Por Carlos Jaime Jiménez
Hace tiempo que quiero escribir algo dedicado a Thomas Pynchon y he estado esperando –waiting but also hoping– a que mi vida se torne lo suficientemente pynchoniana para establecer los paralelos y que la escritura fluya fácilmente. Esto de intentar envolver procesos comunes de mi vida reciente en un manto literario ha sido, me doy cuenta ahora, una estrategia no del todo consciente para lidiar con las presiones y amarguras que como ser humano común enfrento, a menudo amplificadas por mi condición de emigrante. Mi historia personal continúa siendo relativamente ordinaria, pero durante este tiempo he intentado convencerme de que se aleja un poco del molde, de lo contrario, ¿qué sentido tendría levantarse todas las mañanas para poner más dinero en el bolsillo de otras personas?
Aun así, quiero pensar que, en cierta forma, ha sido pynchoniano mi deambular por diferentes regiones de los Estados Unidos: Florida, Virginia, D.C., New York, y ahora Texas, todo ello en menos de 2 años, haciendo trabajos de todo tipo: mudanzas en el verano del sur, guardia de seguridad en una licorería frecuentada por rednecks devotos de QAnon, instalación de muebles de oficinas en empresas de tecnología, hasta terminar trabajando para esas mismas empresas como un tech bro neófito que contribuye a acelerar la obsolescencia de la humanidad. A veces el empacar las cosas e irme a otro lugar se siente como un impulso por explorar, pero más comúnmente, es una suerte de huida, la respuesta a una sensación de no pertenecer que solo es llenada por la euforia pasajera de empezar de cero en lugares nuevos. También me gusta pensar que el deambular del propio Pynchon estuvo marcado por algún sentimiento parecido. New-York-Texas- México-California, períodos de vida militar, beatnik, hipster, y hasta un trabajo corporativo, todo ello mientras escribía sobre la paranoia que atraviesa el núcleo de la cultura americana. Pero a diferencia del Gran Hermano orwelliano, o el panóptico de Bentham-Foucault, el sistema de vigilancia que estructura el universo literario pynchoniano, aunque casi siempre involucra al gobierno, u organizaciones que poseen lazos con organismos del gobierno, es en su núcleo un sistema independiente cuasi-descentralizado, un fruto de la entropía, que ha encontrado en la sociedad americana el suelo más propicio para cuajar.
Mi trabajo más reciente es para una megacorporación tecnológica, la cual, como todas ellas, quizás a la larga termine haciendo más mal que bien a la humanidad. Intento no examinarlo demasiado desde el punto de vista ético, prefiero verlo como un rite of passage más, un medio para acumular experiencias ahora que ya tengo casi decidido el empezar a dedicarle más tiempo y energías a la escritura. De donde sacaré ese tiempo, aún no lo sé, pero ya lo dijo Merovingian “If you never take time, you can never have time”. Una de las ventajas de mi nuevo trabajo es que, al implicar una dosis considerable de investigación y fact-checking, tengo acceso a todos los recursos online imaginables, no hay un paywall que se interponga entre la información y mi curiosidad. En una de esas exploraciones que realizo en mi tiempo libre, me encontré con un sitio web que compila los artículos publicados por medios de comunicación asociados a la compañía aeroespacial Boeing -ejemplo estereotípico de corporación malvada, donde los haya-, para la cual Pynchon trabajó como escritor técnico entre 1960-1962. Sobre todo, llamó mi atención uno publicado en Bomarc Service News y luego replicado en Aerospace Safety (1960). Es una pieza divulgativa sobre las medidas de seguridad necesarias para transportar el misil supersónico IM-99A. Desde la primera línea, el autor comienza estableciendo un símil entre los retos que enfrentan los contratistas privados y el personal de la fuerza aérea al trabajar juntos para mover el misil, con los imperativos de la convivencia matrimonial; se nota que Pynchon no es capaz de limitarse a una simple descripción aburrida de manual sobre prácticas de seguridad.
En la mayoría de los artículos para los medios de comunicación interna de Boeing que pude consultar, Pynchon usa guiones, listas anidadas y otras estructuras comunes en la escritura técnica, pero en realidad cuenta una historia. En el referido anteriormente, más bien cuenta dos historias, sobre accidentes catastróficos que estuvieron a punto de ocurrir en el proceso de mover uno de esos misiles, accidentes que, gracias a la cooperación y al ingenio de los trabajadores implicados, no tuvieron un desenlace trágico. La calidez del tono de Pynchon y la mirada a la vez analítica e impregnada por un asombro curioso son rasgos no demasiado evidentes en su obra, y se hallan entre las cosas que más disfruto de su escritura. En sus novelas estos rasgos suelen hallarse eclipsados por las pirotecnias del lenguaje, las extravagancias semánticas, las yuxtaposiciones de referencias y otros recursos por el estilo; pero me he dado cuenta de que, si bien mi fascinación original con Pynchon estuvo dada por las cosas que acabo de mencionar, con el paso del tiempo lo que mejor recuerdo de sus novelas son los momentos más humanos. La melancolía de Mason, el drama familiar de los Traverse, sobre todo Reef -con quien tanto me identifico-, Doc Sportello conduciendo su minivan destartalada rumbo a ninguna parte, cegado por la niebla en algún tramo de la autopista entre San Diego y Los Angeles.
Creo que ese aspecto de la escritura de Pynchon que tanto resuena en mí podría definirse como candor. Tanto la palabra como el concepto apenas habían pasado por mi cabeza hasta hace poco tiempo. Es uno de esos términos relativamente comunes que casi nunca usamos, pues suele haber algún sinónimo que se ajusta mejor a lo que intentamos describir o referir. Cuando me cruzo con una palabra o frase que no he escuchado o leído en mucho tiempo, y que, por ciertos mecanismos psicológicos, me aparece como nueva, o parcialmente separada de su significado ordinario, invitando a uno nuevo, intento recordar cuándo fue la última vez que la escuché, y en cuál contexto. Curiosamente, el término candor -no su significado- siempre me hace pensar de manera involuntaria -quizás por la rima- en un título de Nabokov: Ada or Ardor, una novela muy rara, poco candorosa, diría yo, a pesar de que su trama pueda sugerir lo contrario. El candor particular de Pynchon, por otra parte, a veces se manifiesta incluso en sus bromas artificiosas. Quizás ahora mismo esté hablando mi yo fanboy, pero con el tiempo se le toma cariño a los nombres extravagantes de sus personajes (Mike Fallopian, McClintic Sphere, Benny Profane, Pig Bodine ) y a las no menos extravagantes organizaciones a las que pertenecen: aquella brigada anticaimanes que solía patrullar las alcantarillas de New York en V, Trystero y la conspiración centenaria del correo postal en la que se ve envuelta Oedipa Maas -creo que ella y Molly Bloom son mis personajes literarios femeninos favoritos-, la cábala de dentistas en Inherent Vice. Detrás del velo de paranoia, algunos de sus participantes -voluntarios o no- comienzan a aparecer como gente más o menos común, haciendo lo mejor que pueden o saben hacer; son estructuras redundantes en un sistema que tiende al caos, pero que aspira al control. Su vulnerabilidad, sujeta a los caprichos de la entropía, los hace más humanos, perecederos, entrañables en su trivialidad.
Lo anterior parece aplicar también al propio Pynchon. A pesar de la privacidad maniática que ha mantenido toda su vida, y de que solo existan unas pocas fotos suyas de acceso público, casi todas pertenecientes a la década de 1950, las opiniones de quiénes lo conocieron o han convivido con él confirman esta hipótesis. Uno de sus antiguos colegas en Boeing cuenta cómo en ocasiones, mientras trabajaba en su cubículo, Pynchon se cubría con pliegos de papel A1, el mismo que utilizaban los ingenieros para el dibujo técnico, hasta formar una suerte de iglú del que a veces no salía en toda la jornada laboral. Acaso hay una escena más pynchoniana que la protagonizada por él mismo en Boeing: un joven erudito literalmente sepultado bajo resmas de papel, escribiendo con esmero medidas de seguridad para la manipulación de armas de destrucción masiva, infundiendo sus artículos con toques de humor y sincero aprecio por el esfuerzo de los trabajadores encargados de trasladar estos artefactos, por la manera en que cuidan unos de otros mientras realizan su trabajo. El éxito en este trabajo, al que Pynchon contribuía activamente redactando las instrucciones de cómo realizarlo a la perfección, significaba que los misiles no explotarían antes de llegar a su destino. En lugar de reducir a átomos a una brigada de operadores de grúas y al ingeniero que supervisaba la faena, cumplirían su propósito de borrar de la faz de la tierra un refugio del Vietcong, o algún asentamiento civil que los servicios de inteligencia hubieran marcado como sospechoso. En 1962 Pynchon abandona su trabajo de escritor técnico en Boeing para centrarse únicamente en su carrera literaria. Pocos años después, la información clasificada a la que tuvo acceso le serviría para escribir sobre el cohete V2, motivo central en la trama de Gravity’s Rainbow.
Quizás la mayoría de nosotros no nos preocupemos por las posibles consecuencias de nuestro trabajo a mediano o largo plazo, o hagamos un esfuerzo por ignorarlas, aun sabiendo que podrían ser potencialmente dañinas. Tengo la impresión de que Pynchon sí era consciente de su rol, y aun así lo llevaba a cabo con dedicación y creatividad. Un elemento recurrente en su literatura es la noción de deuda kármica, y los esfuerzos por purgarla. Es posible que el propio Pynchon se sienta en deuda, y que su payment plan sea la carrera literaria dedicada a escribir sobre personajes que tratan de conservar la cordura y la integridad espiritual a pesar de estar bajo un sistema de vigilancia y manipulación, capaz de anticipar y de encontrar un uso tanto para la aceptación como para la desobediencia de los individuos que habitan sus confines. La tecnología juega un rol crucial en dicho sistema, y ciertamente hay presencia de tecnócratas entre los personajes de Pynchon. Gabriel Ice, el CEO corrupto de Bleeding Edge es uno de los ejemplos más estereotípicos. Es curioso que, cuando leí la novela por primera vez en 2014 me pareció un villano caricaturesco como los de las novelas de James Bond, sin un nexo directo con el presente, pero ahora se me asemeja más a una parodia de Elon Musk o Peter Thiel. Los contratos y subsidios que dichos personajes -los ficcionales y también posiblemente sus contrapartes reales- reciben por parte de agencias del gobierno, las capas de manipulación y desinformación que ya son parte de la realidad misma, los hilos que mueve algún titiritero, no se sabe si desde las profundidades del Deep State o de la Deep Web, son también, más que nunca, paranoias de nuestros tiempos. No obstante, la mayoría de las veces, los personajes de Pynchon son simples peones del sistema, trabajando o interactuando con dispositivos de muerte, manipulación o embrutecimiento disfrazado de distracción, sobrecogidos y fascinados a la vez con las capacidades de las máquinas que ayudan a construir, máquinas que tienen el potencial de volver redundantes o destruir a sus creadores, pero que son también un testamento del ingenio humano, no importa cuán masoquistas e imprudentes sean sus fines o consecuencias. Son estos obreros inconscientes de su propio rol en el gran esquema de cosas, y aquellos que, por otro lado, intentan escapar a su función predeterminada dentro del sistema -casi siempre quedándose a medias en dicho propósito- para quienes reserva Pynchon su mirada cándida y su simpatía, por más que les otorgue nombres ridículos y vidas casi siempre colmadas por la impotencia o el fracaso.
En 1984 -el simbolismo de dicha fecha es reconocido por el escritor desde las primeras líneas- Pynchon publicó en The New York Times “Is it Ok to Be a Luddite?”, un ensayo en el que además de admitir que sí, que está bien el serlo, habla de cómo para mantener nuestra humanidad, a la larga deberemos ser capaces de “negar a la máquina”, o al menos, negar algunos de sus reclamos sobre nosotros. Pero en el ensayo se hace evidente también la fascinación del autor con esas mismas máquinas, y con la Revolución Industrial, a pesar de sus consecuencias nefastas. El buen ludita, según Pynchon, no es el obrero cegado por la ira que, según la leyenda, un día de 1779 irrumpió en una casa de Leicestershire y destruyó dos hiladoras, inspirando todo un movimiento de protesta y rebelión contra las máquinas que estaban haciendo obsoletos a los artesanos. El buen ludita es más bien un escéptico, capaz de admirar la arquitectura de la máquina y sus virtudes ingenieriles, y que no obstante sospecha del potencial de dicha máquina, y de las intenciones de quiénes financian su producción. Hacia el final de su ensayo Pynchon profetiza:
Si nuestro mundo sobrevive, el próximo gran desafío para el que debemos prepararnos llegará – lo escuchaste aquí primero – cuando las curvas de investigación y desarrollo en inteligencia artificial, biología molecular y robótica converjan. Será algo asombroso e impredecible, y hasta los más poderosos, esperemos fervientemente, se verán tomados por sorpresa. Es definitivamente algo que todos los buenos luditas pueden anticipar con entusiasmo si, Dios mediante, vivimos lo suficiente para verlo.
No estoy seguro de si en el fragmento anterior Pynchon se halla entusiasmado ante la perspectiva de un progreso tecnológico sin precedentes, que podría o no terminar en apocalipsis, o ante la oportunidad, cada vez más improbable, de que los humanos demostremos de qué estamos hechos realmente, y seamos capaces de cambiar de dirección justo al borde del precipicio. O quizás la clave se halle en abrazar la impredecibilidad, y dejar que la entropía haga lo suyo. A veces pienso en todas estas cosas, mientras espero atascado en el tráfico matutino de Austin, TX, camino a una oficina donde, junto a otros, me paso el día instruyendo a una inteligencia artificial en cómo interactuar con humanos de la manera más natural posible. ¿Si un día la inteligencia artificial se vuelve capaz de engañarnos y subyugarnos, hasta qué punto seré yo responsable? ¿Qué haría el Pynchon de 1962 en mi lugar, aparte de mirar, escribir y deambular?