Por David Noria
¿De qué está poblada nuestra imaginación en tanto americanos? Eso me preguntaba hace poco de visita por Uxmal y Monte Albán. En medio de esas ciudades antiguas –que sólo los necios llamarían ruinas– la mente quedaba como embobada y muda. La impresión estética ante los palacios de la selva y la montaña era, claro, muy poderosa, pero las reflexiones surgían con dificultad, a tientas y a cuentagotas, como respuestas pobres en un examen de historia. Otra muy diferente es la experiencia del viajero letrado americano, digamos, en Atenas, donde a cada paso aparecen los fantasmas de la Antigüedad, sus dichos y obras, o en otras ciudades europeas, donde uno cree descubrir a san Ambrosio leyendo en silencio en un rincón de Milán; cosas que los propios europeos ignoran a veces. Pero en Yucatán, en mi propio país, me encontré desnudo. Aquello era estar en el escenario de un mundo, pero sin subir a sus tablas ningún acontecimiento, héroe o dinastía, discurso allí pronunciado, cuadro de costumbres, rudimento alguno de la lengua maya o pasaje ejemplar de su literatura: la imaginación quedó vacía, el palacio sin vestiduras. Otro tanto me ocurrió en Monte Albán. Allí sus estelas e ideogramas fueron letra muerta, como al parecer lo siguen siendo para los antropólogos mismos. ¿Hasta qué punto varios sitios arqueológicos no son un curioso paseo por un campo sembrado de monumentos que, paradójicamente, no recuerdan nada? Lo que queda es un sentimiento de nostalgia y admiración o, a lo sumo, un penitente dejo de vergüenza por lo mucho que ignoramos y que contrasta con lo mucho que reivindicamos. Los escasos libros con que había pretendido informarme a la carrera antes de visitar aquellos lugares eran áridos hasta la exasperación, por técnicos, y los de carácter más general no pasaban de antologías de cuentos y leyendas; ambos inútiles extremos. Y aunque los libros hubieran sido ejemplares, una carencia semejante –no sólo de conocimientos, sino de compenetración, de sentido de pertenencia– no hubiera podido remediarse en unas horas. Es carencia de treinta años, transcurridos sin embargo entre el estudio de las humanidades en escuelas públicas, privadas y la Universidad Nacional. Temo representar no la excepción sino la regla, y repetir con Villon:
En el año treinta de mi edad Que todas mis vergüenzas he bebido Ni del todo tonto ni del todo sabio…
Y hasta aquí la contrición. No es lugar para continuar ensanchando esta observación y constatar hasta qué punto es frecuente entre nosotros el desconocimiento de lo propio (y no falta quien diga con tono socarrón: ¿propio?). Pero desconocimiento, también, de buena parte de lo ajeno, pues ¿dónde quedan en nuestra idea del mundo África, Asia, Oceanía, la propia Europa oriental? Ecos, trazos, exotismos… Hablando con términos de las telecomunicaciones, se diría que nuestra mente está únicamente sintonizada o conectada con Estados Unidos y parte de Europa. Y lo que nos llega de otros confines es apenas lo que pasa a través de los primeros. Acaso esto fuera justificable si en efecto los países latinoamericanos hubieran vivido aislados de cualquier contacto, como en un invernadero de la historia. Lo más desconcertante es que, tal vez, no haya otro lugar del globo donde más encuentros se hayan y se sigan dando entre las diferentes culturas y economías del mundo. Disparidad enorme entre la realidad y nuestra idea de ella. Sesgo, en suma, de nuestra visión. Sin embargo, no es el caso de caer en un inútil desasosiego, dejándose asfixiar por esa yerba parásita que ha sido el pesimismo. Los primeros afectados, casi diría tullidos, por una visión “occidental” estrecha son los propios estadounidenses y europeos. Un alumno de maestría de Yale me decía con toda tranquilidad que la historia de Los Ángeles comienza con la migración de hippies en los sesenta (!) y una estudiante de la Sorbona, en clase de español, aseguraba que Europa es el continente con más lenguas (!!). Con la experiencia continuada del trato y las gentes, se aprende que más que señalar hay que ser compasivos, incluso con nosotros mismos.
Al esfuerzo por rastrear y exponer este tipo de encubrimientos (no sólo epistemológicos sino vitales) se ha dedicado, desde hace mucho tiempo, Hernán Taboada. Su último libro, Discursos sobre la historia universal en la América criolla 1770-1850 hace un repaso por las ideas de la Ilustración, entendidas en principio como un movimiento de apertura hacia lo diferente, su ambivalente recepción en América y los intentos miopes pero a veces bien intencionados por escribir historias universales desde gabinetes en pueblos de Alemania, pasando por las diferentes coordenadas que han encontrado entre nosotros los estudios clásicos, medievales u orientalistas. Lo primero que salta a la vista es que, más que ciencia directa, América ha traducido, adoptado y muchas veces aceptado sin mayor examen ideas sobre el mundo y sus sociedades. Más aún: este conocimiento ha ido corriendo a socorrer a las furias políticas, con las simplificaciones que ello implica. Hacer de todo conocimiento, algo mal digerido, un rápido panfleto ha sido una constante en los foros de la patria grande.
Cáustico y erudito, Taboada arremete contra el eurocentrismo y el proyecto liberal del siglo XIX en sus derivas unificadoras y aplanadoras. Proyecto del que apenas el mundo, con dificultad, se está sacudiendo algunos de sus postulados más problemáticos, como lo señala Andrés Kozel en el prólogo. Pero, obra de historiografía al fin –bien que teñida a veces de enérgica arenga– los Discursos de Taboada distinguen dos momentos diferentes en la historia de las ideas en América latina. En el primero, a fines del siglo XVIII y en el periodo de Independencias, los pensadores criollos mostraron mayor sensibilidad por otros confines del mundo más allá de Europa y también por la realidad americana misma. Hablando de ese momento de la Ilustración en los Virreinatos y Colonias, dice Taboada que se trataba de:
Una actitud dispuesta a observar a los otros pueblos, a oír otras voces, reconocer valores en ellas y buscar de ese modo un esquema no marcado por el eurocentrismo. (…) Una concepción más amplia permite adosarle pensamientos también nacidos de la apertura axial de la Ilustración y cuyos orígenes en América se esconden detrás de la ‘disputa del Nuevo Mundo’ contra los relatos europeos sobre la inferioridad indiana y detrás de la ‘epistemología patriótica’ de raíces escolásticas y jesuitas, caracterizada por la defensa de la naturaleza y civilizaciones precolombinas pero además por la revalorización de ciertas fuentes de origen indígena, el atesoramiento y coleccionismo de éstas, inclusive un inicio de prospección arqueológica. pp. 40,46.
Era un tiempo, además, en que la Nao de Indias y el Galeón de Manila propiciaban redes de comercio desde California a Chile, flanco que abrió a los americanos no sólo el flujo de riquezas materiales, sino de apertura mental y de mayor experiencia con la otredad. “Rarísimo, dice Taboada, era ver un chino en Europa, mientras podía ser presencia cotidiana en las grandes capitales multiétnicas de México, Lima o Río de Janeiro con sólo ir de compras o cortarse el pelo”, p. 219. En este sentido, a un trato cotidiano con China siguió una idea negativa de ella como cuna del despotismo, importada de Europa y a la que se adhirió, entre otros, Bolívar. Otras ideas fueron igualmente recibidas e impuestas al cabo: un juicio negativo de la Edad Media (germen de la Leyenda Negra española), el recelo contra Rusia, el desprestigio de los clásicos grecolatinos como escuela del pensamiento histórico y letrado. Cierto que hubo muchos matices, y acaso el mayor logro de los Discursos sobre la historia universal en la América criolla sea el de constituir una especie de enciclopedia donde todos comparecen. Pero a pesar de la primera impresión no se trata sólo de un prontuario de imposturas, un florilegio de equívocos seculares, un catálogo del facilismo criollo y de la obcecación europea, sino un apuntalamiento de realidades valiosas ya olvidadas en ambos lados del Atlántico, de esfuerzos nobles de pensadores y políticos, de destellos que, aquí y allá, nos invitan a retomar la esperanza en una América más sensata y fiel a lo que pudiera ser, y de hecho es, aunque sin plena conciencia de sí misma. Algunos dirán acaso que el libro deja un sabor amargo, pero de vez en cuando las purgas son necesarias.