Por Ángel Morales
El trabajo en el velatorio lo conseguí por error. Iba a dejar papeles en una escuela para dar clases, pero me bajé en la estación equivocada y, mientras cruzaba la calle, una señora me pidió ayuda para cargar una caja. No se me ocurrió leer el nombre del lugar sino habría deducido que la caja en realidad era un ataúd. Ayudé a acomodar algunos en el cuarto de exhibición y como recompensa me dio unas monedas. Sonreí al despedirme y la señora aprovechó para ofrecerme empleo. Pregunté por las actividades y me explicó: acomodar ataúdes, venderlos al público y manejar de vez en cuando. Así como me lo pintó no parecía tan difícil. El sueldo era poco, pero podría estar ahí mientras conseguía algo más apropiado. El horario era por las tardes y tenía el domingo libre. Solo entregué un comprobante de domicilio, mi solicitud de empleo y la contratación fue inmediata.
El primer día me mostraron el lugar completo. La casa estaba en una esquina, la entrada donde se mostraban los ataúdes y se atendía al público estaba sobre la vía principal; en la calle perpendicular los carros podían estacionarse y ahí se abría el portón solo para las carrozas. En esa entrada estaba la oficina de los dueños. En el centro, el patio amplio y empedrado. Del lado derecho había dos capillas equipadas para la velación de los difuntos que se rentaban con frecuencia. Frente a ellas las tres cocheras para las carrozas y la bodega de ataúdes. Al fondo había un cuarto donde se preparaban los cuerpos. Ese mismo día me capacitaron para saber lo importante del negocio. Los cajones blancos son para niños y para los que no se casaron. Hay cuatro tipos de ataúdes para los infantes, el más pequeño de 50 centímetros y el más grande de 1.50. Todos los ataúdes de adultos miden 1.90 Me enseñaron el más económico, luego la diferencia entre el Alaska, el de cruz y de bóveda; por último, los más caros, de pino barnizado y cedro barnizado. Si alguien no cabía en el féretro había que llamar al proveedor y preparaban uno especial. Tuve que memorizar los precios de las rentas de la capilla y los paquetes del equipo de velación para préstamo a domicilio. De las actas de defunción se encargaba una señora desde hace años, era vieja en el negocio y ya conocía a los agentes del Ministerio Público, entonces eso no lo aprendí. También contábamos con nuestro propio buitre. Los buitres son los que están en los hospitales esperando a que alguien se muera para ofrecerle los servicios. Claro, para esto debes darle un porcentaje a la enfermera encargada de la sala. Ella avisa quién ya va a estirar la pata y nos señala a su familiar. A veces ella le da la tarjeta directamente a la persona, pero esos casos solo son cuando trabajan para una funeraria en específico. Y claro, todas tienen a su buitre.
De la preparación de cuerpo me explicaron que a los niños no les hacen nada, solo en algunas ocasiones los visten si los padres no pueden o quieren hacerlo. Con los adultos eran dos precios, si solo los inyectaban no era mucho, pero si les sacaban las tripas y les lavaban el estómago el precio aumentaba. De hecho, al único que le iba bien e incluso cargaba un súper carro era al encargado de preparar los cuerpos.
También me explicaron en qué circunstancias no podíamos enterrarlos y era necesaria el acta de defunción del Ministerio Público con los resultados del forense. Había casos en que debían desenterrar a alguien porque se iniciaba una denuncia. Una niña, por ejemplo, que ya había sido sepultada por sus papás, fue sacada de la tumba por una denuncia de la abuela. Según ella, los padres mataron a la niña. La nieta era maltratada y, aunque la causa de muerte fue porque se había ahogado al comer, se argumentaba que había una causa de la causa: es decir, se ahogó porque la golpearon en la nuca mientras estaba comiendo. El punto es que después de desenterrar el cuerpo los forenses determinaron que la abuela tenía razón, además encontraron otros signos de maltrato en la menor. Aunque eso no es frecuente, cuando Héctor lo contó, me dijo: “Imagínate, un perro muerto huele rico”.
La segunda tarde en el trabajo llegó una pareja de ancianos preguntando por los paquetes, querían contratar uno para cuando les llegara la hora. Intenté ser lo más amable posible, les mostré las cajas, después me senté en el escritorio para hacerles un presupuesto y los invité a acomodarse. Apenas nos habíamos juntado cuando Héctor apareció en la entrada, estaba despidiéndose de su amigo y le gritó hasta el otro lado de la calle: “Sí, ya sabes, lo que quieras te conseguimos: ojos, hígado, riñones; no hay bronca, tú nada más me dices”. Entonces volteó a vernos y como no me conocía, y los ancianos lo miraban sorprendidos, agachó la cabeza y acelerando el paso se limitó a decir: “Buenas tardes”.
Los señores dudaron si era una broma o no, pero al final prefirieron pasar otro día. La venta de esa tarde me la arruinó Héctor, pero eso ayudó a que se hiciera amigo mío y ofreciera disculpas más tarde. Aunque conocía a la mayoría de trabajadores, salvo Héctor, ninguno platicaba conmigo. Nadie quería que me diera cuenta de sus mañas y hábitos porque pensaban que podría delatarlos con la dueña. Pero no era muy difícil darse cuenta, por ejemplo, nadie dormía en las capillas porque roncaban y con el eco del lugar seguramente los descubrirían. Por eso cada quien se metía en su carroza, excepto Héctor, él se acomodaba en un ataúd En el velatorio en ocasiones iban al aeropuerto a recoger los cuerpos de los migrantes que morían en la frontera con Estados Unidos. Pero los ataúdes en que los mandan de allá son de fierro y, según me explicaron, en México está prohibido enterrarlos si no son de madera. Como nadie se tomaba la molestia de tirarlo, y el camión de basura no quiso llevárselo, Héctor lo colocó en la cochera y solía meterse a dormir ahí sobre unas sábanas cuando la dueña no estaba. Los demás choferes bromeaban cuando lo escuchaban roncar. “A él deberían tenerlo como muestra: ataúd con todo y cuerpo”, decían. “No, por su olor la gente va a pedir que ya lo entierren”.
Después de quince días la señora me explicó que mi puesto era para una dama, pero como yo había aparecido me lo ofreció. Hablaba como si me hubiera hecho un favor al no correrme y ponerme de ayudante de Héctor. Entonces fui cambiando de área y al mostrador regresó una mujer de 70 kilos que meses antes había renunciado. Sus hábitos y actitud eran tan desagradables como los de los demás trabajadores. Después de ese día comencé a viajar en la carroza con Héctor para dejar y recoger el equipo de velación en los domicilios.
En las carrozas los autos te dan el paso e incluso si cruzas el alto nadie dice nada. A veces te tratan como si fueras ambulancia. Y al igual que en la ambulancia, nadie voltea a ver al chofer. Sin embargo, Héctor solía pitarle a las chicas o les gritaba algún piropo por la ventana. Ellas solo se quedaban mirando la cruz de la parte de atrás y no reaccionaban. Ignoro cuáles eran sus pensamientos. Tal vez hasta creyeron que se trataba de un necrófilo. Aunque me cansé de explicarle a Héctor que íbamos a terminar en la cárcel por acoso y a bordo de ese carro jamás iba a conquistar a nadie, cuando conducía solo seguía pitándoles.
Mientras manejaba, me contó cómo una vez se le abrió la carroza en la carretera. El accidente lo provocó un tope y su imprudencia. El ataúd se deslizó y cayó en el asfalto. El cuerpo terminó al lado de la caja. Lo peor es que justo enfrente había un puesto de comida y los señores, lejos de espantarse, soltaron carcajadas que se escuchaban a la distancia. Héctor se detuvo como cuatro metros más adelante, se echó de reversa, metió el cuerpo y, como le costaba mucho levantar el ataúd, la gente comenzó a gritar: “Déjalo aquí, con la señora de las carnitas, ahorita nos chingamos unos tacos”. En medio de gritos logró cerrar bien la carroza. Antes de seguir su recorrido les mentó la madre a los señores, pero a nadie le importó, no lograron escuchar con tantas carcajadas.
Aprendí pronto el proceso y a veces iba solo a dejar el equipo de velación. Pero pasaron quince días y la señora volvió a hablar conmigo. Resulta que el ayudante debía hacer guardias de vez en cuando porque había servicios de noche y el lugar no podía quedarse vacío. Ahora me tocaba reemplazar al administrador, lo que significaba pernoctar en el lugar. Para eso debíamos quedarnos en la oficina de los dueños. Ellos, tan generosos, dejaban una colchoneta, junto con una sábana y almohada. Intenté ponerle algún “pero” a la dueña. Quería negociar un poco. No creo que me haya escuchado siquiera cinco minutos y terminó recitando sus reglamentos. En fin, era eso o nada.
En mi primera guardia, una de las capillas estaba rentada y las oraciones llegaban hasta la oficina. El rezo terminaría a la una de la mañana, así que me entretuve leyendo. Pero luego aparecieron unos niños que jugaban en la rampa de la entrada y por su ruido no me concentraba. A veces pegaban sus rostros en la puerta de cristal y cuando alzaba los ojos para verlos se iban corriendo y gritando. Abandoné el libro y mientras colocaba la colchoneta para dormir, una señora tocó la puerta. Era la viuda, me preguntó si debían dejar las velas encendidas. Le dije que eso era a su consideración. Salí al patio y me quedé sentado hasta que se marcharon los familiares. Cerré la capilla, las puertas, revisé las cocheras y cuando me aseguré de estar completamente solo, regresé a la oficina. En la colchoneta no podía dormir, primero se me hizo incómoda, después me dio calor y estaba sudando, me sentí débil, como si fuera a enfermarme. Creo que no cerré los ojos en ningún momento. Supuse que estaba nervioso por estar solo en un velatorio oscuro, con ataúdes y con un cuerpo a medio velar.
No me di cuenta en qué momento desperté por la risa de dos niños. Estaban dentro de la oficina y jugaban de un lado a otro. Me levanté enojado, no podían estar ahí. Los regañé, deberían estar durmiendo o con sus papás. Entonces los amenacé con castigarlos. Caminé hacia la puerta para sacarlos pero me percaté de que aún permanecía sellada. Recordé cómo antes de dormir había despedido a las personas y había cerrado bien. No entendí nada. Volví a mirar a los niños y la parte baja de sus piernas se desvanecía: no tocaban el suelo. Abrí más los ojos y con miedo me animé a preguntarles: “Niños, ¿ustedes están vivos o están muertos?” Sonrieron para no responderme, continuaron con su juego y luego atravesaron la pared.
Desperté en la colchoneta, seguía sudando. Dudé si había sido una pesadilla o los niños en verdad estaban rondando el velatorio. Me levanté a tomar un poco de agua. Encendí la luz y volví a acomodarme. Crucé las manos, permanecí observando la pared mientras llegaba el sueño.
Entonces un señor tocó la puerta de la oficina. Me desperté bostezando y fui a abrirle. “Perdone”, me dijo, “¿puedo usar su teléfono? Voy a hablarle a mi mujer para que venga por mí”. “Adelante”, le respondí mientras me hacía a un lado. Pero el señor no tomó el teléfono, caminaba alrededor de la oficina y de pronto no logré comprender sus palabras. La situación se me hizo extraña y hasta ese momento recordé que yo debía estar solo en el velatorio. Aquel hombre no pudo haber entrado de ninguna manera. Bajé la vista y sus pies tampoco tocaban el suelo. “Señor”, le grité, exigiendo por fin una respuesta, “dígame, ¿usted está vivo o está muerto?” Él se quedó mirándome desconcertado, guardó silencio unos segundos y, como si olvidara mi pregunta, volvió a hablar un idioma incomprensible mientras atravesaba la pared.
Otra vez desperté en la colchoneta. Me senté y deduje que si volvía a dormirme volverían a aparecer los muertos. Salí a la capilla y no sé por qué me asomé para ver si aún se encontraba el cuerpo en el ataúd. Sí, ahí seguía. Regresé a la oficina, deshice la cama y permanecí sentado en el escritorio esperando el amanecer. No estaba dispuesto a recibir ninguna otra visita.
La dueña tenía su método para reclutar gente. Me di cuenta a los quince días cuando volvió a explicarme las actividades. El ayudante debía hacer de todo. Eso implicaba otra pequeña tarea en mis actividades: ir a recoger cuerpos. En tono sarcástico pregunté si en dos semanas más también iba a ser chofer y salir a las regiones. Sonrió y me dijo que para convertirme en chofer uno de ellos tendría que renunciar o debían correrlo. Ninguno estaba dispuesto a renunciar a los viáticos. En fin, como ya había visto cuerpos, y me estaba familiarizando con el negocio, decidí intentarlo. Además, era eso o la calle.
En mi primera vez se trató de un caso especial. Tuvieron incluso que mandar a pedir un ataúd distinto. El anfiteatro era grande, la entrada para la carroza era por la parte de atrás. En el camino de tierra no faltaban los baches y las piedras, sin embargo, los choferes sabían el recorrido de memoria. En el lugar había algo parecido a una camilla, a ras de suelo. El ataúd se colocaba ahí y lo empujamos hasta llegar al cuarto con los cuerpos. Cuando ingresamos, las camas estaban llenas, pero resaltaba aquel monstruo por el que nos habían mandado llamar a todos: negro, chino, su panza de alcohólico sobresalía junto con sus enormes testículos, además de sus dos metros de altura. Los demás lo vistieron, yo no me acerqué. Entre dos lo empujaban o le levantaban alguna extremidad para ponerle su camisa y pantalón. Cargarlo era imposible, así que únicamente lo rodamos un poco de manera que se deslizara dentro de la caja, mientras le agarrábamos los brazos y piernas. Ni siquiera entre los seis pudimos y el cuerpo azotó. Revisamos que no hubiera destruido la caja y la llevamos a la carroza. Después cada quien se fue por su lado. No volví a ver a los trabajadores de la funeraria reunidos desde esa vez. Y aunque fueron como tres segundos los que intentamos cargar a aquel monstruo, el dolor en la espalda me duró algunos días.
Héctor se dio cuenta de cómo me sentía o debió imaginar mi situación y quizá para reconfortarme comenzó a contarme sus experiencias: “La primera vez que me tocó el anfiteatro el guardia también era nuevo. Entramos al cuarto, justo estábamos acomodando el cuerpo y el policía por error nos apagó las luces. Yo no atiné a soltar el cuerpo dentro de la caja. Por el golpe se le desprendió la cabeza y salió rodando hasta la pared. El cuerpo estaba en el ataúd y la cabeza como a tres metros, la encontramos hasta que encendieron la luz. Ahora con el narco vas a ver muchos decapitados, ya te va a tocar, pero te acostumbras…”