Por Carlos Ávila Villamar

Orel había dedicado sus tardes a la lingüística y a la filosofía del conocimiento. Se había casado con una amiga de la universidad, Tamara. Llevaban juntos veinte años. Decidieron no tener hijos. Primero intentaron con plantas, que colgaron de una ventana del apartamento, pero resultaron demasiado difíciles, ya que su cuidado consistía en atenciones esporádicas que cualquiera podía olvidar. Necesitaban algo que les recordara continuamente su existencia. Se habían terminado ocupando de dos generaciones de galgos afganos, que alegraban la casa y que les daban una excusa para salir por la mañana. A los perros, de pelo largo y lacio, les gustaba acostarse en las esquinas de los cuartos: daba la impresión de que alguien había castigado a una alfombra. El espacio permanecía limpio y cómodo. Las ideas eran como objetos en los estantes.

Alguna vez había querido escribir un libro que fuera una compilación de etimologías interesantes. La palabra color proviene del indoeuropeo y significó en un inicio tinte, y antes de eso significó ocultamiento. Quizás la cualidad más evidente del mundo visible hace referencia a lo no visible. Leyó por primera vez este secreto antes de terminar la universidad. Entonces estaba obsesionado con la relación entre color y lenguaje. Se había convencido de que estas minucias constituían señales que lo llevarían a algún sitio, aunque no tuviera la menor idea de cuál. Algo siempre se perdía al leer. Cuando disfrutaba particularmente de cierto pasaje se hacía la promesa involuntaria de retomarlo, tarde o temprano. Pero rara vez retomaba los pasajes subrayados. Tras muchos años había acumulado un número impensable de esas deudas. Marcas que habían sido hechas para nadie. Quizás leía de la manera incorrecta. No podía disfrutar una página sin entristecerse por la posibilidad de que no regresara a ella, o de que la olvidara. Para eso hacía la promesa, era un alivio momentáneo, un placer agregado de trascendencia. Luego si olvidaba la página no importaba, porque con la página Orel olvidaba también sus marcas, y el mundo seguía como si nada hubiera pasado.

Si pensaba con cuidado, Orel podía contemplar su vida como una suma inservible de asombros perdidos, lecturas pendientes y notas abandonadas.

La persecución durante su juventud de grandiosos proyectos a largo plazo había sido sustituida por la persecución de placeres modestos e inmediatos, la mayoría de los cuales toleraban la condición de la soledad y se veían favorecidos por las rutinas. Con los años muchos amigos se habían alejado, por cuestiones laborales o familiares, y él había tenido que lidiar con una clase particular de soledad durante la cual con quien más se dialoga es con el pasado. La lectura era, en cierta forma, también un diálogo con el pasado. Cada vez quedaban menos personas o lugares en su ciudad que él pudiera reconocer. Era una muerte antes de la muerte, pacífica y agradable. La mayor ventaja de la muerte es el anonimato, solía decir. Era también la mayor ventaja de la lectura.

La inesperada decisión del viaje estuvo motivada por el trabajo de uno de sus estudiantes. Calificar trabajos solía ser una auténtica tortura. Menos por el tedio de aquella vorágine de páginas innecesarias que por los constantes dilemas morales en los que caía. Buenos estudiantes que hacían malos trabajos. Malos estudiantes que parecían haber plagiado a alguien más. Buenos estudiantes que hacían buenos trabajos, pero que se habían burlado de él como profesor en algún momento. Malos estudiantes que hacían malos trabajos, pero que quizás no merecían desaprobar la asignatura.

El estudiante en cuestión había citado en su trabajo uno de los primeros artículos de lingüística que Orel había publicado en su juventud. El artículo iba sobre la extraña comunidad que había habitado un peñón en una zona apartada del país. Hacía más de tres siglos una poco conocida orden religiosa había elegido el peñón para levantar sus viviendas y su iglesia. Cegaban quirúrgicamente a los niños al nacer, puesto que los iniciadores del culto consideraban la vista un instigador de la avaricia y la lujuria. Todos eran ciegos, incluidos los sacerdotes. La extraña arquitectura de sus viviendas, sus hábitos alimentarios y su lenguaje habrían estado determinados por esta privación. La comunidad se había sostenido gracias a tres cosas: la piadosa cirugía al nacer, el absoluto aislamiento con respecto al resto del mundo y el desconocimiento colectivo de su condición de ciegos (esto era lo más importante). Tampoco los sacerdotes lo sabían. Practicaban meticulosamente la cirugía sin conocer su función, como un ritual arbitrario más. Probablemente los sacerdotes originales habían temido que sus sucesores se corrompieran, y no habían dejado cabos sueltos. Se asumía que eran como los menonitas. El pueblo originario del peñón le había despertado una curiosidad insaciable, una obsesión enfermiza que poco a poco se había ido amansando con la ayuda de las crecientes exigencias de su trabajo, así como de ciertos sobornos, como la felicidad de su vida doméstica con Tamara, el coleccionismo o la posibilidad de temas más accesibles en otros libros.

Dejar atrás la obsesión por la comunidad del peñón tal vez había sido parte de la transición a la adultez. Solo los niños se obsesionan.

En el artículo Orel especulaba sobre la posibilidad de que el lenguaje de la comunidad hubiera suprimido las palabras relacionadas con la vista, tales como los colores. Y que hubieran ido abandonando las más dependientes del mundo visual, como cuadrícula, dibujo o pigmentación. Los ciegos corrientes, insertados en una comunidad de no ciegos, se veían obligados a mantenerlas, pero los ciegos en una comunidad de ciegos, tras varios siglos, probablemente las habrían ido olvidando. Su teoría, relativamente sencilla, era la del abandono natural, una supuesta alternativa a la idea (jamás probada, pero generalizada entre los sociólogos) de que los primeros y malévolos sacerdotes se habían ocupado de eliminar artificialmente cualquier rastro de la vista en el lenguaje. Aquel trabajo iniciático contenía muchas lagunas, pero fue apreciado por su valentía, ya que el tema de la comunidad del peñón prácticamente había sido ignorado por la lingüística. No se habían hecho estudios profundos, a causa de la escasez de archivos desclasificados. El gran problema yacía en que la gradualidad no explicaba cómo los primeros pobladores, que según su teoría sí habrían conocido las palabras que designaban los colores, habían podido no hacerse preguntas en torno a esas palabras. Orel planteaba el olvido a causa de la inutilidad, pero dichas palabras podían no haber resultado inútiles, sino más bien contradictorias, y probablemente misteriosas y fascinantes, lo cual habría hecho difícil su olvido. De esta forma, la idea de la mutilación repentina y premeditada del lenguaje por los primeros sacerdotes se terminó imponiendo.

El trabajo del estudiante había mostrado ambas perspectivas y había dado privilegio a esta última. Con los años Orel se había dado cuenta de que en su juventud había estado equivocado, en efecto. Pero ver trivializada la corrección de ese error en el trabajo de uno de sus estudiantes (ni siquiera uno de sus buenos estudiantes) lo deprimió un poco. Le dio la calificación más alta, por temor a que alguien interpretara cualquier otra como una venganza personal. No entendía ni siquiera por qué estaba tan triste. No era nada nuevo y lo sabía: rara vez retomaba los pasajes subrayados. Y su vieja hipótesis había sido solo una nota al margen más, que no había conducido a nada. ¿Por qué tenía que conducir a algo más? El conocimiento restringido al asombro estético: el conocimiento como literatura.

Después del incidente del estudiante tuvo varios días raros. El trabajo siguió encima del escritorio, como una presencia con la que no podía convivir, y a la que tampoco podía expulsar. Se preguntó si Tamara lo leería por casualidad. Le molestó imaginarla haciéndolo, porque de ser el caso ella también se habría entristecido y por misericordia habría callado su tristeza, habría hecho como que no había leído nada. Tamara tenía suficiente inteligencia emocional como para entender que ser testigo involuntario de una humillación solo hacía la humillación más dolorosa. Debía esperar que él confesara lo sucedido, y mientras tanto callarse. Y si jamás lo confesaba igual debía callarse. Pero al ser capaz de prever el supuesto silencio de Tamara, Orel anulaba su efecto, y entonces su molestia radicaba en que ella le podía estar mintiendo por lástima, lo cual era todavía peor, porque al desastre de que ella fuera una testigo involuntaria de su humillación (la cual constituía un hecho particular) se habría sumado el desastre de que lo hubiera considerado tan simbólico, tan desesperadamente sintomático de algún estado de cosas presente (un hecho general), que hubiera elegido el silencio.

Lo más digno era confesarlo en algún momento insignificante del día, no darle importancia, pasar a hablar de otra cosa. Pese a tener rutinas separadas dentro de la misma casa, había situaciones de refrescante comunión, parques naturales entre edificio y edificio de rutina ennoblecida, en los que se sentaban a dialogar de nimiedades: el almuerzo y la comida, la hora del café, la hora previa al sueño, o los intervalos en los que abrían la ventana para fumar. Orel comentó lo del trabajo del estudiante solo luego de repetir lo mucho que detestaba calificar (de ese modo daba a entender que el motivo por el que se lo contaba era lo incómodo de calificar el trabajo de un estudiante que desmentía el suyo). Tamara no había visto el trabajo. Tampoco se compadeció cuando se enteró del episodio. Creo que has escrito cosas mucho mejores, dijo Tamara. El tema era interesante, no sé por qué no seguiste investigando.

Releyó de una vez y por todas el artículo de su juventud. Lo tenía en una caja, junto a otros papeles viejos. El papel (de impresión casera) seguía blanco. Reconoció la tipografía que había usado. Podía reconocer de qué etapa de su vida era cualquier texto por la tipografía, el margen y el interlineado. Solía adoptar un formato estándar, que le pareciera lo más neutro posible. El último formato que había elegido (el que usaba ahora) tenía le letra diminuta y el interlineado mínimo. Su texto juvenil tenía letras grandes y obscenas, y el título había estado tontamente marcado por una tipografía distinta a la del cuerpo del texto. El artículo era mediocre y se avergonzó de que hubiera sido publicado. Él había estado consciente de que tenía fallos, pero puesto que no lo había releído, había olvidado cuántos eran, y con los años incluso le había inventado virtudes inexistentes. Rebuscó entre las cajas viejas las notas que había escrito sobre la comunidad del peñón. Eran incontables, y algunas ilegibles. La mayoría de las notas ni siquiera habían sido empleadas en el trabajo. Constituían puntos de fuga, encargos de trabajos futuros que nunca se habían concretado. Había escrito, con la intención de buscar luego más información, comentarios sobre la sinestesia en ciegos, o sobre los degenerativos sueños visuales de ciegos que habían podido ver en algún momento de sus vidas. También se hacía preguntas como qué pasaría si a una persona sin ningún defecto en la visión se le restringía de un color en su entorno poco a poco (digamos el azul), ¿con los años perdería la capacidad de soñar con el color azul? ¿Podría recordarlo, o solo recordaría un engañoso sustituto que el cerebro habría puesto en su lugar sin que la persona se diera cuenta?  Las notas más interesantes iban sobre una pregunta que el trabajo publicado pasaba por alto: se sabía que los habitantes de la comunidad habían descubierto por ellos mismos, en sus últimos años, la existencia de la vista. ¿Cómo lo habían hecho?

Sintió la necesidad de remediar la mediocridad de su antiguo trabajo. Según Tamara la razón por la que la mayoría de las personas mayores de cuarenta años se molestaba en escribir era enmendar lo que ya habían escrito. Pocas personas empiezan a escribir después de los cuarenta, decía. No es sensato. Demanda demasiados martirios y ofrece muy pocas ventajas. Los que escriben son los jovenzuelos que no tienen ni idea de los martirios, ni de la pobrísima recompensa. Y los viejos que se avergüenzan de lo que escribieron en su juventud. En pocas palabras: los jóvenes escriben porque carecen de sentido del ridículo, y los viejos porque descubren que, sin importar cuán ridículo sea lo que escriban ahora, será preferible a ser recordados por lo ridículo que escribieron antes. Orel en pocos días recuperó su obsesión. Reunió fotografías del peñón junto al que había crecido el pueblo, averiguó qué se había escrito en los últimos quince años sobre el pueblo, qué edificios se habían levantado en qué época, cuánto quedaba del pueblo original, cuánto costaba una noche en un hostal del pueblo, cuánto costaba un pasaje de tren hasta la región, y cuánto el autobús que lo llevaría hasta allí. Estaba a tiempo de hacer ese viaje. Quizás en unos años ya no lo estaría. Cuando hizo las maletas y por fin fue hasta la estación de trenes (hacía años que no visitaba la estación, y notó que la habían remodelado), el lector de minucias, el reincidente traidor de notas, se dio cuenta de que aquel día era el más feliz que hubiera tenido en mucho tiempo.