Por Aleksandar Hemon
Traducción Carlos Jaime Jiménez
¿Quién es esa?
En la noche del 2 de marzo de 1969, mi padre se encontraba en Leningrado, URSS, cursando estudios avanzados en ingeniería eléctrica. Mi madre estaba en casa, en Sarajevo, entregada de lleno a las labores de parto, atendida por un concilio de mujeres, su círculo de amigas. Ella tenía sus manos alrededor de su vientre redondo, entre pujos y lágrimas, pero el concilio no parecía preocuparse demasiado. Yo tenía exactamente cuatro años y medio, y orbitaba alrededor de ella, intentando sostener su mano o sentarme en su regazo, hasta que fui enviado a mi habitación y se me ordenó dormir. Desafié el mandato, y seguí vigilando la escena, a través del (inesperadamente freudiano) ojo de la cerradura. Estaba aterrorizado, naturalmente, pues incluso a pesar de saber que había un bebé en su vientre, no tenía idea de cómo iba a suceder todo, qué le iba a pasar a mi madre, a nosotros, a mí. Cuando finalmente se la llevaron al hospital, invadida por un dolor obvio y audible, me quedé detrás, asediado por pensamientos que inducían al horror, los cuales mi tía Josefina intentó aplacar ofreciendo garantías de que mi madre no iba a morir, de que volvería con un hermano o una hermana para mí. Yo quería que mi madre regresara; pero no quería un hermano o hermana; quería que todo permaneciese de la manera en que estaba, de la manera que solía ser. El mundo me había pertenecido armoniosamente; de hecho, el mundo en buena medida se había reducido a mí.
Pero nada ha sido nunca – ni será- de la manera en la que solía ser. Pocos días después, fui acompañado por una pareja de adultos (cuyos nombres y rostros se han hundido en las profundidades arenosas de una mente que envejece – todo lo que sé es que ninguno de ellos era mi padre, que continuaba en URSS), a recoger a mi madre en el hospital. Una cosa recuerdo: mi madre no estaba la mitad de feliz de verme de lo que lo estaba yo de verla a ella. Camino a casa, compartí el asiento trasero con ella y un pequeño bulto que, aparentemente, estaba vivo – se suponía que esa fuera mi hermana. El rostro de mi presunta hermana estaba severamente congestionado, conteniendo solo una mueca fea e indefinible. Su rostro era oscuro, como si estuviera cubierto de hollín. Cuando deslicé mi dedo a través de su mejilla, una línea pálida se dibujó bajo el hollín. “Está sucia”, le informé a los adultos, pero ninguno de ellos se hizo cargo del problema. A partir de ese momento, sería difícil para mí hacerme escuchar, o ver mis necesidades satisfechas. Además, el chocolate se haría difícil de obtener.
Así, la llegada de mi tiznada hermana marcó el inicio de un período solitario y tormentoso en mi desarrollo temprano. Grupos de personas (a menudo trayendo un chocolate que yo no podía tocar), vinieron a nuestra casa a inclinarse sobre ella y a producir sonidos ridículos. Muy pocos de ellos se preocuparon por mí, mientras que la atención que le prodigaban a ella era total, ofensivamente inmerecida: ella no hacía otra cosa que llorar y someterse a frecuentes cambios de pañales. Yo, por otro lado, ya era capaz de leer palabras cortas, sin mencionar que hablaba fluidamente, y conocía todo tipo de cosas interesantes: era capaz de reconocer banderas de diferentes países; podía distinguir fácilmente entre animales salvajes y animales de granja; lindas fotos mías se hallaban colgadas por toda la casa. Yo tenía conocimientos, tenía ideas, sabía quién era. Era yo mismo, una persona, amada por todo el mundo.
Por un tiempo, a pesar de lo dolorosa que era para mí su existencia, ella era solo una cosa más, un objeto que debía flanquear para acercarme a Madre, como una nueva pieza de mobiliario, o una planta marchita en una maceta grande. Pero entonces me percaté de que ella iba a quedarse y sería un obstáculo permanente; que el amor de mi madre hacia mí nunca alcanzaría niveles pre-hermana. Mi hermana no solo irrumpió en lo que solía ser mi mundo, sino que además se posicionó en el centro del mismo. En nuestra casa, en mi vida, en la vida de mi madre, cada día, todo el tiempo, para siempre, ella estaba ahí, la de piel tiznada de hollín, la no-yo, la otra.
De modo que intenté exterminarla tan pronto como surgió una oportunidad. Un día de primavera, Madre salió de la cocina y la dejó a solas conmigo. Mi padre aún estaba en Rusia, y probablemente era con él con quién mi madre hablaba. Madre se mantuvo fuera de mi vista por un tiempo, mientras yo observaba a la pequeña criatura, su rostro de expresión indescifrable, su absoluta ausencia de pensamientos o personalidad, su insustancialidad manifiesta, su presencia gratuita. Así que comencé a asfixiarla, presionando mis pulgares contra su tráquea, tal como había visto en la televisión. Ella era suave y cálida al tacto, se sentía viva, y yo tenía su existencia en mis manos. Sentí su pequeño cuello entre mis dedos, yo le estaba infligiendo dolor, ella se retorcía, movida por el instinto vital. De pronto, comprendí que no debía hacer lo que estaba haciendo, no debía matarla, porque ella era mi hermana pequeña, porque la amaba. Pero el cuerpo siempre va por delante del pensamiento, y mantuve la presión por un momento, hasta que ella empezó a vomitar la leche materna. Yo estaba aterrorizado con la posibilidad de perderla: su nombre era Kristina; yo era su hermano mayor; yo quería que ella viviese, para así poder amarla más. Pero, aunque sabía cómo acabar con su vida, no sabía cómo evitar que ella muriera.
Mi madre escuchó sus gritos de desespero, soltó el teléfono y corrió en su ayuda. Ella levantó a mi hermana, la calmó, limpió el vómito, la hizo inhalar y exhalar, y luego exigió una explicación de mi parte. Mi recién descubierto amor por mi hermana y el sentimiento de culpa asociado no desplazaron mis instintos de autoconservación: con rostro resuelto declaré que ella había empezado a llorar y yo simplemente había puesto mi mano sobre su boca para impedir molestara a Madre. Durante mi niñez siempre supe más y mejor de lo que mis padres creían, siempre fui un poco mayor de lo que ellos podían percibir. En esta ocasión, declaré desvergonzadamente el tener buenas intenciones, acompañadas de la ignorancia de un niño pequeño, de manera que fui advertido y perdonado. Sin dudas estuve un tiempo bajo vigilancia, pero no he intentado matar a Kristina desde entonces, y sí la he amado ininterrumpidamente.
La remembranza de este intento de sororicidio es el recuerdo más temprano en el que me puedo observar a mí mismo desde afuera: es a mí y a mi hermana a quienes veo. Nunca más estaría solo en el mundo, nunca más el mundo sería exclusivamente para mí. Nunca más mi ser constituiría un territorio soberano, desprovisto de la presencia de otros. Nunca más tendría todo el chocolate para mí.
¿Quiénes somos?
Mientras crecía en Sarajevo a principios de los setenta, el concepto social dominante entre los niños era el de raja. Si uno tenía un grupo de amigos, entonces podía decir que tenía un raja, pero normalmente el raja era definido por la parte de la ciudad o el complejo de edificios en el que uno vivía -pasábamos la mayoría del tiempo en que no estábamos en la escuela jugando en las calles. Cada raja poseía un sistema jerárquico generacional. Los velika raja eran los chicos mayores, cuyas responsabilidades incluían el proteger a los mala raja, los chicos más pequeños, del abuso o del vaciado de bolsillos por parte de otros raja. Los derechos de los chicos mayores incluían la obediencia incondicional por parte de los mala raja, a quienes en cualquier momento se les podía encargar con la compra de cigarrillos, revistas de chicas desnudas, cerveza, y preservativos, u ofrecerse como voluntarios para las inmisericordes prácticas de boxeo de los velika raja. Muchos raja eran definidos y nombrados en torno a su líder, usualmente el miembro más fuerte y rudo del grupo. Por ejemplo, le temíamos al raja de Ćiza, quien era un delincuente juvenil muy conocido. Ćiza era lo suficientemente mayor para hallarse involucrado en varias formas de crimen menor, así que nunca lo vimos realmente. Terminaría adquiriendo una cualidad mitológica, mientras que su hermano más joven, Zeko, dirigía las operaciones diurnas, sin hacer nada en particular. Era a Zeko a quién más temíamos.
Mi raja era uno de cualidad menor, débil, en tanto carecíamos de líder; todos los chicos mayores que lo integraban se tomaban en serio la escuela. Estábamos circunscritos a un terreno de juego comprendido entre dos edificios socialistamente idénticos en los cuales vivíamos; a este espacio lo llamábamos el Parque. En la geopolítica de nuestro vecindario (conocido entonces como Stara stanica -la Vieja Estación de Trenes), éramos llamados los Parkaši. El Parque no solo contenía equipamiento propio de un terreno de juegos, una canal, tres columpios, un tiovivo, sino que también había bancos, los cuales servían como porterías siempre que jugábamos football. Aún más importante, habían unos arbustos, donde teníamos nuestra loga -nuestra base, el lugar al que podíamos escapar cuando el raja de Ćiza merodeaba por nuestros alrededores, donde acumulábamos cosas robadas a nuestros padres u obtenidas del pillaje a otros chicos más débiles. El Parque era, por tanto, nuestro dominio, nuestro territorio soberano, el cual ningún extraño, y mucho menos un miembro de otro raja, podía traspasar -cualquier forastero sospechoso era sujeto a revisión preventiva o a un ataque sorpresa. Una vez libramos una campaña victoriosa contra un grupo de adolescentes que, erróneamente, pensaron que nuestro Parque era un buen lugar para fumar, beber y acariciarse mutuamente. Les lanzamos rocas y arena envuelta en papel, realizamos cargas colectivas contra los que se encontraban aislados, rompiendo largos palos en sus piernas mientras ellos, de manera desesperada e inefectiva, lanzaban golpes con sus cortos brazos. Ocasionalmente, algún otro raja intentaría invadir y tomar control del Parque, y entonces sobrevenía una guerra -había cabezas rotas, cuerpos amoratados, todos y cada uno de nosotros corriendo el riesgo de sufrir alguna lesión seria. Solo cuando Zeko y sus tropas -nuestro némesis-invadieron el Parque tuvimos que retirarnos y ver como se mecían en nuestros columpios, se deslizaban por nuestra canal, se meaban en nuestra caja de arena, cagaban en nuestros arbustos. Todo lo que podíamos hacer era imaginar una venganza inmisericorde, en un futuro indefinido pero cierto.
Ahora me parece que cuando no me encontraba en la escuela o leyendo libros, estaba envuelto en algún proyecto colectivo de mi raja. Además de proteger la soberanía del Parque y luchar en varias guerras, pasábamos tiempo en los hogares de los otros miembros, intercambiábamos comics y pegatinas de football, nos introducíamos de incógnito en el cine más cercano (Kino Arena), buscábamos evidencias de actividad sexual en los closets de nuestros padres, y asistíamos a los cumpleaños de los otros miembros del raja. Mi lealtad primaria era el raja y cualquier otra filiación colectiva resultaba enteramente abstracta y absurda. Sí, éramos todos yugoslavos y pioneros, y todos amábamos el socialismo, a nuestro país y a su más grande hijo, nuestro mariscal Tito, pero nunca hubiésemos ido a la guerra o intercambiado golpes por ellos.
Parte del proceso de crecimiento consiste, desafortunadamente, en desarrollar lealtades hacia cosas abstractas; el estado, la nación, la idea. Juras lealtad, amas al líder. Tienes que ser enseñado a reconocer diferencias, y a preocuparte respecto a ellas, tienes que ser instruido acerca de quién realmente eres; tienes que aprender cómo generaciones de personas muertas y sus logros incomprensibles te hicieron de la manera en que eres; tienes que definir tu lealtad a un rebaño devoto de abstracciones que trasciende tu individualidad. De ahí que el raja sea difícil de sostener en tanto unidad social, tu lealtad al mismo, a un “nosotros” tan concreto que podría (aún hoy) proporcionar una lista de nombres que lo constituyen deja de ser aceptable en tanto compromiso serio.
En algún punto, todos los conflictos con otros rajas fueron resueltos jugando football, en lo cual no éramos demasiado buenos. Seguíamos sin poder derrotar a Zeko y a su equipo, pues ellos se adjudicaban la facultad de decidir cuando se cometía una falta, o un gol era anotado. No nos atrevíamos a tocarlos, e incluso cuando marcábamos, el gol siempre nos era denegado.
Nosotros contra ellos
En diciembre de 1993 mi hermana y mis padres llegaron en calidad de refugiados a Hamilton, Ontario. En los primeros dos meses, mis padres asistieron a cursos de idioma inglés, mientras Kristina trabajaba en Taco Bell, una cadena de comida rápida “étnica”, a la cual ella prefería referirse como Taco Hell. Las cosas fueron muy complicadas para ellos, con un lenguaje que mis padres no hablaban, el típico sentimiento de no pertenencia, y un clima frío que era extremadamente hostil con respecto a las interacciones humanas de tipo amistoso y casual. Para mis padres, encontrar un trabajo era una operación de temibles proporciones, pero Hamilton es una ciudad metalúrgica llena de inmigrantes ansiosos por trabajar, donde muchos de los nativos son canadienses de primera generación, y por lo tanto amigables y colaborativos con los nuevos compatriotas. Pronto mis padres encontraron trabajo -Padre en una fundición de acero, Madre como superintendente en un enorme edificio de apartamentos, en el cual muchos de los huéspedes eran de procedencia extranjera.
Aún así, en el curso de apenas unos meses mis padres empezaron a catalogar las diferencias entre nosotros y ellos, el nosotros referido a los bosnianos o exyugoslavos, el ellos aplicado a los de origen canadiense. La lista de diferencias, infinita en teoría, incluía elementos como la crema agria, (nuestra crema agria –mileram- era más espesa y sabía mejor que la de ellos), sonrisas (ellos sonríen, pero la sonrisa carece de sentimiento), bebés (no abrigan lo suficiente a sus bebés durante el frío severo); cabello húmedo (salen afuera con el cabello mojado, exponiéndose tontamente a morir de una inflamación cerebral); ropas (sus ropas se tornan inservibles después de lavarlas unas cuantas veces), etcetera. Mis padres, por supuesto, no eran los únicos obsesionados con las diferencias. De hecho, su vida social a inicios de su residencia en Canadá consistía mayormente en reunirse con personas de la vieja patria, y entregarse al intercambio y la discusión de las diferencias percibidas. Una vez escuché con asombro a un amigo de la familia enumerar un muestrario de diferencias en torno a un factor común: el hecho de que nosotros gustamos de cocinar nuestra comida a fuego lento ( siendo los sarma o rollos de col un ejemplo perfecto de esto), mientras que ellos solo los sumergen en aceite extremadamente caliente y los cocinan en un abrir y cerrar de ojos. Nuestra predilección por el fuego lento era un reflejo de nuestro amor por el acto de comer, y por extensión, obviamente, de nuestro amor a la vida. Por otra parte, ellos no sabían realmente cómo vivir, lo cual apunta a la diferencia máxima, trascendental – nosotros teníamos alma, y esto era algo de lo que ellos carecían. El hecho de que -incluso considerando que el análisis de los hábitos culinarios tuviese algún sentido- ellos tampoco amaban el cometer atrocidades mientras que nosotros estábamos sumidos en el centro de una guerra sangrienta y brutal, que bajo ninguna circunstancia podía ser equiparada con el amor a la vida, parecía no preocuparle en lo absoluto al buen analista.
Con el tiempo, mis padres dejarían de examinar compulsivamente las diferencias, quizás porque simplemente se les acabaron los ejemplos. Me gustaría pensar, no obstante, que fue porque se integraron socialmente, según la familia se expandía con los años producto de más migraciones, y los subsiguientes matrimonios y nacimientos, de manera que ahora contábamos entre nosotros a un número significativo de canadienses nativos, además de todos los que ya nos habíamos naturalizado en el país. Se ha vuelto más difícil hablar de nosotros y ellos ahora que hemos conocido y desposado a algunos de ellos – la claridad y el significado de las diferencias fue siempre contingente en relación a la ausencia de contacto y proporcional a la distancia mutua. Uno puede concebir a los canadienses en términos teoréticos solo si no interactúa con ellos, dado que los vehículos de dicha comparación eran los canadienses ideales, abstractos, la contraproyección exacta de nosotros. Ellos eran el no-nosotros, nosotros éramos el no-ellos.
La razón primaria de esta diferenciación teórica espontánea surgía del deseo de mis padres de sentirse en casa, donde puedes ser quién eres porque todos los demás están en su hogar, al igual que tú. En una situación en la que mis padres se sintieron desplazados, e inferiores a los canadienses, quienes sí se encontraban en su hogar, la comparación constante era una manera de igualarnos retóricamente con ellos. Podíamos ser iguales porque éramos capaces de compararnos con ellos, nosotros también teníamos un hogar. Nuestras maneras eran al menos tan buenas como las de ellos, si no incluso mejores -tómese como ejemplo nuestra crema agria, o las cualidades filosóficas de los rollos de col cocidos a fuego lento. Sin mencionar que ellos nunca entendían nuestras bromas, y que sus bromas no eran en lo absoluto graciosas.
Pero la autolegitimación instintiva desarrollada por mis padres solo podía ser colectiva, porque era lo que habían traído del viejo país, donde la única manera de ser socialmente legítimo había consistido en pertenecer a un colectivo identificable, a un raja más grande, si bien más abstracto. Tampoco ayudó el hecho de que una alternativa -digamos, definirte e identificarte a ti mismo como profesor- ya no les era accesible, en tanto sus distinguidas carreras se vieron desintegradas en el proceso de desplazamiento.
Lo gracioso es que la necesidad de autolegitimación colectiva se ajusta cómodamente a la fantasía neoliberal del multiculturalismo, la cual no consiste en otra cosa que un sueño de muchos otros conviviendo juntos, todos felices de ejercer la tolerancia y aprender. Las diferencias son entonces esencialmente necesarias al sentido de pertenencia: mientras sepamos quiénes somos y quiénes no somos, seremos tan buenos como ellos. En el mundo multicultural hay muchos ellos, lo cual no suele ser un problema, en tanto permanezcan dentro de sus confines culturales, leales a sus raíces. No hay jerarquía de culturas, excepto cuando se miden en virtud del nivel de tolerancia, lo cual, incidentalmente, mantiene a las democracias de Occidente por encima de las demás. Y cuando el nivel de tolerancia es alto, la diversidad puede ser celebrada y la comida étnica puede ser explorada y consumida (¡Bienvenidos a Taco Hell!), aderezada con la pureza exótica de la otredad. Una gentil dama americana me dijo una vez, con tono de entusiasmo: “Es muy pulcro ser de otras culturas”, como si las “otras culturas” fuesen un archipiélago edénico en el Pacífico, ajenas a los problemas de las civilizaciones avanzadas, una suerte de spa donde relajar el alma. No tuve corazón para decirle que yo era más bien complicado, de manera a menudo dolorosa, y algunas veces feliz.
Ese soy yo
La emigración conduce también a una suerte de auto-alteridad. El desarraigo deviene en una relación tenue con el pasado, con el yo que solía existir y operar en un lugar diferente , donde las cualidades que nos constituían no necesitaban ser negociadas. La emigración es una crisis ontológica porque eres forzado a negociar las condiciones de tu propio ser bajo circunstancias existenciales en perpetuo cambio. La persona desplazada ansía la estabilidad narrativa -¡esta es mi historia!- a través del método de la nostalgia sistemática. Mis padres incesantemente se comparaban de manera favorable con los canadienses precisamente porque se sentían inferiores y ontológicamente vulnerables. Fue la manera que hallaron de contar su verdadera historia, a sí mismos o a cualquiera que estuviese dispuesto a escucharla.
Al mismo tiempo, existe la inescapable realidad del yo transformado por la emigración -quienquiera que fuésemos-, estamos ahora divididos entre el nosotros–aquí (dígase, en Canadá) y nosotros–allá (dígase, Bosnia). Debido a que los de aquí aún vemos al nosotros del presente en relación con el nosotros anterior, que aún vive en Bosnia, no podemos evitar vernos desde el punto de vista del nosotros–allá. En lo que concierne a sus amigos de Sarajevo, mis padres, a pesar de sus extenuantes esfuerzos por diferenciarse, son por lo menos en parte canadienses, algo de lo cual ellos mismos se percatan. Se han convertido en canadienses, y son capaces de verlo porque todo el tiempo han seguido siendo bosnios.
La presión inescapable de la integración va de la mano con la visión de una vida que mis padres pudieran vivir si ellos fuesen lo que entienden por ser canadienses. Cada día, ellos ven a los canadienses viviendo lo que en el discurso de los desplazados se denomina “vida normal”, la cual es fundamentalmente inaccesible a ellos a pesar de todas las promesas integracionistas. Ellos están mucho más cerca de esta vida que cualquiera de nosotros en casa, de manera que pueden visualizarse a sí mismos viviendo una vida canadiense normal -mis padres pueden experimentarse de manera vicaria a sí mismos en el lugar de los otros, aunque solo sea porque han empleado tanto tiempo y pensamiento en compararse con ellos. Aún así, nunca podrán ser ellos.
La mejor postulación teórica del problema anterior es una broma bosnia, que pierde algo de su filo en la traducción, pero que retiene una excepcional (y típica) claridad de pensamiento:
Mujo abandonó Bosnia y emigró a Estados Unidos, a Chicago. Le escribía regularmente a Suljo, intentando convencerlo de que fuera de visita a América, pero Suljo continuaba rehusándose, renuente a abandonar a sus amigos y su kafana (kafana es un café, bar, restaurante o cualquier otro lugar donde puedes pasar mucho tiempo sin hacer nada mientras consumes café o alcohol). Después de años presionándolo, Mujo finalmente lo convence para que venga. Suljo cruza el océano y Mujo espera por él en el aeropuerto en un enorme Cadillac.
“¿De quién es este auto?” pregunta Suljo.
“Mío, por supuesto”, dice Mujo.
“Es un gran auto”, dice Suljo. “Te ha ido bien.”
Se suben al auto y conducen hasta el centro de la ciudad. Mujo dice: “¿Ves ese edificio de ahí, con cien pisos de altura?”
“Lo veo”, responde Suljo.
“Bien, ese es mi edificio.”
“Muy bien”, dice Suljo.
“¿Y ves ese banco en la planta baja?”
“Lo veo.”
“Ese es mi banco. Cuando necesito dinero voy ahí y agarro cuanto quiero. Ves el Rolls-Royce parqueado al frente?”
“Lo veo.”
“Ese es mi Rolls-Royce. Tengo muchos bancos, y un Rolls-Royce parqueado frente a cada uno de ellos.”
“Felicidades” dice Suljo. “Eso está muy bien.”
Conducen fuera de la ciudad hacia los suburbios, donde las casas tienen patios enormes y las calles están flanqueadas por viejos árboles. Mujo apunta hacia una casa, tan grande y blanca como un hospital.
“¿Ves esa casa? Esa es mi casa,” dice Mujo. “¿Y la piscina, de dimensiones olímpicas, que está detrás? Esa es mi piscina. Nado ahí cada mañana”.
Hay una mujer preciosa, de curvas divinas, tomando un baño de sol a un lado de la piscina, y hay un niño y una niña salpicando felizmente en el agua.
“¿Ves a esa mujer? Es mi esposa. Y esos niños hermosos son mis hijos.”
“Muy bien,” dice Suljo. ¿Pero quién es ese joven fuerte y bronceado que le está dando un masaje a tu esposa y besa su cuello?”
“Bien,” dice Mujo, “ese soy yo.”
5. ¿Quiénes son ellos?
Existe también un enfoque neoconservador con respecto a la otredad: los otros son considerados inermes y tolerables en tanto no traten de unírsenos ilegalmente. Si ya están aquí, y de manera legal, ellos además necesitarán adaptarse a nuestro modo de vida, a los estándares exitosos que han sido ya establecidos y puestos a prueba. La distancia de los otros con respecto a nosotros es medida de acuerdo a su relación con nuestros valores, los cuales son autoevidentes para nosotros (pero no para ellos). Los otros siempre nos recuerdan quiénes realmente somos, no somos ellos y nunca lo seremos, porque nos inclinamos natural y culturalmente hacia el mercado libre y la democracia. Algunos de ellos quieren ser como nosotros ¿quién podría no querer esto?- e incluso podrían convertirse en nosotros, en el caso de que sean lo suficientemente sabios para escuchar lo que les decimos. Y muchos de ellos nos odian, simplemente porque sí.
George W. Bush, en un discurso a la facultad de estudiantes de una universidad de Iowa en enero de 2000, resumió de manera sucinta la filosofía neoconservadora de la otredad, en su propia manera inimitablemente idiota, pero sorprendentemente precisa: “En mis años formativos, el mundo era peligroso, y tú sabías exactamente quiénes ellos eran. Éramos nosotros contra ellos, y estaba claro a quién nos enfrentábamos. Hoy, no estamos tan seguros de quiénes son, pero sabemos que están ahí.”
Y entonces ellos surcaron el cielo el 11 de septiembre de 2001, y ahora están en todas partes, incluyendo la Casa Blanca, valiéndose de un certificado de nacimiento falso. Cada cierto tiempo nosotros los acorralamos, los llevamos a la Base Naval de Guantánamo en vuelos secretos, hacemos redadas para arrestarlos y deportarlos, o les exigimos que declaren de manera inequívoca que no son ellos. Y quienesquiera que sean ellos, nosotros tenemos que derrotarlos en la guerra, para así, de manera triunfante, estar solos en el mundo.
¿Qué eres tú?
He aquí una historia que me gusta contar. La leí en un periódico canadiense, pero la he contado tantas veces que ocasionalmente se siente como si me la hubiese inventado. Un profesor canadiense de Ciencias Políticas fue a Bosnia durante la guerra. Él había nacido en algún lugar de la antigua Yugoslavia, pero sus padres emigraron a Canadá cuando era niño, y por tanto poseía un nombre eslavo bien reconocible. En Bosnia, equipado con un pasaporte canadiense y un salvoconducto de las Naciones Unidas, se desplazó por las zonas de guerra bajo la protección de soldados de cascos azules. Pero eventualmente, fue detenido en un punto de control, y los soldados se mostraron curiosos ante la incongruencia de un nombre eslavo en un pasaporte canadiense, así que le preguntaron: “¿Qué tú eres?” Sin dudas su adrenalina estaba por todo lo alto, seguramente se hallaba aterrorizado y confundido, así que dijo: “Soy un profesor”. Para los guerreros patrióticos del punto de control, su respuesta debió traslucir una inocencia casi infantil, pues ciertamente no le habían preguntado acerca de su profesión. De seguro deben haberse reído, o contado historias sobre él después de dejarle ir. Probablemente él les pareció alguien irreal.
Para ser comprensible en tanto unidad humana ante los ojos de los soldados étnicamente autoconscientes del punto de control, él necesitaba tener una identificación étnica definida, o más bien, autoevidente; la etnicidad del profesor era la única pieza de información relevante acerca de él. Lo que él sabía o no sabía en el terreno de las ciencias políticas y la pedagogía era histéricamente irrelevante en esta parte del mundo, traspasada por varios sistemas simultáneos de otredad étnica -lo cual, de hecho, la convierte en algo no demasiado diferente del resto del mundo. El profesor tenía que definirse a sí mismo en relación con un “otro”, pero en ese momento era incapaz de pensar en ninguna otredad.
Para ser un profesor nuevamente tenía que regresar a Canadá; quizás allí se hubiese topado con mis padres, para quienes sería un perfecto espécimen de uno de ellos.
¿Qué soy yo?
Mi hermana regresó a Sarajevo después de la guerra y trabajó allí valiéndose de un pasaporte canadiense. Debido a la naturaleza de su trabajo como analista política, conoció numerosos políticos y diplomáticos extranjeros y locales. Exhibiendo un nombre étnicamente confuso, hablando inglés y bosnio con igual fluidez, ella era difícil de identificar y a menudo fue interpelada, por extranjeros y locales: “¿Qué eres tú?” Kristina es fuerte y segura de sí misma (habiendo sobrevivido un intento de asesinato bien temprano en su vida), de manera que solía preguntar de vuelta inmediatamente: “¿Por qué lo preguntas?” Ellos preguntaban, obviamente, porque necesitaban conocer su etnicidad y así saber qué era lo que ella pensaba, de esta forma podrían determinar qué grupo étnico ella representaba realmente, y cuáles eran sus verdaderos propósitos. Para ellos, Kristina era irrelevante en tanto persona, incluso más en su condición de mujer, mientras que su educación o su habilidad para pensar por sí misma nunca podrían trascender o sobreponerse a sus modos de pensamiento étnicamente definidos. Ella estaba irremisiblemente atada a sus raíces.
La pregunta, quedaba claro, era profundamente racista, de manera que algunos de los extranjeros culturalmente sensibles inicialmente se sentían avergonzados por su contrainterrogante, pero después de cierta vacilación terminaban insistiendo, mientras que los locales insistían sin vacilación alguna -el conocimiento de mi hermana, su existencia toda, era incognoscible mientras no declarase su etnicidad. Finalmente, ella decía: “Soy bosnia”, lo cual no es una categoría étnica, sino una de sus dos ciudadanías, -una respuesta profundamente insatisfactoria para los burócratas internacionales de Bosnia, quienes valientemente administraban puestos gubernamentales y restaurantes caros.
Instruido por las experiencias de mi hermana, cuando me preguntan “¿Qué eres tú?” a menudo me veo tentado de responder orgullosamente: “Soy escritor”. Aún así, muy pocas veces lo hago, porque no solo suena tonto y pretencioso, sino que además es inexacto -siento que soy escritor solo en el momento de la escritura. Así que respondo que soy complicado. También quisiera añadir que no soy otra cosa que un nudo de preguntas incontestables, una miríada de otros.
Me gustaría decir que aún es demasiado pronto para saber.