado menos. Tal vez, de haber encontrado el libro de otra forma, en lugar de habérmelo topado por azar en la librería, mi experiencia habría sido distinta (si enfáticamente hubiera sido recomendada por un amigo, digamos). O tal vez, de no haber sabido que mi propósito era regalarlo, y que por tanto mi destino era perderlo, lo habría leído con menos rapidez y atención. Pero algo en mí me dice que es un buen libro, más allá de mi experiencia. ¿Cómo se comprende esto? Quizás por la misma razón por la cual nos atraen los amuletos, y creemos en ellos.
Creo que todo esto tiene que ver con la idea que mencionaba antes: que la lectura es una actividad cada vez más difícil de compartir. No trato de sugerir un gran misterio. Cada vez hay más títulos, y cada vez hay más autores. Se trata de una realidad dolorosamente trivial. Y también sucede que los seres humanos estamos más aislados, ¿no? Por un lado, las ciudades tienden a repetirse: en la arquitectura, en los hábitos, y demás, y por el otro el grupo de seres humanos con los que compartimos algo se achica y se achica, paradójicamente. Somos parte de una geología de pensamiento y de lenguaje que no podemos comprender.
Regalé el libro, finalmente. De él solo me quedaron algunos fragmentos transcritos en un cuaderno (fósiles, podríamos decir). Los he usado para mis propios propósitos: estas notas. Siempre he tenido un problema con las lecturas. Se me hace difícil no descubrir mis segundas intenciones. Deseo una lectura desinteresada, libre, pero ahí está ese otro deseo, el de reutilizar, el de apropiarme de la imagen de la bestia. Y debo confesar mi temor a que antes de que haya terminado de escribir la línea, la bestia ya se haya ido, y la piedra haya vuelto a ser solo una piedra.