Por Carlos Jaime Jiménez
Hace unos días estaba haciendo un giro a la izquierda en una intersección de mi vecindario en Downtown West Austin. En dirección contraria a mí venía una white Karen conduciendo un BMW, al parecer hablaba por teléfono. Yo casi había terminado mi giro cuando ella decidió girar a la derecha imprudentemente, metiéndose en el carril que yo ocupaba. Estuvimos a milímetros de chocar; ella no se detuvo en ningún momento. Tuve que limitarme a sonar el claxon y ver cómo un perro extremadamente feo que iba en su regazo sacaba la cabeza por la ventana. Sentí que el perro me estaba mirando con sorna. En esos milisegundos, aparte de pitarle a la Karen, exclamé desde el fondo de mis pulmones “Look at this crazy bitch!”. Hasta ahí todo bien, excepto por la misoginia casual, pero unos instantes después me di cuenta de algo revelador. Yo iba solo en el carro, y mi reacción instintiva ante una situación de peligro muy real e imprevisto fue una exclamación en inglés, no en español. A pesar de tener un repertorio amplísimo de donde escoger -“¡Atiende, comepinga!”, “¡¿Asere, está jeva está loca?!”, “¡¿Qué está metiendo esta tipa?!” y un largo etcétera- mi inconsciente se expresó en inglés.
Desde hace buen tiempo sueño en inglés de manera frecuente, y mi diálogo interno -esa voz en off que suena de fondo durante los momentos cotidianos- transcurre en spanglish, probablemente con un poquito más de inglés que de español en la mezcla. Sin embargo, creo que es la primera vez que una exclamación instintiva bajo presión me sale en inglés. Esto me ha hecho pensar en el estado de mi relación con el español, algo que me viene preocupando últimamente.
Desde hace dos años mi dieta lingüística se halla abrumadoramente constituida por texto sintético en inglés (generado por IA). Miles de horas empleadas en evaluar, corregir, refinar textos producidos por robots, creando sets de datos con anotaciones de estilo, intención y comportamiento, e insertándolos de vuelta en cerebros artificiales para que, en el próximo ciclo, suenen menos robóticos. Los avances en pocos años han sido exponenciales. No solo cometen menos errores, sino que suenan más como nosotros. En todo este tiempo, mi ingestión de contenido en español, más allá de las conversaciones con mi familia y algunos amigos (casi todas a distancia, a través de WhatsApp) ha sido mínima. Mi teclado ni siquiera tiene la letra ñ y el viejo truco delcódigo ASCII (Alt+164) no me funciona, no sé por qué. Cada vez que vean la letra ñ en este texto es porque yo laboriosamente le di copiar y pegar desde otra parte. Un chatbot podría haberlo hecho por mí al final, but where’s the fun in that, right? Yo diría que menos de un 5% de lo que he escrito, hablado o leído desde que salí de Cuba en 2022 ha sido en español. Inevitablemente esto produce efectos, no siempre deseados.
La diferencia entre textos escritos por humanos versus textos escritos por IA se puede describir como la diferencia entre una forma de producción cognitiva del lenguaje humano (que involucra conciencia, intencionalidad y experiencia vivida) y la generación algorítmica de texto (que se basa en el reconocimiento de patrones, modelado estadístico y principios predictivos). Según algunos estudios reputables[1], textos generados algorítimicamente requieren un 20% más de concentración a la hora de realizar lectura intensiva, y suelen causar mayores niveles de fatiga cognitiva. Pero no porque el contenido sea más complejo o ambiguo, sino porque, básicamente, es más tonto, sofisticadamente tonto. A riesgo de sonar como un boomer, debo decir que consumir contenido generado por IA es como alimentarse con comida chatarra que se hace pasar por saludable pero que ni siquiera tiene buen sabor (piensen, por ejemplo, en los cereales “integrales” y las barras energéticas y de granola). Aunque la calidad del contenido, así como aspectos de tono, estilo y demás son menos terribles que hace un par de años, a estas alturas dudo que la IA en su configuración actual sea alguna vez capaz de mostrar creatividad u originalidad sintácticas de manera auténtica. Cada vez es mejor imitando, eso sí. Por ejemplo, si le pides a Claude (en mi opinión, el único chatbot competente en cuestiones de escritura creativa) que genere un párrafo al estilo de Don DeLillo o Martin Amis, los resultados son decentes y hasta creíbles. Sin embargo, pídele que emule a Joyce, Proust o T.S. Eliot, y notarás que produce textos mucho más pobres. Por supuesto, mi juicio aquí es puramente subjetivo, pero creo que resulta hasta cierto punto lógico que la IA sea mejor imitando literatura posmoderna y no clásicos preposmodernos.
Esta sobresaturación de textos sintéticos en inglés, forzada por mi trabajo, emparejada con mi devoción por autores reales en inglés a los cuáles leo en mi tiempo libre, ha relegado mi contacto con el español -sobre todo en su expresión literaria. Los efectos se han ido manifestando más rápido de lo previsto -yo, que me preciaba de mi ortografía, me he descubierto vacilando respecto a usos de b y v o y y ll. Errores que hace unos años me habrían resultado inconcebibles. También he empezado a experimentar problemas con las tildes. Ciertos defectos gramaticales más sutiles, que han sido mi talón de Aquiles a través de los años, ahora se manifiestan con mayor obviedad. Siempre he escuchado que profundizar en nuevos idiomas propicia que tus capacidades lingüísticas a nivel general mejoren, pero nunca pensé que sería a expensas de un deterioro en mis usos del español. Quizás Sherlock Holmes estaba en lo cierto cuando decía que la memoria es como un ático: no debes llenarlo demasiado si quieres encontrar de manera rápida y precisa lo que en él buscas. Pero claro, la IA también se encarga de hacer eso por ti. Cuando escribo en inglés, hay una IA integrada al sistema operativo de mi computadora, sugiriéndome constantemente correcciones ortográficas y gramaticales, lo cual sin dudas me resulta útil para mi trabajo, pero disminuye mi esfuerzo de memorización. ¿Esto es algo bueno o malo? Depende de cómo se lo mire: por una parte, me salva de errores vergonzosos, por la otra, propicia que las palabras se fijen menos en mi memoria. Desactivé esa función para el idioma español, es una de varias maneras en las que me aferro al pasado.
Hace unos años vi una entrevista a Harold Bloom en la que comentaba los beneficios de la memorización, sobre todo, el acto de memorizar poesía, teatro, y pasajes bíblicos. A la gente de mi generación, y probablemente la anterior también, nos fue inculcado que la memorización carece de sentido, para eso están Google y Wikipedia, y más recientemente, la IA, que es una versión cyberpunk en esteroides de los anteriores motores de búsqueda. Bueno, yo no estoy tan seguro. Creo que hay algo especial en el acto de memorizar, una conexión más íntima con la forma, que a veces se traduce en una mejor comprensión del concepto. O quizás sea más preciso decir “plena” en lugar de “mejor”, y “absorción” en lugar de “comprensión”. Nada escapa a la gula de los LLMs (Large Language Models: ChatGPT, Claude, Grok, etc.) quienes después de haber devorado la internet, absorben hoy el contenido especialmente curado por gente como yo, a quienes nos pagan por exprimir nuestro cerebro en esos trapiches estocásticos designados con nombres que suenan fancy e inteligentes: data pipeline, reinforcement learning, supervised instruction fine-tuning, machine learning model evaluation. No obstante, los datos que ustedes les proporcionan de manera gratuita cada vez que le cuentan a un chatbot qué tal les fue en su día y le describen el cambio de actitud repentino de sus jefes o sus parejas para que la IA les ofrezca una interpretación, son igualmente valiosos. El chatbot no memoriza, per se, pero absorbe el contexto, el sentimiento, etc. y aprende a decirte lo que quieres escuchar. También almacena suficientes datos como para que no tengas que memorizarlos por tu cuenta. Es casi imposible no entregarse al patronazgo informacional de una IA, dado que los beneficios son inmediatos y tangibles. Es fácil, conveniente y te permite avanzar con mayor rapidez en lo que sea que estés haciendo. Piensas menos, eso sí. Retienes menos. Entiendes menos.
Un poeta cubano de la generación de los 70 me contó una vez, siendo yo muy joven, que una de las cosas que más execraba era que lo enviaran como jurado a concursos literarios provinciales. Su diligencia y respeto por la profesión no le permitían saltarse las páginas como hacían muchos de sus colegas; él se leía de punta a cabo, y con atención, todos aquellos cuentos, novelas y poemas en competencia. La mayoría eran terribles, por supuesto. Cuando regresaba a su casa en La Habana, necesitaba varios días para desintoxicarse de lo que había leído en esos concursos, antes de atreverse a retomar su escritura. En esos casos, el diurético literario de su elección eran los poemas de Quevedo. Ciertamente, léanse poemas como “Miré los muros de la patria mía”, “Fue sueño ayer o “A una dama bizca y hermosa”, y quedará claro por qué Quevedo es un antídoto contra los empachos de mala literatura. Siempre he pensado que la mejor literatura no solo provoca deleite estético e intelectual, sino que te recuerda, de manera indirecta, tu propia tontería y falta de estilo. Así como la pintura tiene sus memento mori, la literatura siempre debería contener una dosis saludable de memento stultitiae.
Volviendo a Bloom y a sus remarks, he empezado a memorizar poemas en español, al menos uno o dos a la semana, junto a otras técnicas que ya usaba desde antes para mantener a raya la brain fog inducida por la IA (AI slop, como también se le conoce en inglés a este tipo de contenido, es una expresión que le hace incluso más justicia). Por ahora, los poetas que he elegido para este propósito son Quevedo, Huidobro y Machado. En cuanto a prosa en español, o más bien, prosa cubana, casi todos los días antes de dormir abro al azar páginas de Habana para un infante difunto o Tres tristes tigres. Curiosamente, nunca he leído de un tirón -y ni siquiera terminado- ninguno de estos libros, pero los fragmentos de la Habana decadente y hedonista de Cabrera Infante son un refugio en donde escapar a la vergüenza y la decepción políticas que siento de ser cubano en estos tiempos. También, cautelosamente, de a poco, he vuelto a acercarme a la prosa de Martí, y más recientemente me he sorprendido de cómo los versos suyos (y no solo los que nos hacían repetir en la primaria, sino sus versos libres también, los cuales no recuerdo haber leído) estaban enterrados en alguna parcela de mi memoria.
Mi relación con la poesía de Martí ha estado marcada por el amor/odio -también podría describirse como awe/cringe. Pero hace poco tuve una experiencia equivalente a la de la magdalena proustiana, solo que en mi caso estuvo detonada por un edible (sí, de esos que los gobernantes retrógrados de Texas están a punto de volver a prohibir). Estaba high en mi apartamento, ya casi de madrugada, mirando videos de las Guerras Púnicas en YouTube (en uno de esos canales que reconstruyen hechos y procesos históricos a través de animaciones usando el motor gráfico de videojuegos de estrategia como Total War). De pronto, empezaron a sonar en mi cabeza versos de Martí, indetenibles, sin que yo hiciera un esfuerzo consciente por recordarlos, como un dique de la memoria que se abre de pronto y deja salir el caudal. Eventualmente los versos corrieron su curso, y me vino un recuerdo en fragmentos discontinuos, pero diáfanos. Yo a la edad de tres o cuatro años en la casa de los padres de la exesposa de uno de mis tíos. En esa época todavía mi familia y yo vivíamos en La Redonda, un campito dentro de un campo mayor (Fomento), en la provincia de Sancti Spíritus. Ellos eran unos ancianos que siempre me trataron con mucha dulzura (como casi todos los ancianos en mi vida, debo decir: si hay una responsabilidad que cargo es hacerle justicia a la enorme apreciación y expectativas que por mí siempre han tenido mis mayores). El anciano se llamaba Sergio, al igual que mi abuelo materno, y parte de nuestro acuerdo tácito era que cada vez que los fuese a visitar, él tendría una décima o versos para que yo memorizase. Si lograba aprenderme al menos una estrofa en la visita, me daban cocimiento de albahaca morada (por el cual yo tenía una ligera adicción) y dulces caseros. Yo siempre lograba memorizar al vuelo al menos una estrofa o dos, a veces el poema o la décima completa. Con el tiempo, para hacerlo más emocionante, Sergio fue complicando las reglas. Por ejemplo, yo tenía que recitar los versos de una estrofa en orden inverso, y los de la siguiente en el orden normal. Aunque seguramente habría recibido los dulces de cualquier manera, yo hacía mi mejor esfuerzo por superar el reto y casi siempre lo conseguía.
Pues bien, ese otro día en mi apartamento me vino con una claridad enorme, como una epifanía, la imagen de un libro en las manos de Sergio, él leyendo con trabajo los versos para que yo memorizara (él siempre recitaba y cantaba muy bien, pero su lectura era titubeante y se equivocaba con frecuencia). Ahora estoy seguro de que era una compilación de poesía de Martí. Yo no sabía leer aún, y me pregunto si esa fue la primera vez que estuve en contacto con estos versos y se quedaron para siempre en algún pliegue de mi memoria, ocultos entre los fragmentos de décimas campesinas y poemas vernaculares que sí recuerdo hasta hoy. Quizás, por algún mecanismo psicológico, es por ello que siempre les hice rechazo años después cuando alguna maestra emergente los recitaba en la escuela. También me causan cierta melancolía otras asociaciones mentales emanadas de ese recuerdo: mi memoria fotográfica infantil (la cual se deterioró con el tiempo; actualmente me cuesta retener incluso una estrofa de Charli xcx), por la que los ancianos de mi campito me alababan y me decían “Niño, tú vas a llegar muy lejos”, y aquel ranchito de madera y techo de guano donde vivían Sergio y Cuca, donde pasé tantas tardes agradables. Después del divorcio, ellos se mudaron a la ciudad junto a su hija, y el ranchito fue decayendo hasta que mi tío, que era el dueño de la tierra, terminó por demolerlo y usó el área para sembrar maíz y como zona de pasto para sus carneros.
Un par de meses atrás fui a una feria renacentista aquí en Texas y, por supuesto, terminé en la zona esotérica, donde hacían lecturas de runas y tarot. La señora que me hizo la lectura, una emigrante alemana de acento muy fuerte, entre otras cosas importantes que no contaré aquí, me dijo que no encontraría mi lugar en este país mientras no me reconciliase con mi tierra de origen. “You are a stranger in a strange land, and that’s ok. I can sense you brought your spirits with you, but that’s not enough, you need to reconnect with your origins.”
Hay una novela de Jay McInerney cuya lectura marcó el final de mi adolescencia en Fomento, cuando ya casi terminaba el preuniversitario y soñaba con trasladarme a la gran ciudad. Está narrada en segunda persona, y sigue a un joven escritor sin nombre que trabaja en el departamento de verificación de datos de una prestigiosa revista literaria en Nueva York. Mientras intenta seguir el ritmo de la vida nocturna neoyorquina y navega la feria de vanidades de la ciudad, su vida se desmorona en un abismo de angustia y ego dilapidado. La leí en su traducción al español; es otro de esos libros que fueron fundacionales para mí y que no planeo releer. De vez en cuando, como ahora, me vienen a la mente de manera espontánea las oraciones finales: “Debes ir despacio. Debes aprenderlo todo de nuevo.”
[1] https://www.sciencedirect.com/science/article/abs/pii/S2666799123000436